Haití es la isla de las Antillas donde más arraigaron los rituales animistas. Generaciones de africanos descendientes de esclavos seguirán venerando a Uedó, Damballa, Ogún y otras deidades que viajaron en las sentinas de los bajeles negreros. La promoción de este culto junto con la exaltación de la negritud sirvieron en su día para la […]
Haití es la isla de las Antillas donde más arraigaron los rituales animistas. Generaciones de africanos descendientes de esclavos seguirán venerando a Uedó, Damballa, Ogún y otras deidades que viajaron en las sentinas de los bajeles negreros. La promoción de este culto junto con la exaltación de la negritud sirvieron en su día para la ‘agitprop’ que afianzará bajo la égida estadounidense al tirano François Duvalier, a su familia, su camarilla y su despiadada policía.
Duvalier, padre, será en Haití el Hitler negro cuyo populismo proclama la superioridad de su raza, aunque la diezme, y legitima la práctica hasta entonces proscrita del vudú, religión en la que a los oficiantes se les conoce como ‘papaloi’. Sumo sacerdote, pasará a ser conocido como Papa Doc. No es un alias cariñoso, sino un título que aterra.
Las élites acaudaladas negras, mestizas, criollas y estadounidenses le apoyan en su meteórico ascenso a una presidencia vitalicia, hereditaria y tutelada. Le entronizan mayormente unos EE.UU. que reclaman los altos intereses de sus empréstitos, a los que el erario vernáculo no puede responder. Se los cobrarán tras una de sus repetidas invasiones de ayuda humanitaria. Haití se convierte, reiteración histórica, en país en quiebra donde cunden la hambruna, la intemperie y una desesperación reprimida por cuerpos de policía infiltrados e implacables. Donde se amasan fortunas dormidas.
Las huestes de ocupación militar estadounidenses, es la norma, se instalan tras convertir a Haití en protectorado. Aunque su desprecio por los ‘darkies’ es absoluto -en 1957 el Ku Klux Klan está en su apogeo- mandan los intereses de Wall Street. Florecen las inversiones de magnates en plantaciones de cafeto, cacao, maíz, algodón o caña cuyos beneficios íntegros se esfuman sin que un solo céntimo se dedique a remediar las dramáticas condiciones de vida de la isla y de sus habitantes, de nuevo esclavos aunque con peor amo y ración.
Ello crea paro endémico y cólera insurgente en zonas rurales donde la casta aristocrática nada en oro y los jornaleros sin jornal se desesperan en chabolas que jamás conocerán el cemento, uno de los escasos productos industriales de Haití. La situación tensa desemboca en motines que al enfrentarse tanto al poder abusivo local como a los diablos blancos, disuade a otro sector importante: el turismo que acude a las playas y, sobre todo, a la isla de los misterios y de unos muertos vivientes que han dejado de ser un mito.
Exaltación de la negritud
Se valen los invasores de reyezuelos sustentados por una omnipresencia paramilitar que mantiene a raya a los insurrectos y sospechosos. Caciques de frac y faja cruzada con los colores nacionales -aquí no se da la caricatura del dictador uniformado asimilable al portero del Waldorf Astoria- se ven sujetos a un control económico extranjero que facilita la intrusión de advenedizos en el primer paraíso fiscal de la historia.
Algunos apadrinan a contados haitianos que pronto constituirán a la pequeña burguesía del lugar, futura clase media dócil. Este Edén sólo beneficia a la población privilegiada, nativa o extranjera, y deja bajo el único amparo de la superstición y la ira a unos discrepantes a quienes irrita el sistema perverso que les encadena. Son libres, pero malviven peor que sus tatarabuelos.
En 1931, uno de los invadidos aburguesados, por así llamarlos, habla con un corresponsal que acaba de ver al tiranuelo Joseph Borno en coche descubierto junto a su benefactor plenipotenciario, Nord Alexis. Las masas aclaman a ambos e ignoran «si el presidente es el blanco o el negro».
El campesino ha prosperado. Dice: «Diez años atrás, el país estaba infestado por los ‘cacos’, los bandidos que nos robaban. Necesitaba tres días de borrico para llegar a la ciudad. Nada más llegar a Puerto Príncipe se nos reclutaba, ya fuera en provecho del gobierno o de los grupos revolucionarios que iban a cambiar las cosas y no las cambiaban nunca. Ahora no hay bandidos, no hay revolucionarios. Vivo en paz, planto lo que puedo, pago impuestos razonables y voy en autobús a la ciudad en cuatro horas».
