El Premio Nobel de la Paz concedido al presidente de EEUU es un sarcasmo; dicen que se lo han otorgado por su trabajo en pro de un Nuevo Orden Mundial y por su «apuesta por el multilateralismo». Pero si alguien ha trabajado con ahínco ese Nuevo Orden Mundial y por el multilateralismo mereciéndose, por lo […]
El Premio Nobel de la Paz concedido al presidente de EEUU es un sarcasmo; dicen que se lo han otorgado por su trabajo en pro de un Nuevo Orden Mundial y por su «apuesta por el multilateralismo». Pero si alguien ha trabajado con ahínco ese Nuevo Orden Mundial y por el multilateralismo mereciéndose, por lo tanto, ese galardón, por otra parte prescindible como todos los que otorga cualquier institución occidental -y hasta la fecha sólo el ministro vietnamita de Relaciones Exteriores Le Duc Tho ha tenido la dignidad de rechazarlo (1973) cuando se lo otorgaron junto a Henry Kissinger por alcanzar un acuerdo de paz en Vietnam aunque la guerra siguiese todavía otros dos años más-, es el nicaragüense Miguel D’Escoto Brockmann, quien acaba de dejar su cargo de presidente de la Asamblea General de la ONU. Durante su mandato el organismo multinacional se ha intentado recuperar de los serios embates a que Occidente en pleno, esos arrogantes y pomposos países autodenominados «comunidad internacional», le ha venido sometiendo desde la guerra contra Yugoslavia (1999).
Los últimos meses de D’Escoto como presidente de la 63 sesión de la Asamblea General de la ONU pasarán a la historia de las Relaciones Internacionales por haber puesto en marcha dos iniciativas que molestaron, y mucho, a Occidente. La primera, la organización de una conferencia sobre la crisis financiera y económica mundial y sus impactos sobre el desarrollo (junio); la segunda, la invitación a destacados intelectuales como Jean Bricmont, Ngugi wa Thiong’o y Noam Chomnsky, entre otros, para debatir frente a/con los siempre acartonados representantes diplomáticos ante la ONU sobre la nueva estrategia que Occidente quiere imponer en las relaciones internacionales: la «responsabilidad de proteger» (septiembre).
De estas dos iniciativas los siempre atacados y nunca bien ponderados «medios de comunicación» no publicaron palabra alguna. Y nosotros, pobrecitos, dependemos de ellos para saber qué tenemos que decir, qué tenemos que pensar, cómo tenemos que comportarnos, cómo tenemos que vestir. Incluso para hacer lo contrario. Por lo tanto, sobre estas dos iniciativas no tendremos opinión alguna. Un error, un craso error el tener como referentes a esos «medios de comunicación» tan vilipendiados pero de los que dependemos como un drogadicto de su dosis diaria, que repetimos una y otra vez porque luego nos llega el tsunami de turno y nos coge desprevenidos. Y nos arrolla. Somos muy buenos a la hora de establecer análisis a posteriori de lo que ha pasado y muy malos a la hora de establecer hipótesis de trabajo a priori sobre lo que va a pasar.
D’Escoto intentó que eso no fuese así y aun siendo consciente que la conferencia sobre la crisis sólo podría tener influencias teóricas porque a la Asamblea General de la ONU le está prácticamente prohibido inmiscuirse en las finanzas internacionales -coto exclusivo del FMI, BM y la OMC pese a que el artículo 13 de la Carta de las Naciones Unidas establece que la Asamblea General «hará recomendaciones con el fin de promover la cooperación internacional en las esferas económica, social, cultural, educativa y sanitaria», un artículo no aplicado en los últimos 30 años- intentó que la ONU se convirtiese realmente en un foro democrático e inclusivo. «No queremos que sean solo un G-8 o un G-20 los que hablen y decidan, respetaremos criterios, los escucharemos, pero en una real democracia la mayoría es quien decide, por eso empecé a hablar de que la que debe imponerse es la voz del G-192, de todos los miembros de la ONU. … Así que hay buen ánimo para el encuentro, el cual se ha convocado al máximo nivel, porque esta batalla hay que darla en las Naciones Unidas, para que democráticamente se pueda participar en el diseño de la nueva arquitectura financiera, económica, monetaria y comercial mundial», declaraba al diario cubano «Granma» (1) anticipando la realización de esa conferencia.
No es el momento para hablar del contenido de la misma, en la que tuvo un papel protagonista Joseph Stiglitz, por mencionar sólo a uno de los participantes, sino de la que sirvió para cerrar con broche de oro su presidencia: la relativa a la «responsabilidad de proteger», un concepto adoptado en una cumbre mundial celebrada en 2005 y que viene a sustituir, con otro nombre pero con las mismas premisas, al «derecho de injerencia» o como se le ha denominado eufemísticamente por ser una denominación mucho menos agresiva «derecho de intervención humanitaria».
