Muchos análisis sobre la situación en Nicaragua intentan desviar la opinión pública nacional e internacional al referir que los últimos acontecimientos responden a un golpe de Estado promovido por EEUU y apoyado por la reacción interna de partidos de derecha. Ante esta aseveración se hace indispensable reconocer las raíces profundas de la autoridad y el […]
Muchos análisis sobre la situación en Nicaragua intentan desviar la opinión pública nacional e internacional al referir que los últimos acontecimientos responden a un golpe de Estado promovido por EEUU y apoyado por la reacción interna de partidos de derecha. Ante esta aseveración se hace indispensable reconocer las raíces profundas de la autoridad y el poder sobre las que se sostiene la cultura nacional, y así profundizar la comprensión de los sucesos actuales de una Nicaragua que responde aún a una herencia colonial.
Un poder autoritario arraigado profundamente
En la cultura nicaragüense el poder autoritario se ejerce a través de la violencia verbal, física y psicológica para obtener control grupal, individual, obediencia, y consolidar el estatus y el rango. Es un mecanismo utilizado en los espacios de socialización, desde la familia, hasta ONGs, movimientos gremiales, sociales, instituciones, y en el mismo gobierno. Esto plantea una contradicción de fondo en la sociedad que ha aprendido en su historia a no aceptar las formas autoritarias del poder en los gobiernos, pero sigue siendo incapaz de cuestionarlas en su origen, donde se cultivan: la relación que existe con Dios y las relaciones familiares autoritarias, ambas heredadas de la colonia.
Esta forma de percibir el poder, de someternos cuando lo ejercen sobre nosotros y de ejercerlo cuando lo tenemos, tiene raíz en la relación que se establece con dios, un dios arraigado y transmitido en el tiempo de la colonia por católicos del siglo XVI, un Dios que reparte castigos a la desobediencia y premios a quien se somete. Es esta forma de relacionarse con dios que nutre y da forma a las figuras de autoridad que rigen las relaciones dentro de las familias, las relaciones laborales y entre gobernantes y gobernados. Es una práctica cultural profundamente religiosa reflejada en cada grupo en el que nos socializamos desde que nacemos. La autoridad de padres y madres de familia, de jefes, y líderes políticos que se convierten en dioses no se cuestionan, sus decisiones no se discuten, no se reflexionan, solo se obedecen para ganar su gracia, para no desatar su ira y castigo. Es pues, la familia, el primer espacio de socialización antidemocrático al que llegamos, y es Dios, la principal entidad divina y emocional que le enseña a la familia la forma del poder y la autoridad.
El poder autoritario se esconde detrás de las relaciones afectivas de lealtad profunda que no aprendemos a subvertir, relaciones que al no ser cuestionadas y con límites marcados se les permite anular y castrar las autonomías personales, de conciencia, de acción, de organización, socavando a la vez la soberanía y la independencia nacional.
La anulación de la autonomía de las personas mantiene el control individual y colectivo en manos de quienes ostentan el poder, fomenta el pensamiento único y elimina la posibilidad de cultivar una conciencia crítica individual, dejando la soberanía de nuestra vida en manos de los «caudillos-dioses» para que ejerzan su voluntad unilateral sobre las mismas. En la familia la opinión de los padres no se cuestiona, es irrespetuoso, y si se contesta te castigan físicamente. En los centros de trabajo la opinión del jefe prima sobre el resto, por el rango, y si se argumenta en un sentido distinto a sus indicaciones, te despiden. Y en el gobierno si se cuestiona una decisión o se dan opiniones contrarias te purgan. El ejercicio del poder autoritario se constituye entonces en el problema de origen, que tiene un reflejo multi espacial con la cultura de silencio impuesto, la obediencia, el sometimiento y la falta de libertad de conciencia.
