Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En la última década del siglo XX, una nación a menudo aclamada (sobre todo por sí misma) como la «mayor democracia del mundo» lideraba un programa de salvaje guerra económica contra un país roto e indefenso. Perpetrado con una frialdad burocrática inconmovible, el bloque mató, según estimaciones muy conservadoras, al menos a un millón de seres inocentes. Más de la mitad de esas víctimas eran niños muy pequeños.
Niños muertos. Miles de niños muertos. Decenas de miles de niños muertes. Cientos de miles de niños muertos. Montañas de niños muertos. Inmensos y terribles albañales de niños muertos. Eso es lo que la mayor democracia del mundo creó, deliberadamente, fríamente, como objetivo de política nacional cuidadosamente meditado.
El bloqueo se impuso por una sola razón: forzar la salida del recalcitrante dirigente del destrozado país, que en otro tiempo había sido aliado y cliente de la «mayor democracia del mundo» pero que ya no contaba con los suficientes parabienes para que le permitieran seguir gobernando su estratégicamente situada tierra y sus inmensos recursos energéticos. Los líderes de las dos facciones en dominio del poder en la «mayor democracia del mundo» acordaron que el asesinato deliberado de gente inocente -más gente de la que se asesinó en el comparable genocidio en Ruanda- era un precio aceptable a pagar por ese objetivo geopolítico. Para ellos, el juego -el aumento de sus ya tremendos y sin parangón riqueza y poder- merecía la pena, es decir: los espasmos de la muerte de un niño en la agonía final de la gastroenteritis o el cólera o cualquier otra enfermedad fácilmente evitable.
Es, sin comparación, una de las más notables -y horrendas- historias de la última mitad del siglo XX, superada sólo durante ese período por el Gran Salto Adelante de China y los millones de seres asesinados en los conflictos en Indochina, en los que la «mayor democracia del mundo» jugó tan decisivo papel. Pero sigue habiendo una «guerra invisible», como Joy Gordon la denomina en el título de su nuevo libro sobre Estados Unidos y las sanciones contra Iraq. No sólo es que los autores de ese paseo genocida que supera al de Ruanda siguen hoy aún entre nosotros, a salvo, sin alterarse, con honor, confort y privilegios. Es que algunos de ellos aún mantienen puestos de poder en el gobierno actual. Si su guerra salvaje fue invisible, de la misma forma ese hace invisible la sangre inocente que les empapa de la cabeza a los pies.
Andrew Cockburn ha escrito una excelente reseña -muy detallada- del trabajo de Gordon en la última London Review of Books, utilizando su propia y amplia experiencia en Iraq así como las exhaustivas pruebas que el libro ofrece. Merece la pena reflejar con detalle la reseña, aunque hay mucho más en la obra original, que también deberían leer.
Cockburn escribe:
«… Los múltiples desastres infligidos a Iraq desde la invasión anglo-estadounidense de 2003 han tendido a eclipsar la letalmente eficaz «guerra invisible» emprendida contra los civiles iraquíes entre agosto de 1990 y mayo de 2003, dotada por las Naciones Unidas de plenos poderes y con la inagotable atención de los gobiernos estadounidense y británico… Incluso en aquel momento las sanciones contra Iraq suscitaron sólo algún comentario público esporádico, y aún se prestó menos atención a las maniobras burocráticas en Washington, siempre con la obediente ayuda de Londres, que aseguró las muertes de medio millón de niños, entre otras consecuencias. En su excelente libro, Joy Gordon registra esas consecuencias en sus detalles horripilantes…»
Las sanciones se impusieron originalmente a Iraq después de que Saddam -que había recibido la famosa «luz verde» de la enviada del presidente estadounidense- invadiera Kuwait. Se dijo que las sanciones iban a suponer una especie de guerra breve para obligarle a retirarse; después se convirtieron en un instrumento de guerra cuando los combates empezaron. Y más tarde se trocaron en una extensión de la guerra por otros medios. Pero en todos los casos, como Gordon y Cockburn señalan, fueron sobre todo un arma para destruir la economía y la infraestructura civil del país. Cockburn escribe:
