Introducción Occidente se ha diferenciado de otros pueblos por tratar de imponer siempre su modelo, su ley, ya sea en el ámbito religioso, cultural y, cómo no, militar y económico, y no ha vacilado, no ya en invadir otros pueblos por razones de subsistencia, sino en utilizar todos los medios a su alcance para enriquecerse […]
Introducción
Occidente se ha diferenciado de otros pueblos por tratar de imponer siempre su modelo, su ley, ya sea en el ámbito religioso, cultural y, cómo no, militar y económico, y no ha vacilado, no ya en invadir otros pueblos por razones de subsistencia, sino en utilizar todos los medios a su alcance para enriquecerse desmesuradamente, pasando por encima de los derechos y libertades de todo el que se pusiera por delante pensando que la razón, e incluso Dios, estaba de su parte. Y, puesta esta cuestión sobre la mesa, habría que preguntarse: ¿qué habría sido de los mal llamados países tercermundistas o subdesarrollados si Occidente no hubiera intervenido en ellos en ningún momento de su historia, como exportador de ideología, esclavismo físico o económico o pretendido desarrollo? Ésta es la cuestión (una cuestión que en sí misma lleva implícita la resistencia a creer que existen causas endógenas a la miseria en la que están sumidos muchos países del Sur) que se plantea este artículo.
Pero, como se suele decir: «eso nunca lo sabremos». Ni siquiera podemos saber que habría pasado si no hubiéramos intentado, teóricamente, subvertir los efectos negativos del expolio, la evangelización, el esclavismo y la colonización mediante iniciativas como la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) o, más recientemente, mediante el auge de Organizaciones No Gubernamentales para el Desarrollo -ONGD- (y digo «teóricamente» porque no es una novedad afirmar la falsedad de estos enunciados en el primer caso, y es uno de los objetivos del presente artículo demostrar que en la mayoría de las ocasiones así ha sido también en el segundo).
Quizá no lo sepamos, pero podemos imaginarlos: al menos, no habría ido mucho peor.
Muchos estudiosos han hablado del fracaso de este modelo de desarrollo y propuesto soluciones para mejorarlo. Este artículo se limitará, sencillamente, a inscribir estos fracasos dentro de la condición humana y el momento histórico, para intentar dar a la cooperación internacional una imagen más sólida, coherente y desprovista de mitología, y para que de esta manera podamos acercarnos y participar en ella conscientes de las muchas dificultades que tiene llevar las ideas a la práctica en un mundo que nunca, y menos ahora, ha sido partidario de los más desfavorecidos.
Pues, aunque sea utópico, es hora de que esto se acabe
¿Cómo empezó todo?
El concepto de desarrollo lo inventó Truman en 1949, para impedir que los países más empobrecidos fueran absorbidos por la esfera soviética, y con un afán neocolonizador-tras-la-descolonización. La historia es bien sabida, pero a pasar de todo haremos un breve resumen basándonos en Escobar (1).
El día 20 de enero de 1949, Henry Truman, presidente de EEUU, anunció al mundo su política de «trato justo»: según ésta, su país estaba llamado para resolver los problemas de las «áreas subdesarrolladas» del globo; el propósito era reproducir en el resto del orbe terrestre los rasgos característicos de las sociedades «avanzadas», la adopción de valores culturales «modernos». Sólo así el sueño americano de paz y abundancia podría extenderse a todos los pueblos del planeta. Expertos de Naciones Unidas fueron congregados para discutir el desarrollo económico de los países en vías de desarrollo, ya que era preciso transformar de manera drástica dos terceras partes de la economía del mundo. Por todas partes se encontraban gobiernos instituciones que diseñaban y ejecutaban ambiciosos planes y proyectos de desarrollo, así como expertos estudiando el subdesarrollo.
