El siglo XXI comenzó de forma trepidante el 11 de septiembre, con el desmoronamiento de las Torres Gemelas y el descubrimiento de la vulnerabilidad del Imperio, al que siguió la «Guerra Justa», bajo la dirección de la demencia bushiana, ahora reelecta. Pero el siglo XXI también es el siglo de la turbulencia, con la rebelión […]
El siglo XXI comenzó de forma trepidante el 11 de septiembre, con el desmoronamiento de las Torres Gemelas y el descubrimiento de la vulnerabilidad del Imperio, al que siguió la «Guerra Justa», bajo la dirección de la demencia bushiana, ahora reelecta.
Pero el siglo XXI también es el siglo de la turbulencia, con la rebelión de los piqueteros en Argentina, la guerra civil en Colombia, la explosión social en Bolivia, la resistencia heroica de Cuba, la rebelión reciente de los indígenas y campesinos de Ecuador, la lucha zapatista en México, la lucha por la dignidad del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra (MST) en Brasil, el atrevimiento osado y transgresor de la Revolución Bolivariana en Venezuela, las batallas de Seattle, Niza, Praga, Génova, el Foro Social Mundial, las huelgas en varios países – la última fue hace pocas semanas en Italia – entre tantos ejemplos.
Y fue en los primeros días de diciembre de 2004, en Caracas, Venezuela, que simbólicamente la humanidad se reencontró, no sólo con Bolívar, para discutir el presente (y el futuro): es preciso detener la barbarie, es imperioso obstruir la destructividad, es imprescindible estancar la tragedia.
En el «Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad» estaba el poeta sandinista Ernesto Cardenal, la placidez inquieta de Pérez Esquivel, la belleza emotiva de la música de Pablo Milanés, la fuerza fílmica de Pino Solanas, la denuncia corajuda de la crítica de James Petras.
Estaban representados también la sabiduría calma y revolucionaria de los pueblos indígenas, que se extienden de los Andes a la selva de Chiapas, así como la alegría, forjada en la barbarie del esclavismo colonial, de los negros y negras afrolatinoamericanas de Brasil, de Haití, de Cuba. Estaban representantes de los trabajadores, de los «nuevos proletarios del mundo», precarizados en las ciudades y en los campos y también estaban los desheredados de la tierra. Por último, estaban también intelectuales osados y críticos de las Américas, Europa, Asia, y África, que sepultaron el grotesco vaticinio de Fukuyama que un día quiso determinar el fin de la historia. No estaban las transnacionales, los apologistas del mercado y sus portavoces.
En Caracas estuvimos rememorando las lecciones de Bolívar, Sandino, Martí, Zapata, Zumbí, Mariátegui. Recordando a Marx y también a la Comuna de París, que creó la bella consigna «Estamos aquí por la Humanidad».
Estábamos reunidos no sólo con la Revolución Bolivariana del atrevido y altivo Chavez, a quién el Imperio y sus gendarmes intentaron silenciar. Contra su gobierno democráticamente elegido, expresión viva de la parcela de los desheredados de Nuestra América, la derecha venezolana intentó tres acciones insensatas: el golpe propiamente dicho, el lock-out patronal en PDVSA (empresa que produce el petróleo venezolano) y el referéndum.
Fueron cabalmente derrotados en las tres funestas tentativas. El vigor popular, de los cerros, de las villas miseria, de los barrios populares, que percibe que la figura de Chávez les da voz, luchó contra los moradores de las «colinas», de los barrios «nobles y privados», donde las clases afortunadas se esconden y se diferencian de las poblaciones pobres, en la arquitectura y en la geografía de Caracas. La población que «vive de su trabajo» derrotó también la voluntad imperialista del Imperio, que no tolera posturas distintas a aquellas propias de un gendarme.
Es por eso que Chavez, hoy, es combatido por los medios oligarcas y privatizados de Venezuela que lo demonizan, para intentar denigrarlo delante de la opinión pública; es por eso que el gobierno de Venezuela divide la ira del Imperio con Cuba: ambos recusan el servilismo que caracteriza a casi la totalidad dos gobiernos de América Latina, medrosos, incapaces de enfrentar firmemente al Imperio de las guerras y del terror. Recusan el ideario y la pragmática del recetario destructivo del neoliberalismo que devastó a América Latina en los años 90. Recusan al FMI y sus dictámenes, capaces de curvar varios gobiernos… Y ensayan alternativas, todavía embrionarias, de una América Latina diversa, unida por los pueblos, que sueñan con la felicidad humana y social.
Y esto porque, conforme consta en la «Declaración del Encuentro de Caracas», «En esta hora de especial peligro, renovamos la convicción de que otro mundo no sólo es posible, sino imprescindible, y nos comprometemos y convocamos a luchar por su conquista con más solidaridad, unidad y determinación. En defensa de la humanidad, reafirmamos nuestra certeza de que los pueblos dirán la última palabra», Tal vez podamos afirmar, entonces, que en Caracas, en Venezuela, la humanidad comenzó a reencontrarse…