Hoy «humanitaria» es la palabra de moda incluso para referirse a guerras de ocupación como las de Irak o Afganistán y es de suponer que las balas y las bombas son totalmente humanitarias puesto que aceleran el proceso de muerte: en vez de morir de hambre, que siempre es una muerte lenta (que se lo cuenten a los iraquíes durante la etapa anterior a la invasión de 2003 o a los gazatíes, que continúan sufriendo el bloqueo israelí), es mejor morir de un balazo o destrozado por una bomba, que te garantiza una muerte rápida si tienes suerte de que te alcance de lleno.
D’Escoto, que se atrevió a levantar la voz contra la matanza que Israel llevó a cabo en la Franja de Gaza prácticamente al inicio de su mandato criticando la inacción de la ONU, quiso despedirse a lo grande, consciente que la incapacidad de la ONU para resolver los problemas fundamentales del sistema económico, la pobreza extrema y la desigualdad en que se basa el sistema capitalista actual es lo que ha llevado al organismo multinacional a poner en marcha «medidas paliativas» (expresión del propio D’Escoto) como los Objetivos de Desarrollo del Milenio o, como plantean ahora los países occidentales, «la aplicación urgente del concepto de la responsabilidad de proteger». Es decir, que en ausencia de una voluntad política -pese a toda la palabrería del G-8, G-20, FMI, BM, OMC- para hacer frente a las graves injusticias y desigualdades existentes en el mundo es mucho más conveniente para los países capitalistas («comunidad internacional» en la neolengua orwelliana) recurrir a la «responsabilidad de proteger» que garantizar de manera eficaz el derecho a la salud, educación o no discriminación racial o étnica, por poner unos pocos casos, en los países del Sur. «Responsabilidad de proteger» para así no abordar una reforma integral de la ONU -empezando por el Consejo de Seguridad y su vetusto y antidemocrático derecho de veto- para superar las limitaciones derivadas de sus métodos restrictivos (¿por qué sí la intervención en Kosovo y no en Israel tras la matanza de Gaza?) y de toma de decisiones en muy pocas manos.
Y es que el mandato de D’Escoto como presidente de la 63 sesión de la Asamblea General de la ONU se ha caracterizado por una coherencia poco frecuente en los diplomáticos. Dijo prácticamente lo mismo, y con las mismas palabras, cuando tomó posesión de su presidencia y cuando hizo su discurso de despedida: «Sólo una Asamblea General que ejerce enérgicamente la formulación de políticas de deliberación y de toma de decisiones será capaz de reforzar el multilateralismo como la mejor opción para las relaciones entre los Estados» (2).
Un concepto colonial
La «responsabilidad de proteger» es presentada como una nueva norma en las relaciones internacionales, un nuevo referente que permite el uso de la fuerza por razones humanitarias porque la doctrina de la «intervención humanitaria», vigente hasta ahora, es rechazada de plano por los países del Sur.
El denominado «derecho de intervención humanitaria» es un concepto desarrollado por Occidente tras el triunfo de los movimientos de liberación en el Tercer Mundo y la derrota de las potencias coloniales especialmente en Indochina y más concretamente, en Vietnam. Los nuevos países, liberados de la ocupación colonial, se enfrentaban a situaciones catastróficas en muchos sentidos -y en la mayoría de las ocasiones como consecuencia de la etapa colonial- y a Occidente se le ocurrió que el «derecho de intervención humanitaria» sería una buena fórmula para mantener bajo control a sus antiguas posesiones coloniales, especialmente cuando Occidente consideró que la nueva normativa de la ONU en materia de derechos humanos, los colectivos, atacaba directamente sus intereses al aprobar la «Declaración sobre concesión de independencia a países y pueblos coloniales» en la que se dice textualmente: «la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjera constituye una denegación de los derechos fundamentales, es contraria a la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y cooperación mundiales».
Por esta razón la práctica totalidad de países del Sur se han venido oponiendo a la «intervención humanitaria», de una u otra forma, en las tres últimas décadas y el esfuerzo final comenzó a cristalizar en una cumbre celebrada el año 2000 en La Habana (Cuba) en la que se contrapuso el principio de soberanía nacional con el de «intervención humanitaria». El caso de la guerra contra Yugoslavia estaba muy presente en la mente de los participantes.