Pero, en vez de la abundancia que se esperaba, el discurso y la estrategia del desarrollo trajo más miseria y subdesarrollo: se había creado el Tercer Mundo. La tarea de «des-subdesarrollarse» creada inicialmente en EE UU y Europa, se instauró sólidamente al cabo de pocos años en los países del Sur. Las representaciones de Asia, África y América Latina como «subdesarrolladas» son las herederas de una ilustre genealogía de concepciones occidentales sobre esas partes del mundo, alimentadas por la prepotencia occidental.
Y es que el desarrollo es «una categoría que ha sido mitificada por el polo más agudo del Norte y sus epígonos, pero que desde África. América latina, Asia y la historia global de la última mitad de siglo, exige ser redefinida o abandonada, puesto que, excepto como negación, apenas tiene significación real clara» (2). El discurso del desarrollo en su conjunto, según Joan Picas, ha tenido además otra utilidad. «Permitiría establecer juicios de valor y legitimaría, en último término, actuaciones políticas e intervenciones militares, conformando también un campo específico mediante un conjunto de proposiciones, significaciones y representaciones atravesadas de poder, colonizaría igualmente la realidad del Tercer Mundo». Por último, el desarrollo «ha fomentado un camino de concebir la vida social como problema técnico, con la consiguiente despolitización de los conflictos subyacentes». Algo sin duda es ideal para las elites político-económicas (3).
Como dice Vicenç Fisas (4), la Ayuda Oficial al Desarrollo o AOD (el instrumento de estas teorías desarrollistas) no ha sido adecuada «para fomentar el desarrollo y la autonomía de los países receptores, sino un mecanismo que ha permitido distraer la atención sobre las auténticas causas internas de la pobreza, la marginalidad y el subdesarrollo económico de muchas regiones del planeta (…) Una parte cada vez mayor de la AOD mundial se dirige a paliar los efectos de conflictos armados, más que a promocionar el desarrollo de los pueblos». Pero el espíritu desarrollista no se acaba en la AOD: ha existido «una injerencia del capital en relaciones de producción no capitalista, autónomas en apariencia pero, en realidad, estrechamente integradas en el sistema de conjunto de las relaciones de producción capitalistas. Esto ocurre, entre otras cosas, con la producción campesina en el Tercer Mundo que, lejos de ser independiente, sería de esta manera objeto de una explotación por parte del capital» (5).
Y apunta Jaume Munich (6): «Los Acuerdos de Lomé han sido un importante instrumento de neocolonialismo hacia las antiguas colonias, más que un instrumento para favorecer la independencia económica de los países ACP [Asia, Caribe, Pacifico] y un mecanismo para alcanzar un desarrollo autosostenido de los países más pobres».
¿Acaso hay quien aún lo duda?
Los datos son claros: la AOD, después de más de cincuenta años, ha tenido como único logro el convertir a la pobreza en la miseria. Los cambios en la economía mundial, las sucesivas crisis económicas que se vienen produciendo desde la década de 1980 no han sido ajenos en este proceso, pero no podemos achacar sólo este aumento de las diferencias entre pobres y ricos a la injusta división del trabajo entre el Norte y el Sur ni a la deuda externa, aunque está claro que estos elementos tienen un alto grado de responsabilidad.
Afortunadamente, y según Manuela Mesa, «los planteamientos eurocéntricos de las décadas de los años cincuenta y sesenta, que buscaban trasladar mecánicamente el modelo de desarrollo occidental a los pueblos del Sur, han sido superados para dejar paso a posturas que consideran el desarrollo y el subdesarrollo como dos aspectos estrechamente relacionados de un mismo fenómeno» (7).
Pero aún no es suficiente.
¿Cómplices, críticas o consecuentes?
¿Qué vínculos tienen las ONGD con los poderes económicos y políticos? ¿Qué es lo que ha motivado su enorme eclosión en las últimas décadas? Y, sobre todo, ¿qué relación existe entre estas dos cuestiones?
