El paisaje después de la batalla no sólo es desolador sino también tóxico. Lo saben bien en Indochina y ahora lo están descubriendo en Siria, mientras que en Irak hace años que un alud de pruebas choca contra un muro de ocultación. La guerra no sólo mata en el acto, sino también a cámara lenta, […]
El paisaje después de la batalla no sólo es desolador sino también tóxico. Lo saben bien en Indochina y ahora lo están descubriendo en Siria, mientras que en Irak hace años que un alud de pruebas choca contra un muro de ocultación. La guerra no sólo mata en el acto, sino también a cámara lenta, con una polución desaforada -del aire, del agua y de la tierra- capaz de causar enfermedades y malformaciones aún décadas después del último disparo.
A los efectos nocivos de los metales pesados de municiones, bombas y carros de combate -sobre todo, plomo, pero también titanio o mercurio- hay que añadir, desde hace unos años, los derivados del uso de uranio empobrecido en proyectiles y blindajes. A los que se suma, en Oriente Medio, el terrorismo ambiental al que han venido recurriendo milicias como Estado Islámico, con el incendio deliberado de pozos de petróleo o vertidos de crudo para envenenar acuíferos y campos de cultivo.
Seguir leyendo: http://www.lavanguardia.com/internacional/20171225/433872875031/peste-guerra-terrorismo-ambiental.html