La insurrección de las palabras y las muchas voces del zapatismo Desde su irrupción en enero de 1994, el movimiento zapatista ha generado un proceso de producción discursiva variado y prolífico. De este modo, una de las características del discurso zapatista es su heterogeneidad, esto es, la diversidad de sus orígenes, por lo que tendríamos […]
La insurrección de las palabras y las muchas voces del zapatismo
Desde su irrupción en enero de 1994, el movimiento zapatista ha generado un proceso de producción discursiva variado y prolífico. De este modo, una de las características del discurso zapatista es su heterogeneidad, esto es, la diversidad de sus orígenes, por lo que tendríamos que referirnos a sus «muchas voces». Ya en la Primera Declaración de la Selva Lacandona (en realidad, una declaración de guerra en contra del gobierno de Carlos Salinas de Gortari) firmada por la Comandancia General del EZLN, se hablaba en nombre de los millones de explotados y desposeídos del país. Todo esto en el marco socioeconómico que representaba el ingreso de México al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, con lo que se daba inicio al proceso de «globalización» de nuestra economía y a las políticas «neoliberales» que los gobiernos (primero, el priísta de Zedillo y, luego, el panista de Fox) habrían de seguir.
Así, el Hoy decimos: ¡Basta!, se convirtió lo mismo en un llamado fraternal y combativo a los muchos mexicanos que se encontraban en desacuerdo con el gobierno de Salinas de Gortari y el sistema político que representaba, pero además se hizo a nombre de esos muchos. Se levantó la voz de unos para hablar (más que gritar) en voz alta por, para, y a esos muchos. La insurrección iniciada el 1 de enero de 1994 en Chiapas, aparte de ser un levantamiento armado, fue, y ha sido desde esa fecha, una insurrección de las palabras. Una rebelión contra el orden discursivo imperante en el ámbito sociopolítico de México. La toma del poder de la palabra por aquellos a quienes durante muchos años les había sido negada la posibilidad de usarla para mostrarse ellos mismos como sujetos «de palabra» (así como durante la época de como durante la época de la Conquista se discutía si los indígenas eran sujetos de «razón» y, por tanto, susceptibles de ser evangelizados).
Los indígenas chiapanecos del EZLN, más que decir que se «empoderaron», se «empalabraron» (si se me permite acuñar este otro cacofónico neologismo).
Y desde entonces, el zapatismo ha ido definiendo su voz junto a otras voces. Ha creado un lenguaje propio y diferente a la vez, porque ha sabido conjugar la multiplicidad de las voces (en ocasiones sectores y agrupaciones en su discordantes) de distintos sectores y agrupaciones en su propio discurso.
Tal es el caso del vocero (o portavoz) de la Comandancia del EZLN, el Subcomandante Marcos, quien en sus distintos textos ha llevado a través de su voz la voz de los otros.
¿Quién habla (y escribe) en realidad bajo el seudónimo de Marcos? ¿Un único sujeto que algunos identifican con un profesor de filosofía? ¿A quién pertenece esa voz enmascarada? Las «máscaras discursivas» de Marcos, como por ejemplo esos personajes como El Viejo Antonio y Durito, ¿a quiénes representan? Ya que de eso se trata, precisamente: de la representación de los otros por medio de un tipo de discurso «polifónico», donde la voz del «autor» se entrecruza con la de sus personajes, o donde su voz es la de uno más de esos personajes.
Es la de Marcos, en su anonimato (o seudoanonimato) una palabra multiplicada, amplificada, que aunque parezca hablar a nombre propio (como lo indica su firma al final de los textos), en verdad funciona como otra voz más en ese coro de las muchas voces.
Red, malla o tejido de voces que conforman la textura, o sea, el entramado o trama de los textos. Como esa red que el zapatismo ha ido tejiendo de a poquito (paciente o testarudamente, como se quiera ver) con las otras voces que han sido convocadas por ellos para participar en las distintas acciones dialógicas como las Consultas Públicas (que hasta antes de las de ellos, nadie se atrevía a implementar), las Convenciones Democráticas o los Encuentros Intergalácticos, las Mesas de Diálogo, la creación de los Aguascalientes o los Caracoles, o la asistencia a las marchas multitudinarias como la «Del color de la Tierra», etcétera. Pluralidad discursiva que surge desde abajo y transversalmente, y que busca, a través del intercambio de la palabra, llegar al acuerdo, a los acuerdos.
