Recomiendo:
0

La ruta de los mojados: «Jalando pa’l norte»

Fuentes: Diagonal

Uno de los caminos que los ‘mojados’ utilizan para llegar al ‘El Dorado’ del norte es la Ruta Maya. Es la ruta de los más pobres, de los que no tienen 6.000 dólares para pagar a los ‘coyotes’ para que les crucen en camiones la frontera de Tucum Uman o La Mesilla (en la frontera […]

Uno de los caminos que los ‘mojados’ utilizan para llegar al ‘El Dorado’ del norte es la Ruta Maya. Es la ruta de los más pobres, de los que no tienen 6.000 dólares para pagar a los ‘coyotes’ para que les crucen en camiones la frontera de Tucum Uman o La Mesilla (en la frontera sur con Chiapas), que son las rutas más ‘seguras’. DIAGONAL ha hecho este recorrido junto a los ‘mojados’.

El flujo migratorio de Centroamérica y el Caribe hacia EE UU y Canadá ha crecido de forma desproporcionada en los cinco últimos años, según señalan estudios realizados por diversas instituciones defensoras de los derechos humanos en Centroamérica. Miles de hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y en especial mexicanos, aceleran el paso hacia los EE UU, con el objetivo de cruzar antes de que termine la construcción del nuevo muro fronterizo.

CIUDAD DE GUATEMALA

En la estación central de autobuses, William Guzmán, un hondureño de 33 años, maestro de profesión, que ya fue deportado desde el norte de México hace casi dos años, y que está de camino para repetir el intento, nos informa: «Se ha hecho muy difícil cruzar por la frontera mexicana por las rutas tradicionales. Hay mucho control por parte de las autoridades en la frontera con Chiapas, es mejor entrar por la Ruta Maya». William aclara que intentará adquirir un pasaporte mexicano cuando contacte con los ‘coyotes’: «Puedes conseguir por 300 dólares el pasaporte de algún broder fallecido». Patty Reyes, una joven salvadoreña, que también espera el autobús para proseguir su ruta hacia el norte, se confiesa: «Estamos pisados, en nuestros países no hay trabajo, somos muy pobres, jalo pa’l norte, cuando terminen el muro todo va a ser más difícil». Y prosigue: «Los coyotes que operan en la frontera de Guatemala y México te pueden llevar a los EE UU por cantidades entre 4.000 y 6.000 dólares, pero yo no tengo pisto (dinero)».

A las 10 de la mañana, subimos al autobús. Nuestro objetivo: la ciudad de Santa Elena. Por delante nueve horas para compartir. Basta con mirar a los pasajeros para darse cuenta de que Patty y William no son los únicos que viajan hacia el ‘sueño americano’. Durante el trayecto, Walter García, un pasajero guatemalteco que ha trabajado para la agencia de cooperación sueca en la zona, cuenta que unas 200 personas atraviesan diariamente las selvas del Petén, caminando mochila al hombro rumbo a México. Nos alerta de que en la ruta hay que tener cuidado con las serpientes, que en la selva también hay jaguares y ocelotes, aunque lo que veremos serán monos, lagartos y pizotes (una especie de ardilla gigante).

SANTA ELENA

Al bajar de autobús, nos ofrecen los servicios de múltiples hotelitos tan sólo por dos dólares la habitación. Es un servicio integral, a ellos llegarán por la noche los ‘coyotes’ (también llamados ‘polleros’) en busca de la clientela. Estamos en el corazón de la ‘cultura del maíz’. Tan sólo a 45 minutos está Tikal, las ruinas de lo que fue uno de los principales centros culturales y poblacionales de la civilización maya. Santa Elena es una población pequeña situada a la orilla del lago Petén Itzá, dominada por un enorme cuartel militar. Lo único que un visitante puede ver en esta triste ciudad es su mercado repleto de bellas y coloridas telas, así como de todo tipo de productos provenientes del mercado negro (gafas de sol, relojes, walkmans, dvd…).

En la iglesia se hacinan varios migrantes. Nos cuentan los lugareños que son los que han sido asaltados por el camino. «Llegan sin nada de plata, el cura les deja dormir en la parroquia, y además les dan un vale de comida al día». Santa Elena es un punto de encuentro de ‘remojados’. «Se es tantas veces ‘mojado’ como países has de cruzar para llegar a EE UU», explica Patty. Aquí comparten experiencias, se dan ánimos y los más experimentados dan consejos. «Hay que andar listo. He visto a gente ahogarse en los ríos o romperse los huesos en caídas en las quebradas. Hay que tener cuidado con los asaltantes, te roban hasta los zapatos y si no tienes al menos 50 pesos corres el riesgo de que te maten, pero especialmente hay que cuidarse de los policías, ésos son los peores», indica Edmundo Vargas, un lugareño cuyo hermano vive en EE UU desde hace diez años.

