Iba saliendo del metro de Caracas, en la estación Parque del Este. Me tocaba participar en la presentación de una de mis novelas cuando me di de bruces con una adolescente de camiseta roja que llevaba una bandera mexicana. Me dije: mira, una paisana que anda celebrando solita el 20 de Noviembre con un día […]
Iba saliendo del metro de Caracas, en la estación Parque del Este. Me tocaba participar en la presentación de una de mis novelas cuando me di de bruces con una adolescente de camiseta roja que llevaba una bandera mexicana. Me dije: mira, una paisana que anda celebrando solita el 20 de Noviembre con un día de adelanto; la rebasé por la izquierda porque me urgía salir del metro para fumarme un cigarrillo. Y de repente me encontré inmerso en un mar de banderas mexicanas.
La sensación es muy peculiar. A cinco horas de avión de la patria, en una mañana húmeda y de sol picante, parecía que la máquina del tiempo te había lanzado a mitad de Tlaquepaque en 16 de septiembre, del Zócalo del Distrito Federal, de los barrios michoacanos de Chicago. Una señora comenzó a gritar: «¡Viva Emiliano Zapata! ¡Viva Juárez!» Centenares de adolescentes bullangueros se organizaron en torno a un mariachi, que con acento caraqueño cantaba Volver, volver. Lo del mariachi les salía muy salsero.
De repente me di cuenta de qué era lo que estaba pasando. La anunciada manifestación salía del propio parque, a unas cuadras de la feria del libro, y los barrios se habían desbordado sobre una de las zonas pirrurris de la ciudad, invadiéndola. Lo curioso es que la supuesta manifestación de apoyo al presidente Hugo Chávez se había vuelto una manifestación de descarado amor por los mexicanos.
Entré corriendo a la feria y localicé a una de las edecanes, que traía una cámara digital; le pedí que me acompañara y tomara una serie de fotos para documentar lo que estaba viendo. De alguna manera sentía la obligación de mostrar, para los que estaban en México, este despliegue de tricolores, Zapatas y Villas.
Durante dos kilómetros nos mezclamos con los manifestantes, preguntando aquí y allá. Sindicalistas, adolescentes de la enseñanza media y mujeres de los barrios me dieron su versión del Area de Libre Comercio de las Américas, me explicaron que con los gringos no se podía integrar América Latina, me preguntaron si el Tratado de Libre Comercio había sido tan desastroso para los mexicanos como se contaba.
Carteles con la imagen de Bolívar flanqueado por Villa y Zapata andaban por todos lados. Y una y otra vez el «¡Viva México, Viva Venezuela!» a coro festivo. Y banderas mexicanas ondeadas bullangueras y jolgoriosas.
Era, para un mexicano acostumbrado a ser ciudadano de segunda, al que revisan el doble en los aeropuertos y cuyo pasaporte es visto frecuentemente con desconfianza, una fiesta que no me merecía, una lección bien simple de dónde estábamos colocados y qué deberíamos esperar unos de otros. Era extrañamente emocionante, mucho mejor que un partido de futbol o un concierto en el que hubieran revivido Jorge Negrete y Pedro Infante.
De repente me di cuenta de que iba a llegar tarde a la presentación del libro y comencé a retornar hacia la feria. Feria, por cierto, donde la representación de México era importante. Había estands del Fondo de Cultura y de Educal/Conaculta y de Plaza y Valdés y libros mexicanos de Selektor, Planeta y Ediciones B. La red de librerías del Estado venezolano había importado libros mexicanos.
Cuando regresaba a paso de carga un grupo de manifestantes me cerró el paso; alguien les había dicho que yo era un escritor mexicano. Una mujer gordita me abrazó y me hizo jurar, por la Virgen de Guadalupe, que nada nos iba a separar a los venezolanos y a los mexicanos. Yo juré rápidamente por el osito Bimbo, el fantasma del Ratón Macías y la gloriosa memoria del general Vicente Guerrero, que nada nos separaría.
No quiero entrar en el debate que Vicente Fox Quesada ha intentado imponer en nuestro país, en el que trata de convencernos a los mexicanos de que hemos sido insultados, de que él es la patria, de que se puede andar viajando por el mundo haciéndole el trabajo a las políticas del imperio en nuestro nombre. No quiero analizar ni discutir ni polemizar. Nomás quiero dejar constancia de lo que le prometí a la gordita, que dijo que era trabajadora del equivalente venezolano a la Secretaría de Hacienda mexicana; de lo que me dijo el adolescente que estudia relaciones internacionales en la Universidad de Caracas; de las fotos de tantas y tantas banderas mexicanas.
Alguien dirá que cada vez me estoy volviendo más naif.
Bueno, será que estoy envejeciendo y que tengo las emociones fáciles.
Yo diría que algunos representantes del gobierno de México cada vez me representan menos.