Irán, sin que en ningún momento haya salido de sus fronteras, es un peligro, incluido el nuclear, cuando ni puede competir con las doscientas cabezas nucleares israelíes o los cientos o miles que Estados Unidos tiene en la zona o rodeando a Irán, del que precisamente, dicen sentirse amenazados los países generadores de la tensión […]
Irán, sin que en ningún momento haya salido de sus fronteras, es un peligro, incluido el nuclear, cuando ni puede competir con las doscientas cabezas nucleares israelíes o los cientos o miles que Estados Unidos tiene en la zona o rodeando a Irán, del que precisamente, dicen sentirse amenazados los países generadores de la tensión y de los conflictos en la zona; Estados Unidos, Israel y la Unión Europea. La Agencia Internacional de la Energía Atómica no ejerce ningún control sobre estas armas y pretende limitar el uso no militar iraní, a quién ha controlado permanentemente, repitiendo la burla de las inspecciones realizadas en Iraq.
En 1988 el buque de guerra estadounidense Vicennes derriba al avión civil iraní Airbus A-300, asesinando a los 290 pasajeros, al dispararle dos misiles tierra-aire, cuando realizaba el vuelo regular «Irán Air 665», por el pasillo aéreo «Ambar 59» así denominado y catalogado internacionalmente dentro del espacio aéreo iraní. Naciones Unidas reúne al Consejo de Seguridad -sólo a petición de Irán- que dicta la tibia Resolución 616 lamentando la tragedia, pero sin más. Los titubeos y falsedades presentadas por Estados Unidos, en un mar de contradicciones, le denuncian como responsable del crimen, de la provocación premeditada y del ataque y derribo del avión.
Ha de sumarse, todo esto, al enorme desgaste de la guerra 1980-1988 entre Iraq e Irán donde los principales países europeos: Reino Unido, Francia, Alemania, España, etc., más las monarquías títeres, encabezadas por Arabia Saudí, quiénes alientan y apoyan suministrando toda clase de armas, químicas incluidas, a Sadam Hussein, con la colaboración y tutela -como no- de Estados Unidos, mientras Naciones Unidas se pasa toda la década mirando para otro lado. Al mismo tiempo, la Administración Reagan -y no paradójicamente- suministra también información y armas a Irán (escándalo Irangate), lo mismo que Israel.
Un millón de muertos, dos millones de heridos e Irán e Iraq destrozados. Ese era el fin y el objetivo de la intervención; desangrar vidas y recursos de dos países cuya evolución no era nada favorable a los intereses estadounidense y europeos. Iraq, con el petróleo nacionalizado, un régimen laico y de espaldas a Occidente, no convenía a las monarquías fundamentalistas de la zona, ni a los intereses geoestratégicos del imperio. Por otra parte, la revolución iraní de Jomeini en 1979 (donde la teocracia y otros problemas, son parte del aprendizaje democrático y que sólo a ellos les incumbe), dispuesta también a nacionalizar sus recursos energéticos, a rechazar la invasión cultural de Occidente y a seguir una ética propia, en lo político y en lo social, enfrentándose a la corrupción y subordinación de las monarquías y regímenes vecinos.
Con este panorama, la estrategia estaba definida: guerra, lo más interminable y cruenta, que les depauperase lo más posible, como así ha sucedido, pero, no siendo suficiente, EE.UU. recurre a la agresión militar contra plataformas de petróleo iraníes, bloqueo y sanciones económicas (Ley D’Amato) condenadas, incluso, por Naciones Unidas, y que aún continúan.
Estados Unidos, Israel y la Unión Europea siguen con el plan de desestabilización permanente de Oriente Medio, por sus recursos y por la amenaza que supone cualquier discrepancia en la zona, financiando con millones de dólares la injerencia y oposición exterior del heredero del depuesto Sha de Persia, a quién precisamente el Jefe del Estado español invitaba a la boda real en mayo de 2004 en Madrid, a la que acudió junto con la emperatriz Farah Diva, viuda del Sha. El conflicto diplomático originado es resuelto por el Gobierno, alegando que es una invitación privada de la casa Real, y así se elude la protesta iraní.
En este contexto, Ahmadineyad revuelve las tripas de occidente preguntando por qué si los europeos afirman que quemaron a seis millones de judíos en la II Guerra Mundial, y encarcela a quién lo niegue, cuando ellos -los europeos- son los que cometieron el genocidio. ¿Por qué -se pregunta- ha de pagar el pueblo palestino este crimen que no ha cometido? Europa (y sus cristianos) han de ser -dice- como responsables, los que les cedan un trozo de su tierra en Europa o Estados Unidos para que los judíos establezcan su país y no a expensas del exterminio del pueblo palestino, imponiéndoles el estado ficticio de Israel, con su régimen sionista, al que condena y dice que debe desaparecer, como el apartheid o el racismo, proponiendo como solución, un referéndum donde participen ciudadanos palestinos de todas las confesiones; musulmanes, cristianos y judíos, para que decidan el Gobierno que regente Palestina, que cuenta con cinco millones judíos, cinco millones de árabes y otros cinco millones de refugiados en el exilio.
Los multitudinarios discursos del Presidente Ahmadineyad, con su peculiar religiosidad islámica, no contienen amenazas o intervencionismos. Tampoco se considera portador de revelaciones divinas al estilo Bush o mensajes tipo Pax Americana. ¿Dónde está el peligro y quién es el peligroso?