EL NARANJO

La siguiente parada es una aldea a la orilla del río San Pedro. Para llegar hemos cruzado más de 160 kilómetros de precarias pistas por la selva del Petén en una pick-up repleta de gente. Los únicos extranjeros que encontramos en la población son mojados. Nos hallamos a 35 km de México. Los lugareños van armados y las cámaras de fotos no son de su agrado. El punto neurálgico de esta aldea es su embarcadero. En él se respira la tensión. Allá conviven cambistas de dinero junto a lancheros y ‘coyotes’.

Allá conocemos a Jennifer, una nicaragüense que nos cuenta cómo fue asaltada y violada hace unos días por la policía guatemalteca. «No tengo un quetzal [moneda guatemalteca]. ¿Denunciar, a dónde?, ¿cómo voy a denunciar ante estos mismos ‘pendejos’?». El norte de Guatemala está bajo control de las bandas de narcotraficantes y de los paramilitares; abundan las pistas de aterrizaje clandestinas para el contrabando de cocaína y estupefacientes.

EL CEIBO

Las calles de El Naranjo están llenas de migrantes que esperan para cruzar. Las pequeñas tiendas de ‘abarrotes’ (ultramarinos) hacen su agosto, los mojados se pertrechan de todo lo necesario para emprender la marcha, especialmente de agua. Salimos de El Naranjo en una barcaza en dirección a El Ceibo.

Cruzar estos 35 kilómetros en barca lleva una hora. Mucha gente también lo hace atravesando la selva entre el estruendo ocasionado por los monos aulladores (animal característico de la selva petenera). Por el camino los agentes de Migración guatemaltecos piden a los inmigrantes que se identifiquen, pero nadie pide documentación alguna que autorice la entrada a México. Un agente aclara que el control no se realiza con ánimo represivo. «El problema es que luego muchos son asesinados y luego se hace muy difícil identificarlos. Lo hacemos básicamente por eso».

Atravesamos las aguas del río San Pedro entre pájaros de colores y apáticos cocodrilos, que se sumergen a nuestro paso demostrándonos su más absoluta indiferencia. Llegamos a El Ceibo, es el único paso fronterizo de la zona entre México y Guatemala, su posición está marcada por un meridiano que atraviesa el poblado. De la lancha bajan 44 personas. La aldea es un gran bazar de productos provenientes del mercado negro. Muchos mexicanos cruzan la frontera para comprar ropa y aparatos electrónicos más baratos; la mayoría los revenderán en México. Por los cerros que rodean la aduana pasan los caminos por los que cruzan los inmigrantes. Un grupo de salvadoreños viene de inspeccionar los montes: «El paso es ‘paloma’ (dificultoso), si te pierdes puedes pasarte días caminando. Hay que tener mucho cuidado con las ‘maras’ (pandillas de asaltantes), hay muchos esperando en el camino». William y Patty se organizan junto con otro medio centenar de migrantes. Juntos cruzarán los cerros. Partirán esta misma noche camino a México. Hacen las últimas compras de alimentos, cargan sus pequeñas mochilas con lo únicamente indispensable. A partir de aquí emprenden una nueva etapa, cruzando el territorio mexicano. Entrarán en el Estado mexicano de Tabasco, y marcharán hacia Tenosique.

Esa noche nos despedimos, todos nos deseamos suerte. Antes de marchar, William me cuenta que tenosique en náhuatl significa la ‘casa del hilandero’ (combinación de vocablos mayas ‘ta-na-tsiic’), y que la primera vez que tuvieron el «infortunio» de que los españoles llegaran hasta allí fue en 1525, cuando Hernán Cortés pasó al mando de su ejército, camino de Honduras, para castigar a un lacayo sublevado. Patty me regala una estampita de la Virgen de Guadalupe, me pide el correo electrónico. Promete escribirme desde Los Ángeles, donde vive una prima suya que también entró en los Estados Unidos como mojada, aunque hoy ya tiene papeles.

LA RUTA MEXICANA

De vuelta a El Naranjo, el chófer de la pick-up que me lleva -asegura llamarse Vladimir Ilich- me cuenta que, desde El Ceibo a Tenosique, los mojados deberán caminar 56 kilómetros. Es uno de los tramos más peligrosos de su ruta hacia el norte: lo llaman «el camino de la incertidumbre».

En los últimos tres años, cerca de 60 migrantes han sido asesinados en ese tramo, y otros 130 han sido heridos. Cuando lleguen a Tenosique les faltarán aún 3.000 kilómetros para llegar a la frontera con EE UU. Abordarán un tren hacia Veracruz en el que viajarán entre tres y cuatro días. Lo harán colgados entre los vagones o en sus techos. Muchos se duermen y caen a las vías, y son despedazados por el tren. También deben cuidarse de la Mara Salvatrucha, que los ‘caza’ en los trenes para robarles y violar a las mujeres. Pernoctarán en Coatzalcoalcos, ya en Veracruz. Dormirán al lado de la vía, a la espera del tren con dirección a Medias Aguas. Después volverán a cambiar de tren en Tierra Blanca, siempre hacia el norte.