Se podría decir que este fenómeno corresponde, tanto a una necesidad de complicidad en ese sistema de AOD (y, en la actualidad, a los intereses neoliberales de organismos como el BM y el FMI), como a una oposición frontal al mismo: las ONGD constituyen, por una parte, un arma a favor del pensamiento «de derechas» y de los que se benefician del mismo, a despolitizar la pobreza y convertirla, en la mayoría de los casos, más en un síntoma que en una causa. Claro que hay algo más que ONGD puramente asistencialistas, y muchas de ellas no dudan en denunciar el actual modelo económico y las desigualdades que ha producido desde que se implantó, y se puede decir que el fracaso del desarrollo gubernamental ha propiciado la creación de esta cooperación no gubernamental, al mismo tiempo que la situación mundial no deja que esta última funcione como debería.
Según Albert Roca (8), «las ONGD han conseguido polarizar buena parte de la capacidad de movilización social de los llamados sectores «progresistas» de los países ricos, y nada hace pensar que hayan tocado techo en este sentido, aunque sería equivocado confundirlas con la izquierda clásica o con su herencia; su propia heterogeneidad prohíbe semejante ecuación. Sus miembros han condenado a menudo a las financieras multilaterales, mientras que no dejan de ser la «cara ciudadana» de la filosofía del «ajuste estructural» de origen estadounidense. Se proclaman independientes y buena parte de su financiación parte del Estado. Denuncian la corrupción de las élites africanas, intentando «saltarse» al Estado y se constituyen en nudos más o menos involuntarios de redes de intercambios más o menos ilegales, Condenan la ineficacia del Estado y su actuación no parece haber mejorado sensiblemente la de la cooperación oficial». Y también es verdad que «por otro lado, las ONGD han cantado la iniciativa local como «primer motor» del desarrollo y mejor garantía contra la manipulación de las élites, al tiempo que no han cesado de demanda intervenciones externas, incluso armadas, para «allanar» el camino de dichas iniciativas».
Alentador panorama. Por otra parte, justo en este auge puede estar el principio de su completa deslegitimización en el sistema, por mucho que al mismo le pueda interesar lo contrario. «En la medida que las ONGD grandes se burocratizan, dedican más energías a mantenerse en vida que a conseguir los objetivos para los que fueron creadas; entran en contradicción los principios que dicen defender y las prácticas a las que las fuerza el tamaño; necesitan de más fondos para seguir funcionando y, por tanto, dependerán mucho más de los gobiernos donantes: aceptan lo que critican, por ejemplo, compiten ferozmente por los fondos en contra de sus pretendidas motivaciones solidarias y practican la competencia más estricta en el «mercado» de la ayuda» . Y las pequeñas están sometidas a una competencia quizá aún más feroz que en las grandes, aparte del hándicap del amateurismo y del error bienintencionado (9). Abundan, según este mismo autor, los ejemplos de ONGD que ha colaborado en los objetivos de política exterior de países como EE UU.
Pero hay otras razones que han propiciado la importancia actual de las ONGD. Vamos a analizarlas:
-Satisfacer la necesidad psicológica de limpiar la conciencia: Según David Sogge y Simon Zadek (10), «rara vez se reconoce, pero (el factor sentirse bien) resulta indispensable para lograr el éxito en el mercado de la compasión. Intangible, incluso subliminal, este recurso sirve más al donante que al lejano receptor; es el servicio de satisfacer una necesidad psicológica». A medida que las desigualdades en el mundo se han ido afianzando y que la sociedad de la información ha estado allí para contárnoslas con pelos y señales, en los habitantes del Primer Mundo se ha ido creando un sentimiento de culpabilidad muy occidental y judeocristiano. Al liberarnos de él permitiéndonos contribuir al apadrinamiento de niños o a remediar los desastres producidos por los huracanes en el Pacífico, las ONGD nos prestan un servicio incalculable; además, este hecho funciona además como una maravillosa propaganda.