Naturalmente que no veía insurgentes. La rebelión de los ‘cacos’ fue apaciguada en 1918 tras el asesinato de 16.000 presuntos sediciosos y sospechosos de serlo.
El mismo reportero que había acudido a Haití en busca de testimonios halló a un viejo en Turgeau, en un parque colonial de la barriada chic de Puerto Príncipe.
Dijo el negro de pelo blanco: «Desde mi infancia, y la infancia de mi padre, este jardín público era inseparable de nuestros juegos y travesuras. Pero mi nieto ya no va al jardín. Un día, cerca de la fuente, unos niños blancos gritaron: ¡Venid a ver a un pequeño ‘nigger’ vestido como un mono! Los viejos hemos necesitado mucho tiempo para comprender las cosas que los americanos han traído consigo. Para nosotros la palabra negro era como ario, nórdico, latino, lo que implicaba ciertas particularidades, pero ninguna vejatoria. Pero ahora a nuestros hijos les avergüenza ser negros o ser haitianos. Me dicen que los americanos han traído la prosperidad, la paz, la seguridad y mejoras de orden material. Pero, ¿compensa ello que hayan estrangulado nuestro orgullo y envenenado nuestras almas?»
Sería terreno abonado, veinte años después, para que Papa Doc manipule con su exaltación del vudú y la negritud a una buena parte de las turbas irritadas. Cuyo cabreo llegará al climax cuando la hipocresía internacional castigue al régimen con boicots que desmienten el espejismo del antes citado agricultor feliz, ya que únicamente repercuten en una población machacada por la bota del tirano y sus pretendidos aojamientos. Censo que, exceptuando a los criollos y blancos enriquecidos al límite mediante la rapiña fiduciaria, abandona toda esperanza y recurre de nuevo a un muy explicable bandidaje. Será reprimido de forma inicua por los Ton-Ton Macoute y sus listas negras, confeccionadas a capricho o con denuncias por rencillas.
La explotación de recursos mineros haitianos de cobre y bauxita, material que se emplea en la consecución de un cemento de mayor resistencia que el portland, se exporta en economía espectral fundamentada en trapicheos bursátiles y refugio de divisas. Todo ello desertifica un campo sometido a erosión y a talas descontroladas de bosques. Cualquier cataclismo hallará las mejores condiciones, allí, para ensañarse. Es cuestión de tiempo.
Enésima Carta Magna
Jamás cuidó Papa Doc, y menos los terratenientes extranjeros, de prevenir catástrofes caribeñas. En los ‘houmforts’ o refugios animistas se sigue confiando en la protección de Damballa, el dios serpiente, o en Legbá, genio de las encrucijadas. El habitat del país es de paja, adobe, penuria y holocaustos indiscriminados. Éstos corren a cargo de una policía secreta donde hallan refugio con rancho los lugareños fornidos en quienes ya no cabe el escrúpulo. (En los años de Aristide, los Ton-Ton Macoute retirados reclamarán sus pensiones). El terrorismo de Estado de condición física y espiritista -Papá Doc todo lo sabe y no sólo te asesina, luego te exhuma y convierte en zombie irrecuperable- fueron el pedestal del tirano en largos años de crueldad.
Asumirá François Duvalier el poder tras un periodo inestable que culmina con el derrocamiento de Paul Magloire. A Magloire, abogado y militar, le habían elegido en democracia orgánica. Antes de legitimarse por sufragio en octubre, sin embargo, Magloire ha protagonizado en mayo un golpe de Estado.
Su cuartelazo, que depuso a Dumarsais Estimé, se constituye en Junta Militar. La Carta Magna que subsigue es la número 22 en Haití desde 1805. Con Magloire el desarrollo se funda otra vez en inversiones leoninas extranjeras. Se hipoteca el propio país, lo cual acarreará una más de las muchas bancarrotas nacionales y, por hablar de las catastróficas consecuencias que hoy conmueven al mundo, a buenas horas, no se destina ni una piastra a fomentar infraestructuras con hormigón del lugar, una de sus escasas y prósperas industrias.
También se esfuerza el gobierno Magloire en acabar con la discriminación de la comunidad negra hacia la criolla o mestiza. Pero este presidente intenta perpetuarse en el cargo y provoca la cólera de la oposición y una huelga general revolucionaria. Así, un Duvalier que carece de carisma animista porque aún no ha sido consagrado como Papa Doc se beneficiará de esta revuelta, pero jamás permitirá otra cuando acceda al mando.