En esta última ciudad tendrán que elegir entre seguir la ruta atlántica, e intentar cruzar por Matamoros (Tamaulipas) a los EE UU, o ir hacia el Distrito Federal, desde donde irán a la frontera de algún otro estado norteño (Piedras Negras en Coahuila, Ciudad Juárez en Chihuahua, Tijuana en Baja California, o Nogales, Agua Prieta, desierto de El Sásabe en Sonora). Las rutas hacia México y Estados Unidos varían en función de las preferencias y los negocios que hagan los ‘coyotes’.

FRONTERAS E IMPUNIDAD

Como explica uno de los chóferes que en su pick-up hace de transporte por las pistas: «Uno de cada cinco mojados consigue llegar a los EE UU, las chavas (mujeres) sufren mucho, dicen que el 70% son violadas, algunas varias veces durante todo el trayecto. También las hay que quedan enredadas en redes de prostitución que jalonan todo lo ancho y largo del territorio mexicano».

4.235 muertes en la frontera

Los sistemas de vigilancia desplegados en la parte californiana de la frontera de EE UU han desplazado las rutas de los mojados a zonas desérticas más peligrosas.

Desde 1994 en la frontera entre EE UU y México han muerto 4.235 personas. Según un informe de la Fundación Asistencia Legal de California (FALC), sólo durante el año pasado el número de fallecimientos oficial fue de 485, y en el primer trimestre de 2007, las víctimas mortales alcanzaban ya las 91 personas (ver cuadro). Pero para Arnoldo García, director de la Red Nacional para los Derechos de Inmigrantes y Refugiados, con sede en Oakland (EE UU), las cifras no son fiables, pues sólo se cuentan los cadáveres aparecidos. «La cifra de muertos debe ser cuatro veces mayor, porque creemos que por cada muerte hay otros diez migrantes desaparecidos, de los cuales sus familias nunca supieron cuál fue su destino».

El primero de octubre de 1994, el Servicio de Inmigración y de Naturalización de los EE UU puso en marcha el Operativo Guardián (Operation Gatekeeper) en la frontera entre San Ysidro y Tijuana. El objetivo: «Asegurar y proteger la frontera de los EE UU por medio de la prevención de entradas ilegales al país y de la detección y arresto de las personas sin documentos migratorios, de los contrabandistas y de toda persona que viole las leyes». Ello ha significado una aguda militarización de la frontera entre México y el Estado de California, que ha sido tomada por miles de agentes de la Patrulla Fronteriza (Border Patrol).

Este sistema sirvió de modelo en otras zonas fronterizas del territorio, como el programa Hold the Line en Texas o Safeguard en Arizona. Pero si algo caracteriza al Operativo Guardián son sus dramáticas consecuencias en materia de DD HH y las miles de muertes que deja en la frontera. Al primer muro -que se construyó gracias al excedente de la Guerra del Golfo de 1991- se le ha añadido otro segundo de pilares metálicos infranqueables, que disponen de las tecnologías más avanzadas: detectores con luces infrarrojas o de calor humano y cámaras múltiples auxilian a las patrullas desplegadas las 24 horas del día.

Cada día, en la ‘línea’ entre San Ysidro y Tijuana, 40.000 mexicanos van a trabajar a San Diego, y miles de residentes de San Diego cruzan del otro lado para trabajar en las maquilas tijuanenses. Estos flujos económicos y humanos que integran a las dos ciudades revelan lo anacrónico del Operativo Guardián. Mientras la frontera económica desaparece, se levantan barreras insalvables a la libre circulación de las personas. «El Operativo Guardián es el responsable de que se haya provocado un desplazamiento de los flujos migratorios hacia las zonas desérticas de Texas o Arizona. Los migrantes ahora intentan cruzar en zonas áridas, donde miles han fallecido de deshidratación, de hipotermia o de accidentes en los cañones», denuncia Christian Ramírez, de American Friends Service Committee.

La obsesión por el control de los flujos migratorios ha dado también pie a la aparición de «grupos de defensa civil de la patria», principalmente en las zonas fronterizas de Arizona. Estos grupos paramilitares de ‘vigilantes’, como los Homeland Defense’s Volunteers o los Minuteman, están armados para detener a los migrantes en la zona fronteriza. Recientemente la estadounidense ‘guerra global contra el terrorismo’ ha venido a dar nuevas justificaciones a la actuación de estas milicias que cazan migrantes haciendo arrestos de perfil racial (Ver DIAGONAL nº 32). Para Óscar Escalada Hernández, director de la Casa MICA de Menores Migrantes, la cosa está clara: «Los éxitos del Gobierno estadounidense con su Operativo Guardián para nosotros significan luto, el luto de miles de familias».

Sin embargo, el flujo migratorio es imparable. Los hispanos tienen una presencia cada vez mayor en EE UU, hasta tal punto que ya conforman el 12,5% de la población estadounidense. Es decir, que de cada 10 residentes en EE UU más de uno es hispano. Se estima que en los EE UU hay ya un millón de hondureños, dos de guatemaltecos y tres de salvadoreños. El caso de México es especial: se calcula que hay 30 millones de mexicanos viviendo en los EE UU, de ellos 12 millones son nacidos en México y los otros 18 son descendientes.