De La Habana salió la decisión de sancionar de forma oficial el rechazo al «derecho de intervención humanitaria» en una reunión del Movimiento de Países No Alineados. Esa cumbre de los países que componen el MNOAL tuvo lugar en Kuala Lumpur (Malasia) en febrero de 2003 cuando se oteaba en el horizonte otra guerra, esta vez contra Irak, y ahí se sancionó oficialmente ese rechazo. Es conocido que tanto EEUU como Gran Bretaña y otros países, como España, hicieron caso omiso de esta resolución y atacaron e invadieron Irak violando el derecho internacional amparándose en la misma expresión cínica que habían utilizado unos años antes, en 1999, durante la guerra contra Yugoslavia: «es un ataque ilegal, pero legítimo». Si entonces utilizaron la excusa de las matanzas étnicas, ahora utilizaban lo de las armas de destrucción masiva.
La expresión «ilegal, pero legítima» para invadir un país o derrocar a un gobierno tiene un padre, el ex primer ministro británico Tony Blair, hoy flamante enviado especial del Cuarteto para Oriente Medio. Este personaje, que debería ser encausado como criminal de guerra junto a algunos de sus socios tanto de la agresión contra Yugoslavia como las posteriores de Afganistán e Irak, fue algo más allá al justificar los ataques de la OTAN contra territorio yugoslavo al afirmar que la guerra no se hacía por un territorio, sino por unos «valores» (3).
Y este es el quid de la cuestión ahora también. Occidente, convencido que sus valores son la imagen superior e inmodificable del mundo -y no duda en aplicarlos por la fuerza-, está tratando de lograr que la «responsabilidad de proteger» sea amparada por la Carta de las Naciones Unidas, a fin de que pueda ser aceptable para la opinión pública, destacando que la opción militar debe contemplarse como último recurso y debe ser aprobada por el Consejo Seguridad. O sea, que esté bajo el control de los de siempre. No conviene olvidar que en los meses siguientes a las invasiones de Afganistán (2001) e Irak (2003) los diferentes órganos de la ONU, empezando por el Consejo de Seguridad y después por la Secretaría General, comenzaron a legitimar post facto dichas invasiones, con lo que la ONU no actuaba como una organización internacional imparcial, neutral e independiente, como se establece en su propia Carta de principios.
De ahí la importancia de la presidencia de D’Escoto en la 63 sesión de la Asamblea General que acaba de terminar y del nuevo sesgo que imprimió a la organización con sus iniciativas. Le ha sucedido un libio y sería de desear que continuase esta senda emancipatoria que comenzó a caminar D’Escoto.
La soberanía nacional
Pero lo más sorprendente respecto a la «responsabilidad de proteger» es que la pretendida «sociedad civil», las ONGs y demás comparsas de los países capitalistas estén apoyando de forma entusiasta esta pretendida nueva doctrina en las relaciones internacionales. Lo justifican diciendo que la masacre ocurrida en Ruanda en los años 90 fue posible por el respeto a la soberanía nacional -batalla del MNOAL- y que fue eso lo que evitó detener el genocidio.
Sin embargo, no son capaces de utilizar el mismo argumento a la hora de referirse a la situación en la Palestina ocupada. Ya que critican a los defensores de la primacía del concepto de «soberanía nacional» sobre el de la «responsabilidad de proteger» deberían haberse puesto en primera fila a la hora de defender esta doctrina en el caso de Palestina, que no es un país y que no tiene «soberanía nacional» alguna que defender porque se le niega su derecho a ser un Estado. O de argumentar que si EEUU y sus aliados de la OTAN atacaron Yugoslavia e invadieron Irak sin que lo impidiese el derecho internacional lo mismo podían haber hecho en Ruanda o en Israel ante la matanza llevada a cabo en Gaza puesto que, a fin de cuentas, los palestinos están protegidos por los Convenios de Ginebra y éstos forman parte tanto del andamiaje internacional de las relaciones internacionales como del de los derechos humanos.
Luego la razón para intervenir, sea bajo el viejo paraguas de la «intervención humanitaria» o del nuevo «responsabilidad de proteger», es cómo los países capitalistas («comunidad internacional» en la neolengua orwelliana) evalúan las tragedias y si éstas se producen en un país amigo o enemigo en virtud de cómo sea considerado su gobierno. Véase, de nuevo, lo ocurrido con Kosovo y la forma en que se trató el caso -defendido a ultranza por Occidente en pleno- y lo ocurrido en Osetia tras la intervención rusa -criticada unánimemente por Occidente- pese a que en ambos casos la justificación para «intervenir» por unos y otros fue la misma. La diferencia es que el gobierno yugoslavo no era amigo de Occidente y el osetio sí.
