Otro 8 de marzo, otro Día Internacional de la Mujer Trabajadora en el que uno de los aspectos dramáticos de la violencia de género que afecta a millones de mujeres en el mundo vuelve a ser olvidado: la doble violencia, la violencia extrema que sufren las niñas, jóvenes y mujeres adultas de países en guerra. […]
Otro 8 de marzo, otro Día Internacional de la Mujer Trabajadora en el que uno de los aspectos dramáticos de la violencia de género que afecta a millones de mujeres en el mundo vuelve a ser olvidado: la doble violencia, la violencia extrema que sufren las niñas, jóvenes y mujeres adultas de países en guerra.
Su particular drama no queda reflejado en las pancartas de las manifestaciones callejeras, ni en los actos que tienen lugar en tantas ciudades de tantos países. Es un tema tabú que viven en silencio las mujeres violadas por las fuerzas enemigas, aisladas, repudiadas a menudo por sus propias familias, por sus propias comunidades.
Es un tema oculto, la mayoría de los medios de comunicación lo dejan de lado en sus coberturas informativas sobre los conflictos bélicos. A ello contribuye no solo que la mayoría de esos medios están dirigidos por hombres, sino también al velo de silencio y vergüenza que rodea a las víctimas, a sus familias y entorno que hace que las denuncias, los testimonios, sean escasos.
En Octubre de cada año, cuando se cumple un nuevo aniversario de la Resolución 1.325 (1) del Consejo de Seguridad de la ONU del año 2000 sobre la mujer en los conflictos bélicos y en los procesos de paz, tienen lugar una serie de actos institucionales tanto en España como en muchos países desarrollados, reivindicando la importancia de la misma, el avance que ha supuesto para la mujer semejante decisión y los autoelogios se redoblan ante cada nueva resolución complementaria sobre el tema que es aprobada.
La resolución es sin duda importante. En sus considerados reconoce que «los civiles, y particularmente las mujeres y los niños, constituyen la inmensa mayoría de los que se ven perjudicados por los conflictos armados, incluso en calidad de refugiados y personas desplazadas internamente, y cada vez más sufren los ataques de los combatientes y otros elementos armados». Sin embargo, en esos actos institucionales en los que una vez al año se recuerda la aprobación de esa resolución y se habla del drama que esta aborda, prevalece un discurso totalmente autocomplaciente.
Pocos en esos actos reconocen autocríticamente que la ONU tardó nada menos que 55 años en sacar adelante su primera resolución sobre un aspecto de la violencia de género, solo un aspecto, circunscrito a la doble violencia que sufren las mujeres en los conflictos bélicos. Esta resolución no habla del resto de la violencia que sufren las niñas y las mujeres, algo aún pendiente, sino solo de este aspecto específico.
Es un avance, sin duda, pero llegó con muchísimo retraso y es totalmente insuficiente. Hay tratados internacionales sobre los Derechos del Niño, sobre la tortura, sobre el tratamiento a los prisioneros de guerra, sobre temas medioambientales, sobre las minas antipersonas, temas balísticos y nucleares, pero hasta el año 2000 que se aprobó esta resolución no hubo absolutamente nada que reconociera ni el más mínimo aspecto de la violencia que sufren las niñas y las mujeres en todo el mundo. Aunque las niñas y mujeres supongan nada menos que entre 3.200 y 3.500 millones de personas en el planeta.
La propia ONU reconoce ahora que el 70% de esas mujeres han sufrido alguna forma de violencia a lo largo de su vida. En estos días se conocieron también los resultados de la primera macro encuesta europea sobre el tema (2): 62 millones de mujeres han sufrido algún tipo de violencia de género en su vida, una de cada tres europeas.
En pleno siglo XXI se calcula que 140 millones de niñas y adolescentes sufren mutilación genital, que 30 millones de niñas viven en las calles, expuestas a la violencia sexual.
Diez millones de niñas en el mundo son obligadas a casarse antes de los 12 años; 86 millones de niñas crecen sin educación alguna; miles de niñas en Afganistán son atacadas por los talibán por atreverse a ir a la escuela, las escuelas de niñas son consideradas objetivos militares.
