Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
La tragedia que constituye la historia de Afganistán se perdió como consecuencia del 11-S. Desde ese momento, a los ojos de un Occidente que ahora clamaba por venganza, fue un país reducido a no ser otra cosa que una base terrorista y un campo de entrenamiento dirigido con la bendición de un régimen que dio un nuevo significado a la palabra mal. Pero antes del 11-S esos mismos terroristas habían conquistado el afecto paternal de los burócratas del gobierno en Washington como una banda de valerosos combatientes por la libertad quienes, con la ayuda de EE.UU., habían tenido éxito en obligar a la Unión Soviética a abandonar un país que había invadido para agregarlo a su imperio del mal – por lo menos según Reagan y la camarilla de fanáticos derechistas que formaron su gobierno.
Pero comprender por qué Afganistán fue y sigue siendo tan importante para los intereses estratégicos de EE.UU. es comprender el papel que ha jugado a través de su historia en la lucha global por el imperio y la hegemonía librada por las grandes potencias. Este país místico, que ocupa un lugar estratégico a lo largo de la antigua Ruta de la Seda entre Oriente Próximo, Asia Central y el subcontinente indio, ha sido objeto de una feroz rivalidad entre imperios globales desde el Siglo XIX, cuando los imperios británico y ruso compitieron por el control de los lucrativos despojos que se encontraban en el subcontinente indio y en Asia Central en lo que llegó a ser conocido como el «Gran Juego.» Los británicos deseaban controlar Afganistán como un Estado tapón contra la influencia rusa en Persia (Irán) a fin de proteger sus propios intereses en India, que en esa época era la joya en la corona de un imperio que cubría todo un tercio del globo.
Dos guerras anglo-afganas fueron libradas durante este período. La primera resultó en la aniquilación total de un ejército británico de 16.000 soldados en 1842, la segunda en la retirada de las fuerzas británicas en 1880, aunque los británicos conservaron el control nominal sobre los asuntos exteriores de Afganistán. Este control duró hasta 1919, cuando después de una tercera guerra anglo-afgana los británicos firmaron el Tratado de Rawalpindi, anunciando el comienzo de la total independencia afgana de Gran Bretaña.
En cuanto a su desarrollo, Afganistán permaneció libre de la industrialización que se extendió por el subcontinente en la época, cuando la clase mercantil británica se dedicó al saqueo y la explotación generalizados de los recursos humanos y naturales de India. Al contrario, el valor de Afganistán para los imperios británico y ruso fue únicamente estratégico, lo que, junto con una escasez de recursos naturales y un terreno escabroso, montañoso, difícil de atravesar, se sumó para retrasar el desarrollo económico del país. Una economía agraria primitiva predominó en Afganistán, apoyando un sistema feudal de control que ha continuado en el campo de una u otra manera hasta nuestros días, con señores de la guerra que poseen el poder de vida y muerte sobre los que viven bajo su autoridad.
Habiendo dicho eso, hubo un punto en la torturada historia de Afganistán en el que su futuro pareció brillante, cuando casi tuvo éxito un decidido esfuerzo por arrancar al país y a su pueblo del feudalismo agrario retrógrado.
Comenzó con la formación del Partido Popular Democrático de Afganistán (PAPA), comunista, en los años sesenta, que se opuso al régimen autocrático del rey Zahir Shar. El crecimiento en la popularidad del PDPA terminó por llevarlo a tomar el control del país en 1978, después de un golpe que removió del poder al primo del antiguo rey, Mohammed Daud.
El golpe tuvo apoyo popular en los pueblos y ciudades, evidenciado en informes publicados en periódicos de EE.UU. El Wall Street Journal, que no es amigo de movimientos revolucionarios, informó en la época que ‘150.000 personas marcharon para honrar la nueva bandera. Los participantes parecieron genuinamente entusiastas.’ El Washington Post informó que ‘es difícil cuestionar la lealtad afgana al gobierno.’
Después de tomar el poder, el nuevo gobierno introdujo un programa de reformas para abolir el poder feudal en el campo, garantizar la libertad de religión, junto con la igualdad de derechos para las mujeres y las minorías étnicas. Miles de prisioneros del antiguo régimen fueron liberados y se quemaron los archivos policiales en un gesto destinado a subrayar el fin de la represión. En las partes más pobres de Afganistán, donde la expectativa de vida era de 35 años, donde la mortalidad infantil era de uno en tres, se suministró atención sanitaria. Además, se emprendió una campaña de alfabetización de masas, desesperadamente necesitada en una sociedad en la que un 90% de la población no sabía ni leer ni escribir.
El ritmo de progreso resultante fue asombroso. A fines de los años ochenta, la mitad de todos los estudiantes universitarios en Afganistán eran mujeres, y las mujeres componían un 40% de los doctores del país, un 70% de los maestros, y un 30% de los empleados públicos. En ‘New Rulers Of The World’ (Verso, 2002), John Pilger relata la memoria de ese período a través de los ojos de un mujer afgana, Saira Noorani, una cirujana que escapó de los talibán en 2001. Dijo: «Toda muchacha pudo ir a la escuela secundaria y a la universidad. Podíamos ir donde quisiéramos y ponernos lo que nos gustaba. Solíamos ir a los cafés y al cine a ver las últimas películas indias. Todo comenzó a andar mal cuando los muyahidín comenzaron a vencer. Solían matar a los maestros y quemar escuelas. Es triste pensar que ésa fue la gente apoyada por Occidente.»