Razones de la actual rebelión
Lejos de ser una segunda fase de la Revolución Popular Sandinista que inició con su triunfo el 19 de julio de 1979, el ejercicio de gobierno del FSLN 2007-2018, ha replicado estas estructuras de poder autoritario heredadas de la colonia al desmantelar progresivamente el Estado de Derecho y erigir a la familia Ortega-Murillo como la entidad única de la que emana el poder y la voluntad política. Esta forma de ejercer el poder no fue resultado de un día, más bien se construyó como un largo proceso de desmocratización de las estructuras del Frente Sandinista desde la pérdida de la Revolución en 1990, y que encontraron su anclaje en una cultura política caudillesca profundamente arraigada, más allá de las rupturas que pareció implicar la Revolución.
De nuevo en el poder, se han convertido en una especie de dioses a quienes no se les discute sus decisiones divinas. Sus militantes no poseen conciencia propia sino que les pertenece a ellos. Es una cultura de alienación gubernamental que ha atomizado el pensamiento y la práctica de izquierda en grupos que han sido perseguidos por generar conciencia crítica y atentar contra el poder familiar despótico: educadores, estudiantes, trabajadores, teólogos de la liberación, movimientos campesinos, defensores de los territorios, indígenas y feministas. Todos y todas marginados, perseguidos, encarcelados, torturados, callados, asesinados.
Es hartazgo de grupos sociales con demandas diferenciadas, pero con un objetivo común lo que explota el 19 de abril del 2018. Es esta acumulación de tensiones políticas por el abuso de poder, las humillaciones cotidianas, el acoso al tejido social organizado de forma autónoma y una represión sistemática de 11 años el resultado de un movimiento de masas sin liderazgo ni conducción política. Es falta de legitimidad del largo plazo lo que mueve a tanta población contra la familia en el poder. Es el objetivo común de terminar con uno de nuestros ciclos culturales de dictadura lo que culmina en una matanza y persecución de protestantes por parte del gobierno. Es imposición a fuego y sangre lo que hace el gobierno para obtener obediencia social. Es mentira sistemática la que utilizan para tapar la cantidad de muertos y la falta de apoyo social de las bases. Es soberbia del poder la que actúa y solapa la pérdida de significado social y de sentido orgánico del FSLN. Es ausencia de autocrítica y desconocimiento a su propio pueblo lo que existe detrás de la excusa de una agresión imperialista externa. Es neo colonial el poder que ejerce el FSLN desde un gobierno familiar autoritario. Es resentimiento lo que demuestra la familia gobernante al descalificar y tachar al pueblo de «mal agradecido» por no aceptar sus excesos. Es el hecho de sentirse dioses heridos lo que los hace convertirse en víctimas y convertir a otros en victimarios la reacción ante la pérdida de poder social. Es agotamiento de un modelo de gobierno y de un ciclo, lo que ha movido el estatus quo de esta familia en el poder.
Retos por asumir
En la Nicaragua actual, la evidencia de una cultura autoritaria de herencia colonial plantea retos profundos a nuestra sociedad y al pensamiento de la izquierda nacional e internacional. Es imprescindible profundizar la reflexión sobre el origen del poder que coadyuve a romper esta contradicción que nos ha llevado únicamente a reivindicar las conquistas de las democracias clásicas liberales, pero sin el necesario cuestionamiento de fondo al poder autoritario.
Se plantea así el reto de superar el poder autoritario aprendido con Dios y su reproducción social desde las relaciones familiares, que han marcado profundamente la cultura y la acción social a lo largo de casi seis siglos. Queda el reto de la recuperación del Estado Laico y la construcción de conciencias laicas. El reto también de dar cohesión y acogida de los incipientes movimientos sociales que desde su quehacer particular generan transformaciones sociales y nutren de sentido orgánico a la participación y movilización social. El reto de abandonar el pensamiento único, dando cabida a la diversidad de pensamientos de grupos sociales que generan conciencia crítica. El reto del fortalecimiento de la soberanía e independencia nacional desde el respeto a las autonomías individuales y colectivas.
Queda, igualmente, el fomento de un pensamiento pluralista en la sociedad y el empoderamiento popular para la toma de decisiones. Por último, inevitablemente nos queda también el reto de eliminar una cultura «del poder por el poder», de herencia colonial, que nos dé la posibilidad de construir relaciones más democráticas desde el seno de cada espacio de socialización, y con ello sentar las bases de un estado moderno y nacional basado en derechos.
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