Es posible que con el título de este texto simpatizantes y detractores del proceso venezolano piensen con cierto automatismo que éste jugará a favor de dicho proceso. Sin embargo, nada más lejos de la intención verdadera. La campaña mediática y política desarrollada en estas últimas semanas contra el gobierno de Nicolás Maduro, que tiene sus […]
Es posible que con el título de este texto simpatizantes y detractores del proceso venezolano piensen con cierto automatismo que éste jugará a favor de dicho proceso.
Sin embargo, nada más lejos de la intención verdadera. La campaña mediática y política desarrollada en estas últimas semanas contra el gobierno de Nicolás Maduro, que tiene sus primeros pasos con el inicio del siglo y los cambios profundos en Venezuela, ha logrado estereotipos y condenas a priori ante la más mínima sospecha de cuestionamiento a la misma. De hecho, posiblemente alguno ya no leerá más a partir de aquí y tendrá ya reconfirmada su opinión (¿condena?) sobre texto y autor. Citar hoy conceptos como manipulación, soberanía o legitimidad del gobierno, democráticamente elegido en las últimas elecciones presidenciales según la observación internacional, harían saltar resortes de resquemor e insultos, seguro, de forma atropellada.
Pero mantengan la calma aquéllos que ya tengan el improperio dispuesto, por favor. La pretensión aquí y ahora es evidenciar no una defensa o ataque al proceso bolivariano sino el doble e interesado rasero existente a la hora de juzgar o ignorar países por parte de la mayoría de la clase política y mediática. También generar algunas interrogantes sobre estos últimos, los medios de comunicación masiva y su servidumbre a intereses claramente determinados por fines económicos y geopolíticos que les llevan a convertirse en ariete importante de los mismos. Mostrar la dicotomía entre cómo se observa, escribe, vigila a uno de los países más ricos del continente americano, por lo menos en cuanto a su tenencia de recursos naturales, y como por el contrario se invisibiliza, omite e ignora al país que, con absoluta seguridad, es el más pobre e injusto de ese mismo continente y para el cual no hay ayuda humanitaria ni grandes conciertos pese a su situación extrema al borde del precipicio.
Cualquier persona puede nombrar hoy al presidente de Venezuela, e incluso casi cualquiera tendrá presto un largo listado de pros y contras respecto a su gobierno y la situación que vive el país sudamericano. Sin embargo, la situación girará de forma radical si las interrogantes son respecto a Haití. Y ello, aunque la situación social, política y económica es infinitamente peor en el país caribeño. Habitualmente se dice que Haití ha sido históricamente castigado por haber sido el primer país latinoamericano en alcanzar su independencia (1804) de las metrópolis europeas y una revisión a su historia hace que esa venganza parezca ciertamente real y que la misma llega hasta nuestros días.
Al expolio permanente de sus escasas riquezas, principalmente agrarias, se suman las duras consecuencias de haber soportado durante varias décadas del siglo XX una de las dictaduras familiares más perversas y corruptas del continente, la de los Duvalier, que profundizó el círculo del empobrecimiento y explotación. En el año 2010 Haití sufrió uno de los terremotos más mortíferos habidos en los siglos recientes. Más de 300.000 víctimas mortales, otras 350.000 heridas y sobrepasando el millón y medio aquellas personas que se quedaron sin hogar. Y todo ello para un país que no alcanza los 11 millones de habitantes y que vio como la práctica totalidad del territorio quedaba arrasado o gravemente afectado, haciendo que la vida se convirtiera en pura y dura sobrevivencia. Por supuesto, en esos días se encendieron todas las alarmas de la ayuda humanitaria, promesas de reconstrucción incluidas; por supuesto también todas duraron lo que los focos de las cámaras de las televisiones sobre el terreno. Con el añadido de que lo poco que llegó respecto a lo prometido nunca alcanzó a la gran mayoría de la población; al contrario, se quedó en manos de la escuálida y corrupta oligarquía local y de los sucesivos gobiernos.
Toda esta situación de catástrofes naturales y artificiales ha ido agravando de forma paulatina la supervivencia de la población. Y ello explica que en estas últimas semanas Haití bordea la guerra civil con el continuo aumento de la protesta social, la cual exige abiertamente la salida del actual presidente del país, Jovenal Moïse, por su incompetencia, corrupción y no haber trabajado por la mejora de las condiciones de vida. Gobernante neoliberal, cercano a los Estados Unidos, que preside un país donde más del 70% de la población está bajo la línea de la pobreza (vive con menos de 2$ al día). Todo ello hace de Haití uno de los mayores ejemplos en el mundo de estado fallido, en el que se puede decir que prácticamente no hay salud, ni educación, ni trabajo, ni aquello que se nombra en las grandes declaraciones de Naciones Unidas como desarrollo. Y donde una pequeña clase enriquecida gobierna el estado como si de una finca azucarera de la época colonial esclavista se tratara.
Pero como decíamos más arriba, mientras desayunamos, comemos y cenamos con las informaciones sobre Venezuela y la enorme preocupación que una parte de la comunidad internacional dice sentir por la libertad, la democracia y los derechos humanos en este país sudamericano, no hay derechos para la población haitiana. No se hacen «colectas desinteresadas de ayuda humanitaria», no hay grandes conciertos con reconocidos artistas internacionales para denunciar lo que en Haití ocurre y para mejorar las condiciones de vida de la población castigada por que cometieron el horrible crimen de ser los primeros en liberarse de la colonia y acceder a su independencia, aunque ésta sea más sobre el papel que en la realidad.
Cierto es que la geopolítica y la riqueza en recursos juega en detrimento de la población haitiana y explica en gran medida ese doble rasero. Esta pequeña nación caribeña no tiene las principales reservas del mundo en petróleo, como es el caso de Venezuela. Tampoco ocupa un espacio geográfico determinante en el continente americano ni ha intentado, con mayor o menor éxito, construir alternativas al modelo neoliberal, el mismo que reina en Haití.
Por último, señalar que titulamos este texto en base a una comparativa entre Venezuela y Haití, sin embargo, podríamos haber hablado igualmente de Honduras por ejemplo, país del que diariamente su población huye hacia el norte por la falta de esperanzas para una vida digna. Población que se arriesga a caminar miles de kilómetros frente a mafias, criminalidad y muros y a la cual se la deniegan sus derechos más básicos y respecto a la que el mundo, especialmente el occidental, no repara. No ocupan titulares ni declaraciones, no hay ni condenas ni exigencias para su gobierno, igual que para Haití. Es otro ejemplo del doble rasero que la clase política, las élites económicas y los medios de comunicación a su servicio alimentan en el día a día hasta construir un imaginario colectivo que centra su atención solo en Venezuela, aunque el resto del continente latinoamericano pueda hundirse en el océano.
Jesus González Pazos. Miembro de Mugarik Gabe
@jgonzalezpazos
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