-Crear una nueva mitología: En una época de crisis ideológica y (al menos en el Norte) religiosa, necesitamos nuevos dioses y nuevos héroes. Cuando el bombardeo informativo nos hace tomar conciencia del convulso mundo en el que vivimos y de sus problemas a juicio de la mayoría irresolubles, necesitamos una ficción que nos alimente, que nos haga olvidar. Los cooperantes son los nuevos cruzados, los nuevos soldados de una causa justa, y sus vicisitudes en países lejanos y exóticos exaltan nuestro espíritu aventurero… Puede ser que la cooperación internacional al desarrollo acabe representando para el mundo contemporáneo lo que las guerras están dejando de ser: una oportunidad para viajar, aprender y evadirse, supuestamente, de la realidad.
-Ofrecer una nueva cantera de ocupación profesional: Mar Morollón (11) afirma, por ejemplo, que «aunque en un principio pudiera parecer que los discursos generales sobre justicia y solidaridad o ayuda son los que pueden motivar a las personas a involucrarse en proyectos de cooperación, esta cuestión no es tan automática. Por un lado está la mayor profesionalización, tecnificación y sofisticación de la cooperación, lo cual abre un enorme mercado laboral en países del Tercer Mundo a profesionales de los países ricos». En este sentido, un estudio del Instituto DEP citado por Antonio Madrid (12) habla de las motivaciones de los voluntarios, muchas de ellas no especialmente solidarias. Frente a los que afirman hacerlo para ayudar a los otros (32,9%), por principios, ideales o solidaridad (23,3%), por vocación (13,9%), o por transformar y mejorar la sociedad (7,9%) hay significativos porcentajes que afirman que sus motivaciones son de índole personal o familiar (14%), necesidad de hacer cosas (4,8%), conocer gente y hacer amistades (4,2%), adquirir formación y aprendizaje (1,4%), e incluso distraerse y pasar el rato (17,7%).
Uno se pregunta si realmente se puede realizar un buen trabajo en cooperación internacional con alguna de estas motivaciones.
Daños colaterales
La amateurización de la cooperación al desarrollo es una de las causas que contribuyen a los fracasos de los proyectos. Michel Sabalza (13) afirma que: «Hay cierta relajación en el análisis de los factores que informan sobre la viabilidad de esos proyectos. Tal vez esa actitud se explique por la idea de que la solidaridad, verdadero fundamento de la cooperación, se justifica por sí misma, por el mero hecho de ponerla en práctica a través de un proyecto. De modo que parecería más importante el mero hecho de hacer algo que de hacerlo bien. (…) Sería conveniente reflexionar sobre las expectativas e ilusiones que vamos a despertar en esa comunidad, y sobre el costo social que se derivaría de la frustración de tales expectativas. (…) Las comunidades donde se ejecutan los proyectos son muy vulnerables al quebranto de equilibrios ya existentes en el grupo o, más frecuentemente, a la agudización de desequilibrios».
Aparte de esto, no podemos olvidar que la «externalidad» de estos proyectos, el hecho de haber sido diseñadas por personas extrañas al mundo en el que quieren cooperar, muchas veces desconocedoras de su realidad y a veces de espaladas a ella, imbuidas de una especie de afán evangelizador pedante e inconsciente, provoca varios tipos de impactos negativos:
-En relación a la dependencia. «Podemos llegar a una situación en que las personas supuestamente capacitadas sean muy dependientes de la asistencia externa, y cuando ésta desaparece comienzan a surgir problemas en la gestión de los créditos, de la cooperativa, del sistema de abastecimiento de agua…» (14). Asimismo, según Alfred Bosch (15), «el altruismo pues, tiene sus riesgos: puede llegar a transformar en parásito al destinatario de la benevolencia, convertirlo en un cuerpo inerte, sin iniciativa y dependiente de los designios del emisor de ayuda. (…) Las verdaderas soluciones pasan por el reconocimiento del afectado o de la víctima como actor principal en su propio futuro». De la misma opinión son Alan Fowler y Kees Biekart (16). «La asistencia de las organizaciones conduce a la complacencia y la dependencia en vez de a la afirmación y el empoderamiento. También puede producir desresponsabilización«.