Desde 1956 hasta mayo de 1957 se suceden en Haití cuatro gobiernos provisionales cuyo proyecto sempiterno consiste en celebrar «elecciones libres, honestas y sinceras». Sin pucherazo. La última de ellas fracasa tras el mutis sobreactuado de un François Duvalier con mayor ambición que la de consejero raso y que acertará, bien asesorado, en su táctica del caos.
Al borde de la guerra civil, Daniel Fignolé accede a la presidencia provisional. Fignolé es racista, o sea, partidario de la supremacía negra, como Duvalier dice serlo. Se hace acompañar en gobierno bifronte por el general jefe del Ejército y personaje clave en esta historia: Antoine Kebreau.
Un gendarme sordo
Kebreau, que ha alcanzado tan alto empleo desde su condición de teniente de gendarmería del distrito Croix de Bouquet en los años 30, siempre hizo la vista gorda ante unas «ceremonias misteriosas'» que él sabía perfectamente dónde y cuándo tenían lugar y que en esas fechas estaban terminantemente prohibidas por la ley. Sobre el papel.
Católicos a machamartillo, los ricachos y latifundistas más que abominar del vudú lo desprecian y mofan como liturgia supersticiosa propia de la chusma. Así, los presidentes Joseph Borno y Eugène Roy mantendrán a los ‘papaloi’ y ‘mamaloi’ en un simulacro continuo de clandestinidad. Aunque los tambores retumben por los valles en noches escogidas, Kebreau se hace el sordo.
Al tanto de todas las citas en los ‘houmforts’ o templos de la religión ancestral, este poderoso teniente jamás desplegará mucho celo en reprimirla. Es más, no la coartará en absoluto. Sabía: uno, que no podría aplastar ese culto aunque lo intentara; y dos, que le iba a ser de gran utilidad a la hora de ayudar en la sombra a un Duvalier que utilizará las creencias africanas como baza para ganarse a las masas y, de paso, aterrorizarlas con su fama de telépata. Si Duvalier es Hitler, Kebreau será su Goëbbels.
(En España un Franco o un Mola africanistas y desprovistos de todo fervor cristiano se convertirán del día a la mañana, y por las mismas fechas, en paladines del catolicismo: hay que atraerse al Requeté mediante una mística fingida. Es la misma jugada que la de Kebreau y Papa Doc).
Logrará Fignolé gobernar, todo un récord a la baja, durante 19 días de 1957. Sus alegatos van a exasperar a las clases distinguidas que se sienten amenazadas por sus discursos radicales. Aunque, más que nada, lo que desasosiega a los rastacueros y arribistas es que Fignolé haya apaciguado los ánimos y conseguido la paz. La paz en Haití resulta peligrosa. En Haití y en todas las democracias disfrazadas
El 13 de juno de 1957, un Antoine Kebreau que ya es general en jefe y supuesto aliado de Fignolé, se le revuelve, lo destituye por las malas y lo envía al exilio. Sublevadas de nuevo las turbas, las fuerzas del orden y el ejército silencian al pueblo indignado a base de asesinatos. Tres mil cadáveres, más o menos, sirven esta vez de seria advertencia para quienes deseen vengarles.
El brujo Duvalier
La escalada a la presidencia de Papa Doc, que más que despenalizar el vudú lo proselitiza, y a quien Antoine Kebreau ha puesto la alfombra que lleva al trono otorgándole un currículo de apologeta de la negritud y sus latrías, coincide con otros acontecimientos próximos que en ultramar inquietan mucho a quienes tienen su propio taumaturgo: Mc Carthy. El cual, por cierto, en su civilizada patria ha logrado que los esposos Rosemberg, judíos y «espías atómicos», convictos aunque no confesos, sean declarados reos de muerte el 5 de abril de 1951.
Por otra parte, en Cienfuegos, Cuba, oficiales y suboficiales que simpatizan con los barbudos de Sierra Maestra y con el desembarco del Granma en diciembre de 1956, se levantan contra otro ex sargento vertiginosamente ascendido a dictador: Fulgencio Batista. Éste se refugia en Marbella, España, donde creará escuela.
En Guatemala se ha vivido la experiencia Arbenz, presidente socialista que, acusado de satélite de Moscú por los intereses de la United Fruit, será enviado al destierro. En Venezuela se libran de Pérez Jiménez, otra marioneta de EE.UU. que anula todo sufragio que le sea adverso, amañado o no, y que echa mano del tesoro como si fuera su cuenta corriente.
Es en este contexto donde, en Haití, se afianza Papa Doc. Facilitará la autoridad definitiva de unos blancos racistas a la viceversa. Los cuales le exigen que controle a los descontentos, que son la inmensa mayoría. Ya que éstos, sin poder expresarlo, ven cómo todo el capital se vuelca en intereses foráneos y los deja desprotegidos en cuanto a la construcción, los transportes, la vivienda, la alimentación y las exportaciones de la producción propia: ésta no aporta un chavo para el imprescindible desarrollo interior.
