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La superpotencia insaciable: la lógica de las intervenciones de Panamá a Libia, 1989-2011

Fuentes: Eurasian Hub

Hace casi veintidós años, en diciembre de 1989, Estados Unidos dio un puñetazo sobre la mesa al invadir Panamá para capturar a su presidente, el general Noriega. La intervención se produjo en paralelo a su previsible consolidación como única superpotencia mundial. Mientras la Unión Soviética cedía espacios en su área de influencia, los norteamericanos aseguraban […]

Hace casi veintidós años, en diciembre de 1989, Estados Unidos dio un puñetazo sobre la mesa al invadir Panamá para capturar a su presidente, el general Noriega. La intervención se produjo en paralelo a su previsible consolidación como única superpotencia mundial. Mientras la Unión Soviética cedía espacios en su área de influencia, los norteamericanos aseguraban su posición en lo que ellos denominan «hemisferio occidental». Si la Guerra del Golfo de 1991 significó la puesta de largo del nuevo orden mundial, la invasión de Panamá fue el ensayo general en el que empezó a manejar el discurso que se repetiría en las intervenciones militares de los decenios siguientes: las guerras estaban diseñadas para escarmentar a los malhechores, proteger a los inocentes e imponer la democracia en todo el mundo.

Sin embargo, las buenas intenciones no explican las intervenciones de la Posguerra Fría tanto como el imaginario geopolítico de la superpotencia hegemónica. Más allá de los valores que han legitimado su acción de cara a su propio público y al de una parte de las poblaciones que las padecen, estas intervenciones formaban parte del reclamo que hace Estados Unidos sobre la posesión de la primacía a nivel global. Es en esta clave en la que piensan sus intelectuales de Estado cuando redibujan el mapa político del mundo en función de los intereses de Estados Unidos. Uno de los más influyentes, Zbigniew Brzezinski, centró su atención en el espacio euroasiático al ser el lugar en el que se concentran los recursos energéticos de interés estratégico que deben ser controlados para garantizar esa primacía. Es allí también donde se encuentran los principales competidores que puede encontrar la superpotencia en su empeño. Latinoamérica había perdido su interés geopolítico al ser ya territorio sino conquistado, al menos domesticado. No en vano, allí se habían experimentado durante décadas diversas variedades de intervencionismo (militar, financiero, político) que con el tiempo se irían exportando a Eurasia.

Esa agenda exterior ha sido ampliamente compartida por las élites políticas estadounidenses. La estrategia de Bill Clinton (1993-2001) consistía en impulsar «la ampliación de la comunidad de democracias de mercado mientras se frenan y limitan las amenazas a nuestra nación, nuestros aliados y nuestros intereses», dando una importancia mayor a los países que tuvieran «una importancia estratégica». Previamente, el gobierno de George Bush (1989-1993) había dado el tiro de gracia a la única alternativa política y económica de alcance global a Estados Unidos, representada por la URSS. Así, durante algunos años, el mundo era representado como una gran tabla rasa sobre la cual la superpotencia impondría un orden justo sin atender a una gran mancha roja en el centro de Eurasia. Su hijo, George Walker Bush (2001-2009), acopló el planteamiento a la Guerra Global contra el Terrorismo, que fue, a la vez, venganza por los ataques del 11 de septiembre de 2001, pero que comportó una nueva ofensiva para consolidar la posición ante el surgimiento de nuevos actores en Eurasia. Barack Obama, por su parte, ha venido afianzando la presencia de su país en los escenarios hegemónicos de su predecesor, a la vez ha terminado por impulsar una nueva intervención militar, esta vez en el norte de África. Con los bombardeos sobre Libia y el apoyo a los rebeldes, se pretende dar continuidad geográfica a la presencia de Estados Unidos en el «Gran Medio Oriente», que según el imaginario geopolítico de los norteamericanos es el espacio que abarca a las naciones musulmanas desde Mauritania a Pakistán (MENA: Middle East & North Africa).

A nivel internacional, Estados Unidos ha legitimado sus intervenciones en la Posguerra Fría encarnándose como protector de unos derechos universales. Las alianzas etiquetadas como «comunidad internacional» persiguen su propio interés mientras se erigen en portavoces de los deseos e intereses de la humanidad. Son coaliciones cuya única línea de continuidad es el liderazgo estadounidense, aunque a veces incluyen otras ambiciones entre sus filas, como la que ahora explica los manejos y conspiraciones del presidente Sarkozy. Naciones Unidas, la OTAN, la Unión Europea, la Liga Árabe y algunos estados que se han sumado puntualmente, han sido instrumentos utilizados a conveniencia en cada intervención para absorber proporciones del tremendo degaste que habría generado la intervención en solitario de los EEUU. El irresistible ascenso de otras potencias en el escenario internacional no ha hecho que el planteamiento pierda su vigencia. A pesar de que la trampa lingüística estaba diseñada para un mundo unipolar, el concepto se ha forzado hasta sus últimas consecuencias en la presente campaña de bombardeos sobre Libia: ninguno de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), ni Alemania, han apoyado el establecimiento de la «zona de exclusión aérea» en el Consejo de Seguridad.

En cualquier caso, el nuevo equilibrio global del poder no ha disuadido esta vez a la superpotencia. Como en otras ocasiones, con buenas palabras y dobles raseros interpretativos se ha pretendido disimular hasta extremos exagerados que sobre el terreno luchan dos bandos armados, y que del mismo modo que en Libia se delegan los objetivos al Consejo Nacional de Transición, en Bahréin cumplen con su misión intervencionista las tropas de Arabia Saudí. Allí se denuncia un complot iraní mientras en Siria se denuncia por «ridícula» cualquier alusión a la posibilidad de que las situaciones pudieran estar promovidas desde el exterior.

En circunstancias igual de confusas se produjeron las intervenciones de Estados Unidos en Somalia, Haití, Bosnia, Kosovo, Afganistán e Irak. Siempre respaldados por la consigna mediática del «hay que hacer algo», repetida en esos casos mientras se callaba en otros, como el de Ruanda, la superpotencia ha ido dejando su huella en los lugares clave de su concepto estratégico. Allí, la última tecnología militar estaba destinada a ser la escolta de la paz y los valores democráticos, pero tras de sí dejó estados fallidos, como Somalia, y juguetes rotos, como el gobierno .de los albaneses de Kosovo. Sobre ellos se descarga la responsabilidad de la mala situación posterior, olvidada a medida que se amplían los horizontes y se planean nuevas intervenciones. Hoy, siguen moviendo fichas pretendiendo ostentar un rol hegemónico cada vez más en cuestión, obstaculizando de este modo el desarrollo de estructuras de cooperación regional independientes que son las que deberían facilitar las imprescindibles reformas sociales.

Carlos González Villa – Eurasian Hub

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