Más de 5.000 mujeres mueren al año en el mundo víctimas de los llamados «crímenes de honor» realizados por sus propias familias.
El 90% de los autores de homicidios en todo el mundo son hombres, un porcentaje que sube a casi el 100% cuando se trata de conflictos bélicos. El 90% de la población penitenciaria también son hombres.
Desde tiempos ancestrales son los hombres los que hacen las guerras, y aún hoy, en el siglo XXI son mayoritariamente hombres los que las deciden y las ejecutan.
Las violaciones, abusos sexuales y crímenes de niñas y mujeres en las guerras son algo totalmente habitual y se practica de forma masiva. La cultura patriarcal y el cáracter depredador tradicional del hombre, una verdadera arma de destrucción masiva, se exacerba mucho más en las guerras, donde la impunidad con la que se actúa libera cualquier contención de su instinto más animal.
Pero en las guerras a esto se añade también la utilización premeditada y masiva de la violencia sexual, de la violación, de los abusos contra la hembra enemiga, sea esta niña, adolescente o mujer madura, como una forma devastadora de castigar a toda una sociedad. En la primera mitad de los años ’90 entre 200.000 y 250.000 mujeres fueron violadas durante las distintas guerras que desangraron y destruyeron la antigua República de Yugoslavia.
No solo se consideraba parte del botín del guerrero, sino que los mandos militares alentaban esas prácticas porque eran conscientes de las gravísimas consecuencias que provocaban con ellas. Niñas, adolescentes, mujeres, muchas veces embarazadas por el violador, rechazadas a menudo por su propia familia, por sus vecinos, por su entorno, familias deshechas.
En países como Ruanda, donde también en los años ’90 hubo una matanza de 800.000 tutsis a manos de la etnia Hutu, fueron violadas 200.000 mujeres, una cifra inferior sin embargo a la de la guerra en la República del Congo, donde se calcula que pudo haber hasta 500.000 casos. Y la situación se repite una y otra vez.
En Africa, especialmente, la mujer juega un papel clave en la sociedad, es ella la que acarrea agua, la que cultiva la tierra, la que obtiene los alimentos, la que cocina, organiza la casa, cría a los niños, cuida de su salud y sustituye también en todo al hombre que se va a la guerra. Pero todo se ve alterado brutalmente cuando es víctima de una de esas violaciones masivas de un ejército o guerrilla enemiga, y no pocas veces también por parte de las fuerzas de inseguridad locales. Por vergüenza o por rechazo de la sociedad que la excluye, ya se encerrará, no cultivará la tierra ni irá a buscar agua ni hará ninguna actividad fuera de su casa, toda la sociedad se resiente.
No se ve al violador como el culpable, como el individuo a aislar o castigar, sino a la propia víctima, su drama se prolonga.
En guerras como las de Afganistán en las que Occidente utilizó de forma propagandista y oportunista la asfixiante opresión sufrida por las mujeres como muestra de la crueldad del enemigo talibán, pero 13 años después su situación no ha mejorado sustancialmente, tanto a causa del retrógrado, corrupto y autoritario gobierno de Hamid Karzai aupado al poder por EEUU y sus aliados, como por las tradiciones patriarcales, el desprecio extremo hacia la mujer por parte de los señores de la guerra con los que comparte el poder.
En Irak, tras 11 años de guerra, y cientos de miles de muertos después, EEUU y sus aliados, en retirada por la puerta trasera, reivindican haber estabilizado el país, cuando decenas de personas mueren a diario en atentado, y, paradójicamente, las mujeres han perdido terreno en materia de derechos y en su rol en la sociedad.
Históricamente las mujeres iraquíes habían ido conquistado importantes derechos, muchos más avanzados que en el resto de países de su entorno, teniendo protagonismo en la vida social y cultural. Su apogeo lo tuvieron durante los años ’70, paradójicamente, bajo la dictadura de Sadam Husein, que era, recordemos, un estado laico, como Siria.