A modo de reafirmación USA, un duvalierismo más protegido por el Tío Sam que por Uedó, Damballa y Wangol juntos, se conforma como férrea dictadura autocrática a la que apoyan una minoría de hacendados con afán de monopolio, una clase criolla inmensamente acaudalada y una parte del lumpenproletariat a la que Papa Doc adula en descarada charlatanería.
Es, insistamos, un Hitler afro cuyo panteón -en el que no cree, como tampoco el Führer en el suyo- es la versión antillana de los Nibelungos, las Walkirias y las sagas hiperbóreas que imantan a unas masas en crisis de identidad. Identidad que el Führer, o Papa Doc. van a concederles. Fanatizándolas.
Otra opción espiritual
No se pretende aquí mostrar desprecio hacia una opción espiritual que para indignación católica incluye en sus liturgias símbolos como la cruz, los santos, la Virgen y el Nazareno en un entorno de calaveras, teas, sacrificios de animales, bayaderas a lo Beyoncé e himnos con tam-tam en lugar de armonio. Deidades crísticas, las citadas, que los nativos adoptan de inmediato como figurillas decorativas y dignas de culto. Es la santería, pronto explotada en Europa con simulacros sacaperras y tiendas de hechizos y adivinación.
Olvidaba la Iglesia establecida en Haití las criptas con momias de frailes, los ágapes en catacumbas, el éxodo de Moisés, en sus días herético. No se observa en el vudú ningún elemento esotérico que no conste en otros credos que contemplan como normales el exorcismo, la unción del crisma, la transfiguración o el ascenso a una peana de personajes que, dice el Vaticano, obraron milagros. Por no hablar de los creacionistas de la derechona yanki. Y qué decir de ese otro paganismo social de festejar al icono -tantas veces apócrifo- del barrio o del pueblo.
Qué decir, también, de un Islam que hoy, lo practique quien lo practique, es estigma y coartada para demonizar a Allah e invadir sus desiertos.
Presidente vitalicio
El 14 de junio de 1964, con Lyndon B. Johnson en la Casa Blanca, un François Duvalier que lleva ejerciendo de Papa Doc siete años, todo un Guiness, queda investido presidente vitalicio de Haití. Su mandato expiraba en 1963, pero la aprensión de los votantes hacia sus poderes ocultistas y los manejos en el recuento lo reeligieron por seis años más.
Porque junto al miedo físico que infunden los Ton-Ton Macoute, su guardia pretoriana, Papa Doc difunde y explota el rumor de su capacidad para el sortilegio. Subdominio estadounidense desde noviembre de 1915 tras endeudarse con la banca USA, los innúmeros gobiernos haitianos jamás se preocuparán de las antes citadas infraestructuras, pequeñas empresas y, sobre todo, cultivos que durante siglos habían sido ubérrimos y a los que la deforestación convierte en secarrales. Tampoco se promueven la creación de empleo ni la sanidad.
Ello provoca que Puerto Príncipe se sature en lo demográfico debido a la afluencia incontrolable de quienes ya no pueden vivir de sus pequeñas explotaciones agrarias y cuyo éxodo en busca de trabajo o de comida bloquea la capacidad de la metrópoli.
Haití es, pues, una crisis continua, finisecular e imparable. Los recursos, desde 1515, se atomizan. Se instala el país entonces, para irritación de las clases campesinas desahuciadas, en la hamaca de la usura a gran escala y el blanqueo de dinero. Tráfico de divisas que solo aprovechan sus patrocinadores, bucaneros del siglo XX que cuando se quiebre el cuerno de la abundancia abandonarán la isla dejando a su numerosa servidumbre en el polvo del camino y sin amparo ni futuro.
Teniente y virrey
Esos trapicheros bursátiles no dejarán en Haití más recursos que el armamento y los vehículos made in USA que a modo de compensación por su talante hospitalario les ha legado la superpotencia a los Duvalier. Dejan asimismo inhabitados y a merced de la jungla sus suntuosos palacetes de «terrazas al ras del suelo», tal y como testimonia un antropólogo de los años 1930, el neoyorquino Seabrook. Este investigador arriba a la isla y se aloja en Puerto Príncipe. Se muda después a una de las mansiones vacías, fantasmales y semiderruidas para estudiar en directo el fenómeno del vudú, de los papaloi y los houmforts. En uno de ellos escuchará el saludo al sol:
— Solei levé non l’est. Li couché lan Guinéa.