Un cooperante en India manifestó en una ocasión que tenía la sensación de haberse convertido en un cajero automático ambulante: nadie en la comunidad donde trabajaba parecía verle como una persona humana, con sus problemas y debilidades. Eso es, tanto para los locales como para los expatriados, algo muy triste.-Sostenibilidad económica y mediambiental. «Las organizaciones han actuado en exceso como «propietarias» de proyectos locales de éxito, afectando de este modo a la sostenibilidad y dificultando la integración local (…) Las ONGD han subestimado a menudo el contexto mediambiental más amplio en el que actúan» (17).
-Culturales. Según Yash Tandon (18), se han reivindicado con la pretensión de hacerlos universales conceptos puramente occidentales. En la actualidad, sin embargo, estas ideas están siendo sometidas a revisión y se reivindican las tradiciones autóctonas.
Pero aún falta una síntesis se impone a esta tesis y antítesis que nos llegue a un equilibrio donde cada cultura aporte lo mejor de sí misma.-Unificadores (globalizadores). No podemos olvidar la imagen que proyectamos en las comunidades donde queremos cooperar. Bien vestidos, guapos, ricos y aparentemente satisfechos con nuestro destino, importamos las modas, gustos y opiniones de Occidente, hacemos que los habitantes del Sur quieran adoptarlos como si fueran el paradigma de la felicidad, olvidando sus creencias ancestrales: somos los representantes del sueño americano y europeo. Y esta situación ha llegado a unos extremos tales que la tipicidad y autenticidad muchos países se han convertido en poco más que tema para las guías de viaje y estrategias para atraer turismo, con la consiguiente e irreparable pérdida cultural que ellos representan.
Pero ¿hay alguna efectividad real?
Y no se acaban aquí los obstáculos. Manuela Mesa se pregunta: «¿Pueden los proyectos de desarrollo dar respuestas por sí solos a los problemas estructurales a los que se enfrentan los países del Sur? La respuesta es negativa: una cooperación al desarrollo basada sólo en microproyectos, aunque sea llevada a cabo por las ONG más comprometidas, tiene unos límites muy concretos. Estos vienen marcadas por los presupuestos reducidos que se manejan y la propia imposibilidad de que los microproyectos locales, que atienden a las necesidades de las comunidades, puedan ser la solución a una pobreza estructural generada por el propio sistema y por la persistencia de unas condiciones internacionales injustas. (…) Los proyectos de desarrollo serán un simple paliativo si no van acompañados de otras acciones. (…) El sinsentido que tiene hablar de «ayuda al desarrollo» cuando la transferencia de capitales Sur-Norte en concepto de pago de servicio de la deuda supera el volumen de ayuda global que el Norte aporta al Sur» (19).
Y, como argumentan Alan Fowler y Kees Biekart (20) «La creación de entornos de apoyo nacionales e internacionales es probablemente una condición complementaria necesaria para que las estrategias de capacitación tengan éxito más allá del nivel de base». Y «sólo una minoría de organizaciones deciden complementar la maquinaria de los proyectos con otras acciones inevitables: ejercer presión sobre sus respectivos gobiernos para que favorezcan estos entornos de apoyo mediante el cambio de sus políticas». Las organizaciones no llegan a los más pobres, existen pocas pruebas de mejora de la situación económica, y no se ha visto que los programas de concienciación puedan cambiar efectivamente alguna estructura injusta (al menos injusta desde el punto de vista occidental); además, sus objetivos y prioridades están poco claros, son demasiado vagos, Por otra parte, también es cierto que, según los estudios de casos «el impacto fue mejor cuando se abordaron las relaciones sociales que subyacen a la pobreza» y que aumenta la capacitación de la población autóctona para hacer frente a estas relaciones por sí mismos.