«… Cuando sobrevino la guerra, ésta se dirigió tanto contra la economía de Iraq como contra su ejército en Kuwait. Las características fundamentales de la campaña de bombardeos se diseñaron -como su principal planificador, el Coronel John Warden de la fuerza aérea estadounidense me explicó después- para destruir los ‘pilares fundamentales’ que hacían que Iraq funcionara como una sociedad industrial moderna. La fuerza aérea había estado soñando con conseguir eso desde antes de la Segunda Guerra Mundial, y Warden pensaba que la introducción de las ‘bombas inteligentes’ de precisión guiada lo permitirían ahora. Las centrales de energía eléctrica, los centros de telecomunicaciones, las refinerías de petróleo, las plantas de tratamiento de aguas residuales y otras infraestructuras clave iraquíes resultaron destruidas o gravemente dañadas. Warden, recuerdo, se sentía irritado de que esos bombardeos, añadidos a su esquema original, habían oscurecido el impacto de su ataque quirúrgico contra los pilares en que se apoyaba la sociedad moderna iraquí…
… El primer indicio de que el bloqueo proseguiría, aunque a Iraq se le hubiera desalojado de Kuwait, llegó en un brusco comentario de Bush en una conferencia de prensa el 16 de abril de 1991. No habría relaciones normales con Iraq, dijo, hasta que ‘Saddam Hussein esté fuera de allí’, i.e., ‘Proseguiremos con las sanciones económicas’. Se había recogido oficialmente que iban a levantarse las sanciones una vez que se hubiera compensado a Kuwait por los daños acarreados durante los seis meses de ocupación, y una vez que se confirmara que Iraq ya no poseía ‘armas de destrucción masiva’ ni capacidad para fabricarlas. Se creó una organización especial de inspección de la ONU, UNSCOM, encabezada por el diplomático sueco Rolf Ekeus, un veterano de las negociaciones sobre control de armamento. Pero en caso de que alguien no hubiera captado bien la declaración de Bush, su asesor adjunto de seguridad nacional, Robert Gates (ahora secretario de defensa de Obama), lo explicó detalladamente pocas semanas después: ‘Saddam se ha desacreditado y no puede redimirse. La comunidad mundial no va a aceptar nunca su liderazgo. Por tanto’, continuó Gates, ‘los iraquíes pagarán el precio mientras él siga en el poder. Se mantendrán todas las sanciones posibles hasta que se haya marchado»
Esa es la voz de hierro ensangrentada del hombre que el Progresista Premio Nóbel de la Paz ha conservado en la Casa Blanca para que dirija su maquinaria de guerra mientras calcina cuerpos humanos por todo el mundo, en Iraq, Afganistán, Pakistán, Yemen, Somalia, Filipinas, Colombia y docenas de otros países: una maquinaria de guerra compuesta de ejércitos oficiales, milicias secretas, escuadrones de la muerte, robots y mercenarios. Volviendo a Cockburn:
«A pesar de esta explícita confirmación de que la justificación oficial de las sanciones era irrelevante, el supuesto rechazo de Saddam a entregar su mortífero arsenal se blandiría por los sancionadores siempre que el precio que los iraquíes estaban pagando atrajera la atención del mundo exterior. Y aunque Bush y Gates afirmaban que Saddam, y no sus armas, era el objeto real de las sanciones, algunos funcionarios de los cuarteles de la CIA en Langley me aseguraron en aquel tiempo que la posibilidad de que la población, desesperada por las sanciones, derrocara al dictador era ‘la menos probable de las alternativas’. El empobrecimiento de Iraq -por no mencionar la exclusión de su petróleo del mercado global y del beneficio de los precios del petróleo- no era un medio para llegar a un fin: era el fin.»
Desde luego que hoy en día estamos viendo ponerse en marcha esa misma dinámica mientras Gates y un nuevo emperador temporal trabajan en el mismo esquema, con el mismo objetivo, sobre otra recalcitrante nación que desgraciadamente posee una ubicación estratégica e inmensos recursos energéticos. Incluso se está utilizando la misma y vergonzosa justificación: la no existente amenaza de las no existentes armas de destrucción masiva. Y, ¿por qué no? Mientras sigan cayendo inocentes de esa forma, los señores de la guerra seguirán usándola. Cockburn continúa:
«Cuando visité Iraq ese primer verano de sanciones tras la guerra, me encontré con una población aturdida por el desastre que estaba reduciendo su nivel de vida al del Tercer Mundo… Los doctores, la mayoría de ellos formados en Gran Bretaña, mostraban sus vacíos dispensarios. Por todas partes la gente preguntaba cuándo se iban a levantar las sanciones, asumiendo que, como mucho, podía ser cuestión de meses (una creencia inicialmente compartida por Saddam). La noción de que seguirían en pie una década después era inimaginable.
