Pasan ya más de 8 años desde que en Guatemala se firmaron unos Acuerdos de Paz que venían a poner término a la etapa de represión extrema y masiva desatada por parte del Estado (se le atribuyen más del 93% de las violaciones de derechos humanos), contra los pueblos que en su territorio habitan. Aquellos […]
Pasan ya más de 8 años desde que en Guatemala se firmaron unos Acuerdos de Paz que venían a poner término a la etapa de represión extrema y masiva desatada por parte del Estado (se le atribuyen más del 93% de las violaciones de derechos humanos), contra los pueblos que en su territorio habitan. Aquellos años, que se conocieron eufemísticamente como conflicto armado interno, dejaron tras de sí un reguero interminable de muerte (más de 200.000 asesinados), impusieron la angustia y la impunidad en la vida diaria de miles de familias (son todavía 50.000 las personas detenidas y desaparecidas) y grabaron en la memoria colectiva del Pueblo Maya la certeza del genocidio (un 83% de las víctimas pertenecen a este pueblo).
Durante los últimos años de paz (o, más bien, de ausencia de guerra abierta), la mayor parte de la sociedad guatemalteca se ha venido debatiendo entre la miseria y la pobreza (llegando a producirse situaciones sucesivas de hambrunas y emergencia alimentaria en Chiquimula, Alta Verapaz o Quiché), observando cómo las promesas de una etapa de paz y estabilidad se iban esfumando, al igual que las ansias de justicia de todo un pueblo. Aunque los fusiles callaron, los factores que dieron lugar a la guerra continúan ahondando una herida abierta y sangrante.
El escenario de la Guatemala actual poco ha cambiado con respecto a 1996: el país sigue padeciendo unos índices de pobreza insostenibles y crecientes, el racismo se mantiene como política de Estado y la represión es una más entre las respuestas públicas ante problemas cotidianos. Y es que la globalización encuentra acá un campo privilegiado para su aplicación, con una oligarquía profundamente conservadora que controla los puntos neurálgicos de la economía nacional, poniéndolos al servicio de intereses transnacionales; unos cuerpos represivos expertos en la represión del movimiento social y siempre dispuestos para actuar; y unas élites públicas totalmente dependientes de los poderes fácticos, que conforman la espina dorsal de un aparato estatal corrupto, reaccionario y comprometido con la línea política y económica de los poderosos.
Es en esta etapa de tímida transición democrática, que se da el cambio de gobierno en 2004, triunfando en las elecciones una coalición que aglutinaba a sectores diversos de la oligarquía nacional y el estamento militar. A priori, la victoria electoral de Oscar Berger, se pudiera mirar con buenos ojos, si tenemos en cuenta que uno de sus adversarios era Ríos Montt, el general que dirigió el genocidio a principios de los 80.
A partir de este hecho, que dotó al ahora presidente de un cierto tirón popular, confluyeron toda una serie de circunstancias que sentaron las bases para una investidura con todos los honores. A saber: varios (ex) activistas sociales de peso (encabezados por la Premio Nobel Rigoberta Menchú y el antiguo director del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos, Frank LaRue) entraron a formar parte del aparato de Gobierno; las relaciones con los actores internacionales (principalmente EEUU, Europa y sus respectivas empresas) se distendían; y la prensa nacional volvía a quedar bajo el control de los poderes públicos, tras una etapa de confrontación con un gobierno, el anterior del FRG, que osó cuestionar la hegemonía de las familias tradicionales (cierto es que fue para plantear la suya propia). De este modo, quedaron neutralizados los principales mecanismos de control y monitoreo de la acción estatal.
El nuevo gobierno no falló y aprovechó la artificial situación de estabilidad creada para imponer los dictados de una siniestra ideología, que aúna los elementos más rancios del anticomunismo y la contrainsurgencia, con la línea neoliberal más dura. Así, sin sujetos internacionales que presionen, con la oposición social descabezada y sin prensa que critique, Berger quedó libre para desatar sus impulsos, que no son otros que los que están en su misma composición: el racismo colonial (las clases dominantes guatemaltecas son de ascendencia europea y la discriminación étnica está en la base de su hegemonía), el afán de ganancias privadas (desde la invasión española, una minoría fue la dueña de tierras y seres humanos, que explotaron para su propio beneficio) y la represión antipopular (no podemos olvidar que fueron estos sectores los que sufragaron la guerra contrainsurgente desde 1954 hasta 1996).
Estos impulsos pasaron a plasmarse en leyes y políticas desde el momento mismo de la investidura de Berger: veto a la Ley que favorecía la comercialización de medicamentos genéricos; firma del TLC con EEUU; promoción de la explotación minera y maderera en el área rural; desalojo violento de tierras ocupadas; … Una vez más, Guatemala se convierte en objeto de despojo y rapiña a manos de los menos, de los sucesores de la Colonia, de los asesinos del pueblo.
Pero hoy, de nuevo, una sociedad golpeada hasta las raíces hace resonar su voz, movida por la urgencia de la sobrevivencia diaria y por la dignidad de miles de hombres y mujeres que aún sueñan con un mundo más justo. Vuelven a sonar tambores en Guatemala y los campesinos sin tierra ocupan fincas abandonadas y miles de indígenas cortan las carreteras contra la minería y contra el TLC y en la ciudad capital hierve la sangre de los jóvenes estudiantes, de los maestros y los sindicalistas.
Y hoy, otra vez, el poder responde como sabe: escupiendo muerte, sembrando odios, aplastando vidas. Nueva Linda (11 personas muertas, 9 de ellas, campesinos sin tierra), Tzampoj (5 campesinos asesinados, al menos uno de ellos, menor de edad), Los Encuentros (2 campesinos indígenas fallecidos), Colotenango (2 activistas contra el TLC asesinados)…
Estos son los nombres de modernas masacres, masacres de las que Berger es el responsable, el aparato represivo guatemalteco el ejecutor, la prensa el cómplice y los gobiernos occidentales los avalistas. ¿Les dejaremos contar también con nuestro silencio?