En el debate ha terciado, como no podía ser menos, el actual secretario general de la ONU, Ban Ki-moon. Ante el temor que la iniciativa de Miguel d’Escoto cuaje en el futuro, desde la secretaría general de la ONU se intentó adelantar y ningunear a la conferencia relanzando un documento elaborado en enero de este año en el que aparecen los tres pilares sobre los que se asentaría la «responsabilidad de proteger» (R2P en el lenguaje técnico anglosajón) y que diferenciaría esta doctrina de la «intervención humanitaria»: la responsabilidad de los estados para evitar los crímenes contra su pueblo, la responsabilidad de la comunidad internacional para detectar y evitar situaciones de este tipo y la responsabilidad de aplicar diferentes grados de coerción contra los responsables llegando, en caso necesario, hasta la intervención militar (4). Y para mitigar el recelo de los críticos, especialmente de los países que componen en MNOAL, Ban Ki-moon añadía en su propuesta que además del CS de la ONU tendría un papel en esa última y drástica decisión la Asamblea General, aunque sin especificar qué tipo de papel.
Este hecho no es baladí, puesto que EEUU viene despreciando el papel de la Asamblea General desde que a mediados de los años 80 del siglo XX los palestinos utilizaron esta vía para eludir el veto sistemático que EEUU ponía a cualquier condena a Israel. Se crea aquí un conflicto de competencias importante que sólo se solventará con la reforma del CS y con otorgar más poder a la Asamblea General, algo que no está en la mente de Ban Ki-moon ni, como es obvio, de los miembros permanentes del CS.
Pero a pesar del documento en cuestión, Ban Ki-moon tiene claro del lado de quién se posiciona y matiza que si bien es aceptable el principio de «soberanía nacional» esta tiene que ser «responsable». Es de suponer que se está refiriendo a todos los países que son miembros de la ONU, por lo tanto lo primero que Ban Ki-moon tendría que hacer sería garantizar que Occidente cumple el derecho internacional, empezando por la propia ONU tal y como está poniendo de manifiesto el fraude electoral en Afganistán -que ha sido calificado como «masivo» o «general» y cuantificado por los más conservadores «en un 30%»- y cómo dicho fraude ha sido encubierto por sus representantes hasta que ha sido imposible mantenerlo oculto por más tiempo.
Y debería seguir por Israel obligándole -«responsabilidad de proteger» al pueblo palestino- a cumplir las resoluciones que viene incumpliendo desde hace más de 40 años. Y con Estados Unidos obligándole -«responsabilidad de proteger» al pueblo cubano- a levantar el bloqueo al que es sometida la isla desde hace ya casi 50 años. Y con la OTAN -«responsabilidad de proteger» al pueblo afgano-, aunque aquí rozaríamos el absurdo puesto que él mismo ha llegado (septiembre de 2008) a un acuerdo de colaboración con la OTAN sin consultar a los miembros de la ONU, como denunciaron en su momento tanto altos funcionarios de la propia ONU como Rusia y en el que se dice que «la cooperación [entre la OTAN y la ONU] seguirá contribuyendo de manera significativa a abordar las amenazas y desafíos que enfrenta la comunidad internacional a los que está llamada a responder» (5).
La comunidad internacional está compuesta por todos y cada uno de los países que forman parte del sistema multinacional denominado Organización de las Naciones Unidas. Occidente no conquistó el mundo por la superioridad de sus valores, sino por su superioridad a la hora de imponer la violencia organizada, una característica que se repite a lo largo de la historia una y otra vez y en los últimos años hay al menos tres ejemplos claros de que «las amenazas y desafíos que enfrenta la comunidad internacional» parten de Occidente y no al revés. Los casos de la invasión y ocupación de Irak en 2003, el apoyo mostrado a Israel en la guerra contra Hizbulá en 2006, reiterado hasta la náusea en la reciente agresión a Gaza de finales de 2008 principios de 2009, ponen de manifiesto que esto es así.
Es hora de intervenir en el debate abierto con gran valentía por Miguel D’Escoto y comenzar a tener opinión. Ningún sistema de relaciones internacionales y/o de justicia, incluyendo a la Corte Penal Internacional -las 14 órdenes de detención que lleva emitidas en este año son contra africanos de la República Democrática del Congo, República Centroafricana, Uganda y Sudán sin que entre ellos estén los aliados de Occidente como Paul Kagame o Yoweri Museveni, presidentes actuales de Ruanda y Uganda, respectivamente, y responsables de matanzas-, puede funcionar sin confianza e igualdad de trato.
