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La tragedia de Haití y del Tercer Mundo más allá de los fenómenos naturales

Fuentes: Rebelión

Una vez más un desastre natural se ha cebado con uno de los países más pobres del planeta, y, como consecuencia del mismo, también una vez más asistimos a la hipocresía y cinismo de los países que, por su imperialista actuación permanente en buena parte del mundo -incluido en Haití-, tienen responsabilidad infinita en la […]

Una vez más un desastre natural se ha cebado con uno de los países más pobres del planeta, y, como consecuencia del mismo, también una vez más asistimos a la hipocresía y cinismo de los países que, por su imperialista actuación permanente en buena parte del mundo -incluido en Haití-, tienen responsabilidad infinita en la calamitosa situación de gran parte de los pobladores de nuestra maltrecha Tierra.

Haití es el país más pobre de América, lo que no es ninguna bobería, y, según el listado del índice de Desarrollo Humano de la ONU, ocupa el puesto 155 de entre 177 países valorados.

Mucho se habla estos días de la «ayuda humanitaria» ofrecida por los gobiernos del Primer Mundo, como si el Tercer Mundo no fuera precisamente la nefasta consecuencia de la lujosa existencia del primero. Los actuales pobladores primermundistas -los gobernantes y sus gobernados- deberían ser menos soberbios, más humildes y comedidos. No se vayan a pensar que el nivel de vida que hoy en día poseen en sus respectivos «edenes» se debe a que son más inteligentes que los habitantes de los países subdesarrollados. A estas alturas no es conveniente ni saludable confundir la inteligencia con la rapiña.

Sería bueno recordar que, fundamentalmente, las balanzas se desequilibran porque se quita de un lado para ponerlo en el otro. Y para llevar a cabo tan despiadado y egoísta proceso, más que la inteligencia, lo que históricamente siempre se ha utilizado ha sido la fuerza. Citaré un solo ejemplo de los muchísimos que existen: Los 16 millones de kilos de plata que en poco más de siglo y medio fueron extraídos del Cerro Rico de Potosí -en la actual Bolivia- y llevados a España, consolidaron el capitalismo europeo y aniquilaron a ocho millones de explotados indígenas. Hipotecada como estaba la Corona, buena parte de esa plata, así como de los 185.000 kilos de oro que entre 1503 y 1660 igualmente llegaron al puerto de Sevilla, pasaron rápidamente a manos de los acreedores del reino. De esta manera la prosperidad de Madrid, Londres, Alemania, Suiza, Amsterdam, París… se vio grandemente beneficiada.

Hoy, en mayor o menor medida y sin necesidad de mantener a sus colonias tradicionales, los países ricos siguen saqueando a los países empobrecidos, y además lo hacen de manera más eficaz para la consecución de sus perversos intereses.

En una de sus innumerables denuncias, el compañero Fidel se expresó de esta ilustrativa manera: «Los países desarrollados y sus sociedades de consumo, responsables en la actualidad de la destrucción acelerada y casi indetenible del medio ambiente, han sido los grandes beneficiados de la conquista y la colonización, de la esclavización, la explotación despiadada y el exterminio de cientos de millones de hijos de los pueblos que hoy constituyen el Tercer Mundo, del orden económico impuesto a la humanidad tras dos monstruosas y destructivas guerras por el reparto del mundo y sus mercados, de los privilegios concedidos a Estados Unidos y sus aliados en Bretton Woods, del FMI y las instituciones financieras internacionales creadas exclusivamente por ellos y para ellos.

Ese mundo rico y derrochador posee los recursos técnicos y financieros para saldar su deuda con la humanidad…»

Pero no lo hacen. Ni siquiera son capaces de cumplir con el mísero 0,7% del Producto Interno Bruto prometido como ayuda al desarrollo de los países pobres. No tengo a mano datos más recientes, pero, casi con total seguridad, los actuales no deben de andar muy lejos de los de hace cuatro años. En 2006 sólo cinco países abonaron el citado 0,7%: Suecia -0,92-; Luxemburgo -0,87-; Noruega -0,83-; Holanda -0,82- y Dinamarca -0,81-; aportaciones insuficientes, sin embargo, puesto que desde el lejanísimo1972 -año en que los gobiernos primermundistas adquirieron el compromiso de entregar el 0,7% de sus PIB- a esta parte, la brecha económica entre los países ricos y pobres ha ido en rápido aumento.

A los países pobres, lejos de devolverles de alguna manera lo que les pertenece, se les exige descaradamente el pago de la deuda externa -contraída de manera inconstitucional o ilegal la mayoría de las veces- por parte de los países enriquecidos a su costa. Estos despiadados cobros se pagan a base de reducir gastos en la educación, la salud, en el desarrollo económico… y es, en parte, la causa de que, para vergüenza de la humanidad, el hambre afecte a tantas personas en todo el mundo.