En ese sentido, David Sogge (21) afirma que «comunicando mensajes certeros, acordes con sus principios, algunas han ayudado a cambiar la política y han logrado, por tanto, mucho más -por mucho menos dinero- que muchos cientos de miniproyectos y ambulancias de ayuda de emergencia». El autor cita varios ejemplos sobre éxitos de política de las ONGD, entre los que se cuentan cuestionar la política de ayuda oficiales (a pesar de poner así en peligro su supervivencia).
Quizá aquí esté la única clave.
Conclusión
En cuando a la AOD, y siguiendo la teoría de la desconexión, lo mejor sería dejar que los pueblos se las arreglasen por sí mismos, encontrasen su propio camino: tal como se afirmaba en la introducción de este artículo, no podemos pensar que lo harían peor que lo hicimos nosotros. Como apunta Samir Amin (22), «La alternativa es, pues: mundialización o ampliación de un margen de autonomía para los pueblos, los estados y las naciones, es decir, en beneficio de las clases populares. Someterse, o desconectar al máximo el destino y el futuro de los pueblos, los estados y las naciones de las exigencias implacables de la brutal mundialización capitalista. A partir de ellos puede reconstruirse un nuevo internacionalismos de los pueblos». O, tal como se expresan los autores en la presentación de Los límites del desarrollo (23), «la lucha contra la asimilación unilateral del desarrollo al crecimiento económico, que ha supuesto la instauración de un nuevo régimen de dominación sobre el Tercer Mundo postcolonial, debe dirigirse a reclamar la dignidad de unos modos de vida, de unas formas de organización social, y de unas culturas que han sido históricamente menospreciadas. Ello, asimismo, ha de significar el retorno a las sociedades de ese Tercer Mundo del derecho a visionar su propio futuro».
Y, por otra parte, en cuanto a las ONGD: ¿qué organización, personal, planificación tienen? ¿Es la más adecuada? ¿Se resienten de una falta de oficialidad que les permite obviar los controles de calidad? ¿Cómo podría mejorarse su modelo y optimizar los mecanismos que las animan? Hay muchas teorías al respecto, y que este artículo se pronunciase en este sentido excedería sin duda sus propósitos. Pero tal vez una respuesta posible es si seremos sencillamente víctimas, en este ámbito como en todos, de la condición humana. «Ser solidario, católico o de izquierdas (y sus múltiples combinaciones y permutaciones) no significa que se esté, por necesidad de forma automática, por encima de toda sospecha. Errare humanum est» (24). En el marco de la actual crisis de ideas, eso podría significar o ser una excusa de que debemos resignarnos a lo inevitable, al «no hay alternativa», y esto también beneficiaría a que la actual política neoliberal se mantuviera tal y como está.
Pero no podemos arriesgarnos a quedarnos sin esperanza y hemos de saber distinguir las personas de las ideas, porque si perdemos nuestra capacidad de esperar y luchar los perdemos todo. Una estrategia posible es convertir a las ONGD sobre todo en instrumentos de la presión política: en el mejor de los casos, y a pesar de los inconvenientes citados anteriormente, «las ONG del Sur son actores prioritarios para impulsar el desarrollo desde la base, mientras que las del Norte son los más adecuados para hacer llegar a sus sociedades y gobiernos los problemas del Sur y para influir en las políticas de cooperación. (…) El lobbying y la incidencia política, las campañas de sensibilización, los programas de formación en escuelas son otras formas de cooperar para un desarrollo humano sostenible» (25).
Volvemos de nuevo a la pregunta que encabezaba este artículo: ¿qué hubiera pasado si…? Seguimos sin saberlo, pero creo que ahora podemos decir qué será el futuro si dejamos de intervenir, si apoyamos esta utopía de dejarlos solos, de dejar de inmiscuirnos, de dejar de pensar que somos la solución, y no el problema. Si les dejamos crecer y evolucionar a su manera. Si nuestra única contribución al desarrollo es denunciarnos a nosotros mismos; está bien claro que nuestro modelo ha fracasado: quizá ellos podrían darnos lecciones o quizá también fracasen. En cualquier caso, lo harán en libertad.