Los panegiristas de la reforma que se plantea en la ONU se encuentran ahora en una inmejorable posición para demostrar que la reforma que defienden en las relaciones internacionales con la «responsabilidad de proteger» no tiene nada que ver con los intereses imperialistas o la injerencia neocolonial hacia los países del Sur: el Consejo de Derechos Humanos ha aprobado el informe Goldstone que acusa a Israel de crímenes de guerra y si el estado sionista no inicia investigaciones fiables sobre la matanza que perpetró en Gaza el asunto debe ser retomado por el Consejo de Seguridad y trasladado a la Corte Penal Internacional. La ONU debería aplicar ya mismo la «responsabilidad de proteger» al pueblo palestino. Sin embargo, no hace falta ser muy sagaz a la hora de predecir la actitud de las potencias occidentales (EEUU, Francia y Gran Bretaña) cuando esta situación se produzca -Israel nunca investiga sus crímenes- y cómo, de nuevo, se aplicará una doble vara de medir y no se actuará con Israel como se hizo con Sudán, por ejemplo, cuando el CS remitió el tema de Darfur a la CPI y presionó para que se enjuiciase al presidente sudanés.
Si se quiere una nueva era en las relaciones internacionales hay que abogar por un mundo verdaderamente democrático y eso no se logra con premios como el Nobel de la Paz al presidente de EEUU. Basta sólo con que se apliquen los principios del Capítulo I de la Carta de la ONU: «todos los Estados miembros deberán respetar el principio de la igualdad soberana, arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos y se abstendrán de la amenaza o uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de cualquier Estado».
Es algo que D’Escoto dijo en su discurso de despedida: «Yo soy de los que cree que la ONU es potencialmente una Organización indispensable para ayudar a la Humanidad a sobrevivir el conjunto de crisis convergentes que amenazan con llevarla a su extinción. El problema principal es, sin embargo, que no todos sus fundadores realmente creían, ni creen aún hoy, en la visión o los principios explícitos e implícitos en su Carta constituyente. Creo que no es desatinado señalar lo que todo el mundo sabe y eso, entre muchas otras verdades, es el hecho de que entre nuestros más poderosos e influyentes Estados Miembros hay quienes, definitivamente, no creen en el imperio de la ley en las relaciones internacionales y consideran, más bien, que eso de acatar las normas de derecho a que nos hemos formalmente comprometido al firmar la Carta, es algo que atañe solamente a los países débiles. Con tan bajo nivel de compromiso, no nos debería sorprender que las Naciones Unidas no haya logrado cumplir con los principales objetivos para los que fue creada. Consideran ciertos Estados Miembros que ellos pueden comportarse según la ley de la selva y defienden el derecho de los más fuertes a hacer lo que se les antoje con total y absoluta impunidad, sin tener que rendir cuentas a nadie. Además, consideran correcto el despotricar contra el multilateralismo y proclaman las bondades del unilateralismo al mismo tiempo que pontifican, sin ningún empacho, desde sus privilegiados escaños en el Consejo de Seguridad, sobre la necesidad de que los Estados Miembros cumplan a cabalidad sus obligaciones bajo la Carta, o que se les apliquen sanciones (selectivamente, por supuesto) por no hacerlo. Lo de la igualdad soberana de todos los Estados Miembros y lo de la obligación de impedir las guerras son, para ellos, pequeños detalles que no merecen ser tomados muy en serio» (6).
La batalla contra la «responsabilidad de proteger» no es baladí. En ella los pueblos se juegan su futuro. Y tal vez ya no sirve con impulsar la reforma de la ONU puesto que como muy bien dijo D’Escoto al terminar su presidencia -es de suponer que conociendo muy bien la ONU tras el año que estuvo al frente de la Asamblea General- «está ya más allá de reformas o remiendos» y lo que necesitamos es «reinventarla». D’Escoto citaba el tempus fugit, que decían los romanos, el tiempo vuela y con él se van también «las oportunidades de hacer lo que tenemos que hacer para garantizar un futuro digno para las generaciones venideras» (7). Amén.
Notas:
(1) Granma, 22 de mayo de 2009.
(2) Miguel D’Escoto, discurso de despedida como presidente de la 63 sesión de la Asamblea General de la ONU, 14 de septiembre de 2009.
(3) Newsweek:: «Se dibuja la línea de una nueva generación», 19 de abril de 1999.
(4) Ban Ki-moon: «Implementando la responsabilidad de proteger». A/63/677. 30 de enero de 2009.
(5) http://wikileaks.org/wiki/UN-NATO_Cooperation_Declaration,_23_Sep_2008
(6) Miguel D’Escoto, discurso de despedida. Op. Cit.
(7) Ibid.
Alberto Cruz es periodista y politólogo.