Con esta nefasta certeza, quizá habría que tener más en cuenta las palabras de Luis Britto García cuando dice que «todo deudor puede sobrevivir al colapso de un organismo financiero; ningún organismo financiero sobrevive al incumplimiento de todos sus deudores. La deuda debe ser manejada como instrumento de poder». 

Ofrecer una migaja al hambriento cuando se tiene infinidad de panes, no creo, sinceramente, que sea un gesto digno de admiración; y mucho menos todavía si tenemos en cuenta que esos panes fueron conseguidos usurpando el agua, la harina, y la levadura al famélico e indefenso despojado.

«Cuando repartimos lo nuestro con los que padecen necesidad -escribió Gregorio Magno en el siglo VI-, no les damos lo que nos pertenece, sino lo que les pertenece. No es una acción compasiva, sino el pago de una deuda».

Solidaridad es ofrecer -y dar- sobre todo cuando se tiene que hacer un verdadero esfuerzo para ello. Y de eso, justo es el reconocerlo, Cuba sabe bastante.

Los gobernantes primermundistas se esfuerzan más bien en que se sepa, si es buena, la posición que ocupan en la lista de los países que más ayuda ofrecen cuando acontece una catástrofe natural, por ejemplo, en algún país tercermundista -lo estamos viendo estos días tras el devastador terremoto de Haití-. Los reaccionarios medios de comunicación -controlados por ellos- se encargan de difundir hasta la saciedad la hipócrita información con lista incluida. Lo que no informa estos medios -una vez eclipsado el «período solidario» por otras noticias- es que muchos de esos gobiernos nunca acaban entregando la ayuda prometida, puesto que la mayoría de las veces y en el mejor de los casos rebajan la cuantía económica considerablemente.

Además, las «ayudas» del primer mundo casi siempre se ofrecen condicionadas; existen infinidad de ejemplos de estas prácticas tan miserables. En 2003, en tiempos en que el «Führercito» Aznar gobernó en el Estado español y «revolvió» a Europa contra Cuba revolucionaria, en un gesto de dignidad el gobierno cubano renunció a la «ayuda humanitaria» que la Unión Europea y sus gobiernos ofrecía, porque a cambio éstos exigían a Cuba condicionamientos políticos, y «la soberanía de un pueblo no se discute con nadie». Aquellas «ayudas», muy mermadas en los años precedentes -en 2002 sólo fueron 0,6 millones de dólares, a pesar de que entre noviembre de 2001 y octubre de 2002 Cuba sufrió la pérdida económica de 2.500 millones de dólares como consecuencia del impacto de tres huracanes-, llegaban -cuando llegaban- más mermadas todavía, ya que la Comisión Europea y los países miembros restaban de la exigua cifra los llamados costos indirectos; entiéndase: pasajes en sus propias líneas aéreas, hospedajes, salarios y lujos a niveles de primer mundo… Gastos que, sin embargo, eran computados como parte de su «generosidad».

El 26 de Julio de 2003, a través del discurso pronunciado en Santiago de Cuba en el por aquel entonces 50 aniversario del asalto a los cuarteles Moncada de la citada ciudad y Carlos Manuel de Céspedes de Bayamo, Fidel recordó muy acertadamente que «los pagos de Cuba a los países de la Unión Europea por concepto de importaciones de mercancías en los cinco últimos años alcanzaron 7.500 millones de dólares, un promedio de 1.500 millones anuales. En cambio, esos países sólo adquieren productos de Cuba por un valor promedio, en los últimos cinco años, de 571 millones anuales. ¿Quién realmente está ayudando a quién?»

Buen ejemplo, sin duda, del cinismo que los gobernantes primermundistas rebosan a raudales. Las ayudas-migajas que hoy en día los «verdugos» ofrecen a sus «víctimas» son tan ridículas y miserables que sólo sirven para parchear la deteriorada imagen que los primeros poseen, y, si la tuviesen, diría que quizá también para tranquilizar a sus angustiadas conciencias.

La prensa reaccionaria está vendiendo estos días el liderazgo del gobierno de los Estados Unidos en la «ayuda humanitaria» que numerosos países del mundo están ofreciendo al hermano pueblo haitiano; cómo si no recordáramos su nefasta e inhumana actuación en su propio territorio y para con sus gobernados tras el paso del Katrina, que fueron vilmente abandonados. Además, ¿ayudar con 10.000 soldados? ¿Por qué en vez de individuos armados no envía personal más necesario, como son los constructores y médicos? De Cuba, que lleva más de diez años ejerciendo de manera desinteresada misiones internacionalistas en la patria de Toussaint-Louverture y Dessalines, y que además, tras el terremoto, sus médicos fueron los primeros en asistir a los damnificados, apenas dice nada.