Quizá las ONGD deberían dedicarse, a partir de ahora, a «desintervenir».
Notas:
(1) Escobar, Arturo, La invención del tercer mundo: construcción y deconstrucción del desarrollo, Santafé de Bogotá, Norma, 1998.
(2) Amin, Samir, El fracaso del desarrollo en África y en el Tercer Mundo: un análisis político, Iepala, Madrid, 1994.
(3) Picas, Joan, «La construcción social del subdesarrollo y el discurso del desarrollo», en Bretón, Víctor; García, Francisco; y Roca, Albert (eds.), Los límites del desarrollo. Modelos rotos y modelos «por construir» en América Latina y África, Icaria, Barcelona, 1999.
(4) Fisas, Vicenç, «La ayuda oficial, desarrollo y desafío de las necesidades humanas», en Papeles, Centro de Investigación para la Paz, nº 55, 1995.
(5) Amin, Samir, op. cit.
(6) Jaume Munich, La cooperación española con Angola y Mozambique en el marco de la Comunidad Europea, Fundación CIDOB, 1994, Barcelona, pág. 23 (citado por Fisas).
(7) Mesa, Manuela, «Otras formas de cooperar: presión política y educación», en Papeles, Centro de Investigación para la Paz, nº 55, 1995.
(8) Roca, Albert, «La corrupción o el «lado cultural» del desarrollo: el paradigma equívoco del África negra, en Bretón, Víctor; García, Francisco; y Roca, Albert (eds.), op. cit.
(9) Tortosa, José María, «Motivaciones legítimas, propuestas honestas, contextos tozudos», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(10) Sogge, David, y Zadek, Simon, «¿»Leyes» del mercado?», en Sogge, David (ed.), Compasión y cálculo. Un análisis crítico de la cooperación no gubernamental al desarrollo, Icaria, Barcelona, 1998.
(11) Morollón, Mar, «Cooperación internacional: encuentros y desencuentros», en En Pie de Paz, nº 51, diciembre de 1999.
(12) Madrid, Antonio, «Motivos e incentivos en el voluntariado», en En Pie de Paz, nº 51, diciembre de 1999. En este estudio, realizado a finales de 1996 en Cataluña, se analiza una muestra de 803 individuos de 16 o más años, mediante entrevista telefónica.
(13) y (14) Sabalza, Michel, «Algunas claves para entender el éxito o el fracaso de los proyectos de cooperación», en En Pie de Paz, nº 51, diciembre de 1999.
(15) Bosch, Alfred, «El África que llega», en Bretón, Víctor; García, Francisco; y Roca, Albert (eds.), op. cit.
(16) Alan Fowler y Kees Biekart, «¿Sirven realmente de algo las organizaciones de cooperación no gubernamentales?», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(17) Según estudio sobre las ONGD de varios países europeos publicado en Alan Fowler y Kees Biekart, «¿Sirven realmente de algo las organizaciones de cooperación no gubernamentales?», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(18) Tandon, Yash, «Una perspectiva africana», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(19) Mesa, Manuela, op. cit.
(20) Alan Fowler y Kees Biekart, «¿Sirven realmente de algo las organizaciones de cooperación no gubernamentales?», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(21) Sogge, David, «Luces del Norte», en Sogge, David (ed.), op. cit.
(22) Amin, Samir, op. cit.
(23) Bretón, Víctor; García, Francisco; y Roca, Albert (eds.), op. cit.
(24) Tortosa, José María, op. cit.
(25) Mesa, Manuela, op. cit.
Bibliografía
Amin, Samir, El fracaso del desarrollo en África y en el Tercer Mundo: un análisis político, Iepala, Madrid, 1994.
Bretón, Víctor; García, Francisco; y Roca, Albert (eds.), Los límites del desarrollo. Modelos rotos y modelos «por construir» en América Latina y África, Icaria, Barcelona, 1999.
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