Sobran preámbulos e introducciones. No importa quien yo sea. Uno de tantos con el rostro cubierto. Nací en Nicaragua en medio de la guerra y de la Revolución de los 80. De mi madre aprendí el compromiso con el pueblo y con los valores del sandinismo. Y de mi padre… solo me quedó una foto […]
Sobran preámbulos e introducciones. No importa quien yo sea. Uno de tantos con el rostro cubierto. Nací en Nicaragua en medio de la guerra y de la Revolución de los 80. De mi madre aprendí el compromiso con el pueblo y con los valores del sandinismo. Y de mi padre… solo me quedó una foto vestido de miliciano donde me carga en sus brazos siendo yo un tierno recién nacido.
Soy uno de los tantos y tantas que se tuvieron que poner la máscara cuando el gobierno se la quitó.
Lo que hoy me impulsa -o mejor dicho me obliga- a escribir estas líneas es un sentimiento de «encachimbamiento» como decimos nosotros en Nicaragua – que me viene de muy adentro y que es muy ampliamente compartido.
Para entendernos mejor, primero les diré que el nicaragüense es de un natural afable y expresivo aunque suele ser bastante comedido en sus manifestaciones de enojo; como si demostrar públicamente su enfado (o «botar la gorra» como se suele decir popularmente) fuera un signo de debilidad. De manera que disponemos de una escala de emociones más extensa de lo habitual: cuando en el resto del mundo alguien está furioso, aquí se dice que está «muy molesto», y en esa peculiar escala, el grado superior tiene un nombre propio y genuino: «El encachimbamiento». El dictador Somoza pudo experimentar en sus carnes el alcance de este fenómeno y con muchas semejanzas, 40 años después, la dictadura bicéfala de Ortega-Murillo también lo está experimentando.