Obama, un agente del gran capital malamente disfrazado de humanista, ha anunciado la creación del Fondo Clinton-Bush para coordinar el envío de las ayudas que hagan corporaciones e individuos. Y para ello, los citados medios han difundido hasta la saciedad una imagen de lo más patética e insultante: Obama compareciendo junto a los dos ex presidentes: Bush y Clinton. Como si no supiéramos que, durante sus mandatos, el primero de ellos fue un genocida y mentiroso extorsionador de los pueblos del Tercer Mundo; y el segundo, con idénticas credenciales, el máximo responsable de la invasión, en septiembre de 1994, con más de 20.000 de sus soldados, de la propia Haití; y no precisamente para entregar caramelos dulces a sus pobladores ni ayuda humanitaria.

Como en otros muchos países del mundo, en la década de los 90 los «ajustes estructurales» impuestos por el FMI -una de las herramientas más dañinas y eficaces del imperio- provocaron resultados calamitosos en la población haitiana; se redujeron, por ejemplo, las tarifas a la importación de alimentos básicos, tales como el arroz, lo que contribuyó de manera absoluta al hundimiento del sector económico más importante del país: la agricultura.

Haití, que consiguió su independencia de Francia en 1804, no ha sido prácticamente dueña de su destino en ningún momento de su historia escrita. Ya en el lejano 1492 fue «descubierta» por Cristóbal Colón, y, en 1697, mediante el Tratado Ryswick, pasó a manos de Francia. Fue en el citado 1804 cuando, tras el largo proceso emancipador protagonizado por François Dominique Toussaint-Louverture, primero, y finalmente por Jean Jacques Dessalines, culminó en la independencia. Pero pronto fue impuesto un cruento bloqueo económico, político y militar contra toda la población, en un intento desesperado de los franceses -junto a la participación de Inglaterra y la connivencia de los Estados Unidos- de reconquistar -con éxito- y restablecer la esclavitud en el territorio haitiano. Los yanquis invadieron Haití por primera vez en 1915, y ejercieron su control absoluto hasta 1934.

Con ayuda militar y financiera de los Estados Unidos se sucedieron varios y sanguinarios dictadores que favorecieron a los intereses del imperio: en 1957 fue elegido François Duvalier -con más de 60.000 asesinados a sus espaldas-; en 1971 le sucedió su hijo…, y unos cuantos más. Curiosamente, en la actualidad, Jean Claude Duvalier vive muy cómodamente en Francia, y, gracias al dinero recibido por parte de los Estados Unidos para poner fin a su dictadura, Raoul Cedras es un destacado y respetado hombre de negocios.

El 25 de febrero de 2004, soldados yanquis en contubernio con el ejército francés secuestraron al presidente Jean-Bertrand Aristide para sacarlo del país -actualmente reside en Suráfrica-. Estados Unidos y Francia dijeron que el presidente legítimo había renunciado al cargo para evitar un derramamiento de sangre, lo que fue desmentido categóricamente por el propio Aristide. En la actualidad, quien preside la miseria generada por tantos siglos de atropellos imperialistas es René Préval.

El corazón de Haití ya latía muy débilmente, pues, antes del terremoto y, obviamente, necesita ayuda urgente y sincera. Pero ¿debemos creer que van a ayudarle sus históricos verdugos a cambio de nada? La cínica y cruel política de los imperios siempre ha sido la misma: primero saquean a los pueblos causándoles enormes heridas, y luego, cuando por éstas se desangran, aplican ridículas tiritas sobre las mismas. Aplicación que, por supuesto, no sirve para detener la hemorragia.

El FMI -brazo monetario del imperio- ya ha anunciado su «ayuda»; dicen que ha ofrecido un crédito, luego no han regalado nada. Este dinero no repercutirá de manera positiva en el bienestar de los haitianos y, sin embargo, servirá para que Haití se endeude un poco más, si cabe, porque lo más probable es que sea destinado a la reconstrucción de ciertas infraestructuras que, cómo no, serán realizadas por empresas yanquis y de otros países imperialistas.

Se mire por donde se mire y al margen de los adversos fenómenos naturales, para erradicar la pobreza sólo existe un camino: La erradicación de la riqueza privada socializándola, o lo que es lo mismo, sustituyendo el sistema capitalista por el socialista. Mientras los actuales ricos del mundo no acepten la evidencia o sean finalmente vencidos -como grandes beneficiarios del actual sistema, difícilmente van a renunciar voluntariamente a sus privilegios-, la pobreza seguirá golpeando contundentemente a la mayor parte de la población mundial que, como se sabe, lejos de ser reducida, sigue en vertiginoso aumento.

http://baragua.wordpress.com

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.