Los doctores no deberían haberse preocupado por nada. La Resolución 661 prohibía la venta o suministro de cualquier producto a Iraq… con la excepción explícita de los «suministros estrictamente dedicados a tareas médicas y, en circunstancias humanitarias, comestibles’. Sin embargo, cada producto que Iraq intentara importar, incluyendo alimentos y medicinas, tenía que ser aprobado por el ‘Comité 661’ creado a tal propósito y dotado con diplomáticos de los quince estados miembros del Consejo de Seguridad. El comité se reunía en secreto y apenas publicaba nada sobre sus procedimientos. Gracias a la desaparición de la Unión Soviética, EEUU podía ahora dominar las Naciones Unidas y utilizarlas para proporcionar una tapadera de legitimidad a sus unilaterales acciones.
El objetivo conocido del Comité 661 era revisar y autorizar las excepciones a las sanciones, pero como Gordon explica, su función actual era negar la importación hasta de los más inocuos productos justificándose en que podían, posiblemente, utilizarse en la producción de armas de destrucción masiva. Una ingeniosa disposición permitía que cualquier miembro del comité aplazara la aprobación de cualquier producto para el que se había solicitado autorización. Así pues, aunque otros miembros, incluso una mayoría, pudiera desear que se enviaran productos a Iraq, EEUU y su siempre bien dispuesto socio británico podía, y así lo hicieron, bloquear cualquier cosa que eligieran con la más pobre de las excusas… De esa forma, en los primeros años de la década de 1990 EEUU bloqueó, entre otros productos, la sal, pipas de agua, bicicletas infantiles, materiales utilizados para hacer pañales, equipamiento para procesar la leche en polvo y tela para hacer ropa. La lista se ampliaría más tarde hasta incluir relojes, calcetines, marcos de las ventanas, azulejos y pintura.
En 1991, los representantes estadounidenses sostuvieron con toda la energía que pudieron desplegar que no se debía permitir que Iraq importara leche en polvo porque no respondía a una necesidad humanitaria. Después, los diplomáticos sostuvieron obedientemente que una petición de vacunas infantiles, considerada ‘sospechosa’ por los expertos en armas de Washington, debería asimismo rechazarse.
Durante todo el período de sanciones, EEUU frustró los intentos iraquíes de importar las bombas que se necesitaban para las plantas de tratamiento del agua del Tigris, que se había convertido en una cloaca al aire libre gracias a la destrucción de dichas plantas de tratamiento de las aguas. El cloro, vital para tratar los suministros de agua contaminada, se prohibió asimismo alegando que podía utilizarse como arma química. Las consecuencias de todo esto se hicieron visibles en las salas de pediatría de los hospitales. Cada año aumentaba la cifra de bebés que morían antes de alcanzar su primer cumpleaños, de 1 de cada 30 en 1990, a 1 de cada 8 siete años después. Los especialistas sanitarios estaban de acuerdo en que el agua contaminada era la responsable: los niños eran especialmente sensibles a la gastroenteritis y cólera causadas por el agua sucia.»
¡Qué espanto todo! Pero, ¿qué hay del programa de la ONU de «Petróleo por Alimentos» que se puso eventualmente en marcha para proporcionar un hilo de productos a Iraq a cambio de los codiciados recursos energéticos? Como Cockburn señala, aunque la «guerra invisible» de sanciones que mató a medio millón de niños es ahora un suceso que nunca ocurrió en la conciencia estadounidense, el «escándalo» del Petróleo por Alimentos -Saddam jugando con el sistema mientras su pueblo sufría- todavía es en gran medida utilizado por los apologistas de la guerra de agresión de 2003. Éste, dicen, fue el escándalo verdadero, no el de todos esos bebés muertos. Cockburn:
«Bajo las condiciones del programa, gran parte del dinero fue inmediatamente desviado [por los bloqueadores dirigidos por EEUU] para pagar lo que los críticos denominaban como exigencias `inverosímilmente altas’ por parte de Kuwait a la hora de pedir indemnizaciones por los daños de la invasión de 1990, y para pagar las inspecciones de la UNSCOM y otros costes administrativos de la ONU en Iraq. Aunque el acuerdo permitía alguna mejora en los niveles de vida, no hubo cambio fundamental alguno: el Secretario General de la ONU, Kofi Annan, informó en noviembre de 1997 que, a pesar del programa, el 31% de los niños menores de cinco años sufría aún de desnutrición, que los suministros de agua potable y medicinas eran ‘en gran medida inadecuados’ y que la infraestructura sanitaria sufría un ‘deterioro excepcionalmente grave’.»
