Las exigencias de las corporaciones y las presiones de los países industrializados para expandir el sistema de patentes a escala mundial, se apoyan en el argumento de que las patentes promueven la innovación y contribuyen al bienestar social, político y económico, con independencia del nivel de desarrollo de los países que las otorgan y las […]
Las exigencias de las corporaciones y las presiones de los países industrializados para expandir el sistema de patentes a escala mundial, se apoyan en el argumento de que las patentes promueven la innovación y contribuyen al bienestar social, político y económico, con independencia del nivel de desarrollo de los países que las otorgan y las aplican.
Esta tesis ignora el hecho de que las patentes no tienen el mismo impacto en países con diferentes niveles de industrialización, capacidad de investigación y desarrollo, y acceso a capitales para financiar la innovación, entre otras características.
Significativamente, es cada vez mayor el número de estudios académicos que refutan la suposición de que las patentes son indispensables para incentivar la innovación, aún en los países industrializados, o para impulsar el desarrollo económico.
Mientras algunos estudiosos abogan por una reforma sustancial del sistema de patentes, otros proponen su abolición.
En un estudio realizado por Michele Boldrin y David K. Levine se afirma que, «pese al enorme incremento en el número de patentes y al fortalecimiento de su protección legal, no se ha comprobado una paralela aceleración en el campo del progreso tecnológico, ni un aumento en los niveles de investigación y desarrollo. Por el contrario, hay amplia evidencia de que las patentes implican muchas consecuencias negativas».
La función del sistema de patentes es por lo tanto controvertida, particularmente en los países del Sur en desarrollo.
En los últimos 25 años se ha enfatizado el concepto de que la propiedad intelectual es una propiedad a todos los efectos. Se ha teorizado su condición de derecho natural para justificar el incansable esfuerzo de los países industrializados en pos de incrementar el alcance y la protección de la propiedad intelectual, en particular para las patentes.
La idea de que las patentes son una propiedad ha servido de sostén ideológico para extender el término de protección y reforzar los derechos exclusivos que conceden las patentes.
La exclusividad limita el uso del conocimiento -que es, por su naturaleza, un bien público- y la competencia, y por lo tanto desalienta la innovación y afecta los intereses de los consumidores
En efecto, nadie puede producir o comercializar una invención protegida durante el tiempo de vigencia de una patente, salvo autorización del dueño de la patente o mediante licencia obligatoria, que raras veces se otorga.
Sin embargo, los derechos que las patentes confieren se basan en parciales y a veces imperfectas evaluaciones. Los exámenes que efectúan las oficinas de patentes no son suficientes para llegar a juicios definitivos al adjudicar una patente.
Además, es incierta la validez de las patentes en relación a los límites de la protección que corresponde a cada licencia individual. Según el académico australiano Peter Drahos, «a diferencia de los lotes de tierra, las patentes no tienen lindes que las delimiten».
A esto se agrega que cada sistema judicial tiene su propia teoría y metodología para determinar lo que puede ser o no patentado.
Otro problema fundamental con el sistema de patentes es que sus responsables suelen operar con una capacidad limitada para examinar el grado de innovación de las solicitudes que reciben y que tienen como contexto una serie de ficciones legales creadas por los legisladores, las oficinas de patentes, y los sistemas judiciales.
Esas ficciones legales son frecuentemente aplicadas dogmáticamente, sin una evaluación crítica sobre la justificación y las implicaciones.
En algunos países una patente se otorga luego de un examen que permita establecer si se encuadra dentro de los parámetros de las respectivas legislaciones, que generalmente exigen innovación, utilidad y aplicabilidad industrial.
Pero otros países -como Luxemburgo o Sudáfrica- confieren patentes sin examinarlas rigurosamente o -como Suiza y Francia- sin evaluar su nivel de innovación.
Las oficinas de patentes en los países en desarrollo, excepto China, reciben un número de solicitudes muy inferior a las de los países industrializados.
Pero algunos de ellos -como Argentina, India y Tailandia- han impuesto, por vía legislativa o reglamentaria, medidas para limitar la concesión de patentes y someterlas a rigurosos exámenes, a fin de frenar la proliferación de licencias, especialmente de fármacos.
Las consecuencias de la falta de exigencias y exámenes rigurosos pueden verse, por ejemplo, en el caso de Sudáfrica, donde se han aprobado millares de patentes que, aunque protegen cambios superficiales, impiden la producción o la importación de medicinas genéricas menos costosas.
Recientemente, el gobierno sudafricano anunció un cambio de política que consistirá en exámenes rigurosos, al menos para los fármacos.
Las corporaciones farmacéuticas han reaccionado con una enérgica oposición, y están planeando una campaña encubierta para eliminar la medida.
Lamentablemente, muchas oficinas de patentes operan con la presunción de que su función es la de conceder tantas patentes como sea posible.
Con frecuencia, los solicitantes son considerados «clientes». El resultado es el deterioro de los procesos de evaluación de patentes.
Las oficinas de patentes deben actuar como servidoras del interés público, no como servidoras de los solicitantes de licencias, y deben proteger a los consumidores contra la aprobación de patentes inválidas, que implican costos innecesarios y confieren un injustificado poder de mercado a las grandes empresas.
Carlos M. Correa es el asesor especial sobre comercio y cuestiones de la propiedad intelectual del intergubernamentalCentro del Sur, con sede en Ginebra.