En guerras como las que sufrió Guatemala, donde murieron más de 200.000 personas, el mayor genocidio contemporáneo de América Latina, el Ejército abusó y violó a decenas de miles de niñas, adolescentes y mujeres adultas, mayoritariamente indígenas, algo que arruinó la vida de tantas mujeres y que provocó un trama social generalizado en esa comunidad.
Otro tanto pasó en la guerra de Colombia, especialmente por la acción de los grupos paramilitares ultraderechistas utilizados por el Ejército en su política de tierra arrasada en zonas bajo influencia de las FARC.
Ante ese panorama tan desolador que se le presenta a la mujer desde niña en tantos países todavía hoy día, cualquier avance en su condición merece ser apoyado. No se pueden minusvalorar los pasos que gradualmente y en forma desigual se están logrando en muchos países, estimulados por la Resolución 1.325 y otras posteriores, como la 1.820, de 2008, que reconoció la violación en los conflictos bélicos como «crimen de guerra».
Pero tampoco se pueden sobrevalorar creyendo que su simple existencia es de por sí garantía de un cambio profundo, radical, en todo el mundo.
Sin embargo, el Tribunal Penal Internacional con sede en La Haya, único organismo a nivel mundial para juzgar crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o genocidio, no ha condenado a nadie hasta el momento por violaciones masivas cometidas durante un conflicto bélico.
Los crímenes de los cascos azules de Naciones Unidas
La propia ONU refleja enormes incoherencias con su discurso sobre el tema de la mujer.
En 66 años de operaciones de paz, ha habido sólo siete mujeres con rango de representante especial del Secretario General de Naciones Unidas para alguna misión y solo mujeres forman parte del equipo de 40 personas que componen la Secretaría General.
Todo ello, paradójicamente, a pesar de que la Resolución 1.325 insta en su texto al Secretario General de la ONU y a los Estados miembros a garantizar un aumento de mujeres en todos los ámbitos de construcción de la paz, así como en carácter de enviadas especiales.
¿Cómo es posible que queden impunes las violaciones y abusos contra niñas y mujeres cometidas por cascos azules encargados precisamente de protegerlas, de dar el ejemplo? Muchas de esas mujeres han sido violadas por milicianos o soldados en conflictos bélicos, y cuando logran refugiarse en un campamento de la ONU o estar en una zona bajo control de los cascos azules, vuelven a vivir esa pesadilla.
No han sido casos aislados, sino que han sido muchos, en distintos países y con cientos de cascos azules de la ONU de distintas nacionalidades involucrados.
A través del llamado Informe Machel, elaborado por Gracia Machel, ex ministra de Educación y Cultura de Mozambique y viuda de Nelson Mandela, la ONU reconoció por primera vez públicamente en 1996 la responsabilidad de sus cascos azules en violaciones, trata de mujeres y abuso infantil en misiones desarrolladas en Angola, Mozambique, Somalia, Ruanda, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Somalia, Camboya.
Esto sucedió antes de la resolución 1.325, sí, pero se volvió a producir en Haití a partir de 2004, y en Sudán, especialmente en la región de Darfour; en Costa de Marfil, en Sierra Leona, en Kosovo, y en la República Democrática del Congo, donde la propia ONU reconoció en un informe en 2005 que se habían producido 105 denuncias contra cascos azules. Los soldados de la ONU se aprovechaban de niñas y mujeres congolesas desesperadas por la hambruna para practicar sexo con ellas a cambio de comida o unas monedas. Las niñas ya no son enviadas a la calle o a burdeles a prostituirse, sino a la puerta de los cuarteles de las fuerzas de paz que supuestamente han ido allí para ayudarlas.
Organizaciones humanitarias denuncian que el personal masculino de más de una Ong explota también a menores bajo su protección, ayudando de esta forma a fomentar la prostitución infantil.
¿Cómo se puede compatibilizar la resolución 1.325 de la ONU con la Convención de Privilegios e Inmunidades de Naciones Unidas, vigente desde 1946, y que establece que el país receptor de cascos azules no puede juzgarlos en su territorio aunque cometan en él delitos o crímenes?