Para los iraquíes fue posible sacar alguna ventaja pecuniaria del programa Petróleo por Alimentos de las comisiones que sacaban de las compañías petroleras a quienes se favorecía con adjudicaciones, también de los comerciantes del trigo a los que compraban suministros. En 2004, mientras Iraq se desintegraba, el ‘escándalo del petróleo por alimentos’ fue aireado a bombo y platillo por la prensa estadounidense como ‘la mayor estafa de la historia’. El Congreso, que había guardado un silencio total durante los años de las sanciones, estalló ahora con denuncias sobre el fraude y los engaños del dictador caído, quien, con la supuesta complicidad de la ONU, había sido supuestamente la causa directa de tantas muertes.
Gordon pone todo esto en su contexto: «Bajo el programa Petróleo por Alimentos, el gobierno iraquí se hizo con el 10% de los contratos de importación y durante un breve tiempo recibió pagos ilícitos por las ventas del petróleo. Los dos factores combinados supusieron unos 2.000 millones de dólares… En cambio, en los catorce primeros meses de la ocupación [tras la invasión de 2003], la autoridad de la ocupación dirigida por EEUU redujo los fondos en 18.000 millones de dólares, dinero ganado de la venta de petróleo, la mayor parte del cual desapareció como el humo, sin control alguno y sin que el pueblo iraquí pudiera percibir nada del mismo. Quizá Saddam derrochó millones en palacios de mármol (en gran medida mal construidos, como sus posteriores ocupantes militares estadounidenses descubrieron) pero su codicia palidece en comparación con la de sus sucesores.
Como hemos señalado aquí a menudo anteriormente, los dirigentes británicos y estadounidenses que impusieron las asesinas sanciones sabían muy bien, durante muchos años, que Iraq no tenía en absoluto armas de destrucción masiva, ni siquiera un programa para desarrollar armas de destrucción masiva. Sabían que en el momento de la invasión de 2003, esos programas de armas de destrucción masiva (que en otro tiempo había apoyado con dinero secreto, créditos y «tecnología de doble uso» nada menos que George Herbert Walker Bush) llevaban doce años metidos en naftalina. Hablé de esto, por escrito, allá por 2003 -incluso Newsweek informaba de ello, ¡justo unas semanas antes de la guerra!- pero la verdad es que no había realmente espacio para la historia en la mente política estadounidense o en la memoria nacional. Por eso Cockburn y Gordon nos hacen tan buen servicio detallando de nuevo la historia. También añaden uno de los aspectos más críticos de la historia: los desesperados esfuerzos de Bill Clinton -sí, el viejo buen «Gran Hombre» de nuestros progresistas modernos- para suprimir la verdad y mantener las criminales sanciones y la deriva hacia la guerra, es demasiado fuerte:
«El estrangulamiento económico de Iraq se justificó sobre la base de la supuesta posesión de Saddam de armas nucleares, químicas o biológicas. Año tras año, los inspectores de la ONU peinaron Iraq en búsqueda de pruebas de que esas armas existían. Pero después de 1991, el primer año de las inspecciones, cuando se detectó y se destruyó toda la infraestructura del programa de armas nucleares de Iraq, junto con los misiles y un amplio arsenal de armas químicas, no se encontró ya nunca jamás nada. Dados los antecedentes de Saddam negando la existencia de su proyecto nuclear (su arsenal químico era bien conocido; lo había utilizado ampliamente en la guerra Irán-Iraq, con la aprobación de EEUU), los inspectores tenían algún motivo para sospechar, al menos hasta agosto de 1995. Fue entonces cuando Hussein Kamel, el yerno de Saddam y anterior supervisor de sus programas de armamento, huyó de repente a Jordania donde rindió completos informes a la CIA, el MI6 y la UNSCOM. En aquellas entrevistas, dejó perfectamente claro que en 1991 se había destruido todo el arsenal de armas de destrucción masiva, una confesión que sus interlocutores, incluidos los inspectores de la ONU, tuvieron gran cuidado en ocultar al mundo exterior.