Bajo el pretexto de que el gobierno afgano era un títere soviético, lo que era falso, el gobierno de Carter de aquel entonces autorizó el financiamiento clandestino de grupos tribales de oposición, cuya existencia feudal tradicional había sido atacada por esas reformas. Se destinaron inicialmente 500 millones de dólares, dinero utilizado para armas y entrenar a los rebeldes en el arte de la guerra en campos secretos establecidos específicamente para esa tarea al otro lado de la frontera en Pakistán. Esta oposición llegó a ser conocida como de los muyahidín, y así comenzó una campaña de asesinatos y terror que, seis meses más tarde, llevó a que el gobierno afgano en Kabul solicitara la ayuda de la Unión Soviética. El gobierno soviético cumplió con lo que se le pedía y las fuerzas soviéticas entraron al país en 1979, y permanecieron durante diez años antes de retirarse. Posteriormente Afganistán cayó en el abismo de la intolerancia religiosa, la pobreza más abyecta, el régimen de los señores de la guerra y a la violencia que ha plagado al país desde entonces.
Es un punto que vale la pena subrayar. Contrariamente a la ‘historia oficial’ de ese período, los muyahidín no se alzaron en respuesta a una invasión soviética hostil de Afganistán. La verdad es que la Unión Soviética intervino a pedido del gobierno afgano como reacción ante la inestabilidad provocada por una insurgencia financiada y armada por EE.UU.
La respuesta al motivo por el que EE.UU. armó, financió y entrenó a una insurgencia que incluía a fanáticos religiosos en Afganistán es fácil: es por el mismo motivo por el que sucesivos gobiernos de EE.UU. han armado, financiado y entrenado a insurgentes y escuadrones de la muerte en cualquier parte del mundo en la que gobiernos y movimientos progresistas, laicos y tendientes a la izquierda han intentado instituir la justicia social y económica: a fin detener la extensión de un buen ejemplo.
Con el colapso de la Unión Soviética en 1991, tres años después de la retirada de los soviéticos de Afganistán, EE.UU. comenzó a buscar la hegemonía global que continúa hasta ahora y que es la base para las ocupaciones de Iraq y Afganistán. Desde luego, todo el mundo ya sabe que lo que posee Iraq, y que EE.UU. necesita y codicia, son sus inmensos y fácilmente accesibles yacimientos de petróleo. Respecto a Afganistán, igual que los británicos y los rusos en el Siglo XIX, su ubicación estratégica da la respuesta. El fin de la Unión Soviética significó que los inmensos yacimientos de petróleo crudo ubicados en la cuenca del Caspio estaban a disposición del que quisiera echarles mano. Lo que necesitaban las corporaciones energéticas de EE.UU. era un oleoducto para transportar ese crudo a fin de embarcarlo desde el puerto ‘amigo’ más cercano. Irán no era una opción, lo que dejó a Afganistán como la única alternativa viable; el oleoducto propuesto debía pasar a través, hacia Pakistán, al puerto de Karachi ubicado en la costa del Mar Arábigo. En 1996, una delegación talibán de alto rango voló a reunirse con ejecutivos de Unocal en su central en Houston, Texas, para discutir la construcción de este oleoducto a través de Afganistán. El gobernador de Texas en la época no era otro que George W Bush. A pesar de que gobernaban un país en el que las mujeres eran lapidadas por adulterio, en el que hombres eran torturados y se les amputaban las piernas por crímenes leves, en el que estaba prohibida la música y la televisión, en el que era ilegal que las niñas fueran a la escuela, esos altos representantes del talibán recibieron un tratamiento de alfombra roja – alojados en un hotel de cinco estrellas, e incluso se les organizó una visita VIP a Disneyworld en Florida. Sin embargo, después de su partida se consideró que no se podía confiar en ellos y se archivó el plan para el oleoducto.
Con el 11-S llegó la oportunidad que estaba esperando la petróleocracia estadounidense, sin duda su antiguo deseo de un oleoducto a través de Afganistán agregó ímpetu a una invasión organizada para quitar de en medio a antiguos aliados de EE.UU. como los talibán y Osama bin Laden. Cuatro años después, lo único que se ha logrado es que Afganistán se distinga por ser el mayor productor de heroína del mundo, y el alcance del asediado gobierno de Karzai instalado por EE.UU. no llega más allá de Kabul.
En última instancia, el pantano de odio, oscurantismo y fanatismo religioso del que emergieron Osama Bin Laden, Al Qaeda y los talibán en Afganistán fue una creación de EE.UU. EE.UU. armó, financió y entrenó a numerosos hombres como un ejército testaferro durante la Guerra Fría. A sus ojos, la barbarie y el salvajismo infligido al pueblo de Afganistán como resultado fue un precio que valió la pena, igual como vale la pena el salvajismo y la barbarie que se inflige a Iraq.
La tragedia para Afganistán, para su pueblo, es que su futuro podría haber sido tan diferente.
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John Wight vive en Edinburgo, Escocia. Para contactos, escriba a: [email protected]
http://www.counterpunch.org/wright08232007.html