¿Qué es lo que hace la ONU ante denuncias de ese tipo entonces? La Oficina de Supervisión Interna de la ONU es la encargada de investigar si un casco azul ha violado un texto interno llamado Diez normas: Código de conducta personal de los Cascos Azules.
¿Y qué puede hacer esa Oficina de Supervisión Interna si confirma las denuncias? La ONU no tiene ningún tribunal interno, por lo que su única opción es entregar al casco azul a su país de origen para que este lo juzgue.
Hasta ahora sólo se conoce de un par de casos se concretó esto, en el de cascos azules italianos que habían actuado en Somalia, a pesar de que ya son cientos y cientos los soldados de distintas nacionalidades denunciados. En la mayoría de los casos sólo se adelanta la vuelta a casa del casco azul agresor, sin que esto lo inhabilite para participar en otras misiones de paz en el futuro.
A la violencia sexual que sufre la mujer habitualmente en los conflictos bélicos se le suma su marginación en los procesos de pacificación posteriores, empezando por las propias instituciones que los planifican y llevan a cabo.
En 2010 el Gobierno de Rodríguez Zapatero defendió en la cumbre Mujeres, paz y seguridad, celebrada en Bruselas por la Comisión Europea y la OTAN, una propuesta para que se establecieran cuotas para lograr que las mujeres participaran a todos los niveles, civil y militar, en los procesos de paz y solución de conflictos. La idea no prosperó, y el primero en rechazarla por «irrealista», fue el propio secretario general de la OTAN, Andres Rogh Rasmussen. El jefe máximo de la OTAN dijo que era imposible lograr algo así en el seno de la Alianza Atlántica dadas «las diferentes tradiciones nacionales de las que partimos».
Y la discusión se cerró. España tiene el doble de mujeres militares en misiones exteriores que la media de la Unión Europea, lo que puede ayudar a tener una mayor sensibilidad para tratar un tema como las agresiones a las mujeres. Actualmente entre el 7% y el 9% del total de soldados que tiene España involucrados en misiones de pacificación son mujeres, cuando el promedio en el conjunto de la Unión Europea es de sólo el 4%.
Es un dato alentador como lo es también el caso de Liberia. En un país como ese, que estuvo sumergido en una cruenta guerra desde inicios de los ’90 hasta 2003, con más de 250.000 víctimas mortales y un altísimo número de violaciones -con una de cada 10 mujeres violadas menor de 5 años-, la larga lucha de las mujeres ha empezado a dar sus frutos hace algunos años. Ellas, con sus protestas callejeras, con sus multitudinarias manifestaciones, jugaron un papel clave en el fin de la guerra y en la construcción de la paz.
Hoy día Liberia tiene presidenta, Ellen Johnson Sirleaf, la primera presidenta de Africa, quien en 2011 inició su segundo mandato. Gracias a su labor y a la de tantas mujeres organizadas, hoy día el 20% de los efectivos de las fuerzas de seguridad liberianas son mujeres.
Hace seis años se creó en Liberia el primer tribunal especializado en violencia de género de toda Africa.
Desde el año 2000 Liberia cuenta con una Ley de Libertad de Información, la primera también en Africa. Y ahí la ONU ha financiado la Radio Democracia Mujeres Liberianas, que tiene cada vez mayor capacidad de emisión a todo el territorio nacional.
Datos alentadores sin duda, pero mientras el drama de las niñas y mujeres que sufren doblemente las guerras no salga a la luz con toda su crudeza, y en los países desarrollados que participan con cascos azules en misiones en el extranjero no exista un estricto control sobre sus actividades y comportamiento, esos violadores, esos depredadores, seguirán gozando de total impunidad.
Notas
1 http://www.un.org/womenwatch/ods/S-RES-1325(2000)-S.pdf
2 http://fra.europa.eu/sites/default/files/fra-2014-vaw-survey-main-results_en.pdf
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.