Sin embargo, a principios de 1997, Rolf Ekeus llegó a la conclusión, como me contó muchos años después, de que debía informar al Consejo de Seguridad que Iraq no tenía armas de destrucción masiva y, por tanto, había cumplido con las Resoluciones de la ONU salvo en algún punto. Se sentía inclinado a recomendar que se levantaran las sanciones. Al saber de sus intenciones, a la administración Clinton se le pusieron los pelos de punta. El fin de las sanciones expondría a Clinton a los ataques republicanos por permitir que Saddam se fuera de rositas. El problema se resolvió, me explicó Ekeus, consiguiendo que Madeleine Albright, recién instalada como secretaria de estado, declarara en un discurso público el 26 de marzo de 1997 que «no estamos de acuerdo con las naciones que defienden que si Iraq cumple con sus obligaciones en relación con las armas de destrucción masiva, deben levantarse las sanciones’. El previsible resultado fue que Saddam no tuvo más interés en cooperar con los inspectores. Esto provocó una escalada de enfrentamientos entre el equipo de la UNSCOM y los funcionarios de la seguridad iraquí que acabó con la expulsión de los inspectores, con las proclamas de que Saddam «se negaba a desarmarse» y, finalmente, con la guerra.»
Ahí lo tienen. Clinton no quería que se levantaran las sanciones; no quería que se dejaran de arrojar los cuerpos de los niños muertos en el terrible albañal. Como siempre, cuando uno suponía que se había alcanzado un punto de referencia -en este caso, la eliminación de las armas y los programas de armas de destrucción masiva- van y se cambian simplemente las reglas. Vemos esto también respecto a Irán. Obama presentó lo que pretendía ser una gran solución «diplomática» haciendo que Irán enviara su combustible nuclear a Brasil y Turquía para que estos dos países lo procesaran. Este fue desde luego, un mero gesto hueco que perseguía mostrar lo intransigente y poco fiable que Irán realmente es; esos mullahs tan ansiosos de tener armas nucleares rechazarían el acuerdo. Pero cuando Irán llego a ese acuerdo con Brasil y Turquía para hacer exactamente lo que Obama quería que hiciera, fue denunciado de inmediato -por Obama- como… una demostración de cuán intransigente y poco digno de confianza es realmente Irán. Logren un hito y los amos sencillamente cambiarán las reglas. Así es como funciona hasta que consiguen lo que quieren: un cambio de régimen en tierras estratégicas repletas de recursos naturales.
Cockburn señala otro efecto de las sanciones que casi siempre se pasa por alto:
«Dennis Halliday, el coordinador humanitario para Iraq de la ONU que dimitió en 1998 en protesta por lo que llamó régimen ‘genocida’ de sanciones, describió en aquel momento sus efectos más insidiosos sobre la sociedad iraquí. Toda una generación de jóvenes había crecido aislada del mundo exterior. Los comparaba, inquietantemente, con los huérfanos de Afganistán de la guerra con Rusia que más tarde formaron los talibanes. ‘Debería preocuparnos al menos la posibilidad de que se desarrolle de forma más intensa el pensamiento fundamentalista islámico’, advertía Halliday. ‘No se comprende que ésa puede ser una consecuencia posible del régimen de sanciones. Estamos empujando a la gente para que adopte posiciones extremas’. Esa fue la sociedad que los ejércitos de EEUU y el Reino Unido enfrentaron en 2003: empobrecida, extremista e iracunda. Mientras ellos cuentan las víctimas que cada día sufren a causa de las bombas colocadas en los arcenes y los ataques suicidas, Occidente debería pensárselo muy cuidadosamente antes de desplegar una vez más ‘el instrumento perfecto’ del bloqueo.
Pero, por supuesto, como hemos indicado a menudo en estas líneas, eso parece ser exactamente lo que quieren: un suministro constante de extremistas en los que se pueda confiar para mantener avivados los rentables fuegos de la Guerra del Terror: llamas que a su vez alimentan los monstruosos motores de la Maquinaria de Guerra y sus retoños de la Seguridad, ambos devorados desde hace mucho tiempo por los residuos de la república estadounidense y que están ahora sufriendo una metástasis a velocidad vertiginosa, casi más allá de cualquier comprensión humana.
Niños muertos. Miles de niños muertos. La montaña, el albañal se va haciendo cada vez más alto. Y aún sigue la gente dormida…
rCR