(El sol se levanta al este y se pone en Guinea).
De su primer guía y servidor dice Seabrook que «le habíamos dado diez piastras, equivalente a cincuenta francos, una cantidad elevada. El pobre estaba desnutrido y gracias al anticipo podría atiborrarse durante ocho días. Un pollo en Haití cuesta tres francos cincuenta».
En sus páginas reaparecen los dos símbolos de la situación. Un amigo suyo, el mayor USA Davis, «sentía una repugnancia instintiva sentándose a la mesa con ‘niggers’ haitianos». En cuanto al ya tan citado teniente Kebreau, era «un hombre gallardo, de edad madura, seis pies de alto, bello como una estatua de bronce, con bigotes en punta y una piel del mismo color que su cinturón o sus zapatos de charol».
En cuanto a la innegable connivencia del teniente y futuro general y valedor de Papa Doc con el vudú, afirma Seabrook que «ejercía en la meseta de Cul-de-Sac la autoridad política de un virrey». Y deja caer en lo tocante a los proscritos rituales: «No insinúo que favoreciese abiertamente las infracciones de la ley». Es más cierto, empero, «que en los demás distritos a cargo de un teniente o capitán blanco, en Léogane, por ejemplo, y en una aldea al este de Gonaives había ‘casas de misterio’ alineadas a simple vista en la carretera por donde pasaban los generales blancos».
Como la democracia aparente es condición sine qua non para sus protectores de allende el Golfo de México, el brujo y político Duvalier logra mediante fraudes y cacicazgos que lo ratifiquen como tal en plebiscito. Se trata de una más de las tiranías genocidas que las urnas bendicen y que le conceden plenos poderes tras un escrutinio manipulado o favorecido por sus métodos de castigo de opositores. Frente a las conspiraciones internas con intentos de invasión y revolución popular, Papa Doc refuerza aún más sus mecanismos represivos: tortura, delatores, sicarios sumergidos y propagación intensificada de su clarividencia como ‘papaloi’.
Los Léopards
Papa Doc fallece de muerte (sobre) natural en Puerto Príncipe, el 22 de abril de 1971. Un clima de intrigas palaciegas, sobre todo la que defiende a la viuda, concluye con el nombramiento de su hijo de 19 años Jean-Claude Duvalier, «Baby Doc», como heredero dinástico de la más inclemente de las dictaduras americanas.
Duvalier II, ya entronizado, declara su intención de proseguir en la tesitura administrativa de su padre con el apoyo «de los hombres fuertes del país». Envejecidos y arcaicos los Ton-Ton Macoute, espanto de enemigos y secuaces, Jean-Claude se pasa a la modernidad animista con un cuerpo paramilitar en plan Rangers a cuyos componentes bautiza como los Léopards. Se encargarán de la represión y la contrainsurgencia a fuerza de torturas, confites, ‘dedos’ y espías.
Durante esta segunda presidencia vitalicia de un Haití donde se ejerce impunemente el terrorismo de Estado, los Léopards se constituyen en brutales sayones que agentes especiales del gigante atlántico adiestran. EE.UU sólo cimenta en el país bases estratégicas y cloacas para los estraperlos multimillonarios de su banca. Los Léopards, pues, gozan de licencia para detener a capricho, arrancar falsas confesiones a la fuerza y, ante todo, coartar cualquier disensión o rebeldía latentes.
Papa Doc y sus poderosos compinchados, los diablos blancos, se desentendieron de todo progreso. Primaban la especulación y la perpetuación de latifundios yermos. De aquel lodazal proviene la hecatombe que hoy, con más o menos tartufismo, conmueve a los países desarrollados. Ya hemos visto la postura cínica de superstars que aportan cuantiosas limosnas y de ello alardean ante cámaras y vídeos. La picaresca no descansa, y acabo de recibir un ‘phishing’ macabro que me insta en nombre de la Cruz Roja británica a depositar una donación en sus cuentas.De nuevo narcisismo, currículo y vuelta al ruedo. También nos hacen yúyu unos marines que, si distribuyen alimentos y ayudan en salvamentos, lo hacen armados hasta los dientes. Quizás para tranquilizar a un paisanaje que teme el regreso de los ‘cacos’. En California supieron los EE.UU combatir a la amenazadora falla de San Andrés con sistemas de ingeniería y arquitectura de prevención. En Haití, ni siquiera se comportaron como los ilustrados padres de la Independencia. Su motto actual, y el de otros países, se enuncia así: Nada para el pueblo, pero con el pueblo.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.