Con todo, la variedad discursiva del zapatismo es el resultado de una mezcla de distintos lenguajes (y de lenguas, por supuesto) que han dado origen a la aparición de este singular fenómeno comunicativo y cuya combinatoria parece obedecer más a una lógica de lo fragmentario y polimorfo (como la lógica propia del deseo) que a la homogeneidad autoritaria de la institución, para emplear un oposición señalada por Michel Foucault en relación con el funcionamiento de los discursos y sus mecanismos de control. En estos discursos el lenguaje de la política se acerca al de la literatura subversivamente, y viceversa: las fronteras entre distintos «géneros discursivos» tienden a desaparecer. El lenguaje de los mitos y las leyendas se actualiza por medio de textos en los que lo oral y lo escrito se empalman, así como éstos lo hacen con el lenguaje de los modernos medios audiovisuales. Y sin embargo, esta significación dispersa y derramada que rebasa los límites impuestos a las formas y el sentido de los discursos, no es un mero capricho estilístico o de ornamentación, sino que representa una actitud madura hacia las implicaciones y las consecuencias éticas y políticas del uso de los discursos no sólo como una forma de referencia a los hechos de la realidad social sino ante todo como una forma de transformación radical de esta misma realidad. Por lo que, más que descubrir la «eficacia de los discursos», podemos decir que el zapatismo ha entendido que hay que ponerla en práctica.
Apalabrarse o dar (una oportunidad a) la palabra: la concepción dialógica del discurso zapatista
La palabra es causa, medio y fin: a partir de ella, a través de ella y orientados hacia ella es que nos comunicamos, es decir, formamos una comunidad. La palabra es el puente que nos conecta, que nos hace transitar de una a otra persona, de una colectividad a otra. Somos un diálogo constante, aun cuando monologamos, como M. Bajtín nos lo ha revelado, al definir a la palabra desde una perspectiva trans-linguística más que lingüística.
En nuestro léxico contamos con una palabra que es utilizada tradicional y popularmente para designar una forma de compromiso o acuerdo verbal: apalabrar. Así, al dar nuestra palabra, quizá el más preciado de todos los bienes (y el más peligroso, según la fórmula enunciada por Hölderlin y retomada por Heidegger), nos comprometemos, que significa que hacemos una promesa a alguien o con alguien. Donar la palabra, darla en prenda, empeñarla, entregarla, endeudarla, supone una relación de intercambio y reciprocidad. Doy mi palabra, recibo la palabra y devuelvo la palabra de y a los otros (como lo plantea el esquema propuesto por Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don). Me apalabro siempre con otro.
Estoy de acuerdo, pacto, trato y contrato con mi palabra y con la de otros (verbos compromisorios denominará a éstos Austin, o comisorios, Searle).
Por eso, los llamados Acuerdos de San Andrés (nombre de la población chiapaneca donde se signaron dichos acuerdos el 16 de Febrero de 1996) fueron deshonrados por el gobierno federal al faltar a su palabra. Y por eso, los zapatistas han preferido en varias ocasiones el silencio que dialogar con quien no cumple con su palabra.
O mejor dicho, con su silencio es que le responden.
Y así es como el zapatismo ha hecho de su palabra (pero también de su silencio) no sólo un arma de lucha sino además un motivo para la lucha.
Los zapatistas nos han hecho ver y oír (sobre todo a quienes nos dedicamos a los estudios del discurso) el funcionamiento de la palabra, las consecuencias y efectos de hablar, de simplemente hablar unos con otros.
Cuestión en apariencia banal pero que supone no pocos riesgos, tal como se lo pregunta Foucault en su Orden del discurso: «…¿qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente?» Y es el mismo Foucault quien nos recuerda que se puede hablar de cualquier cosa y que no cualquiera lo puede hacer («tabú del objeto, ritual de la circunstancia y derecho exclusivo o privilegiado de quien habla» llamará a esta tripleta de prohibiciones que controlan los discursos en toda sociedad). Como sucedió con la polémica generada cuando los zapatistas y otros grupos de indígenas intentaban (y finalmente lo lograron el 28 de Marzo del 20001) hablar en la tribuna principal del Congreso de la Unión para defender la «Iniciativa de Ley de los Derechos y la Cultura Indígenas» propuesta por la Cocopa (siglas de la Comisión para la Concordia y Pacificación), luego de una marcha que recorrió parte del país, conocida como la Marcha del Color de la Tierra.
¿En qué condiciones es pues posible dialogar? O mejor, cómo, con quién y para qué dialogar? Esto lo han aprendido los zapatistas a lo largo de diez años de comenzada la insurrección que los diera a conocer en todo el mundo. Han sabido que el diálogo es un proceso complejo, que la simetría del diálogo implica también, para decirlo con I. Lotman, su asimetría.
O por lo menos, esa forma de simetría especular, como la llama el mismo Lotman, como la del verso palíndromo, o la de esa figura retórica preferida por el zapatismo como lo es el oxímoron, donde los contrarios se funden y el silencio habla, la oscuridad brilla, las máscaras muestran y la resistencia es una forma de vida que hace de los zapatistas «símbolos vivientes», que parecen encarnar a su modo la propuesta de Pierce de que «todo símbolo es un ente viviente».
La palabra como espejo o cristal, como materia reflejante (y reflexiva) o refractora, o como Marcos escribe en su Introducción a un texto titulado «El mundo: siete pensamientos en Mayo del 2003», originalmente aparecido en la revista Rebeldía y publicado después por La Jornada: «Conforme se van deteriorando los calendarios del poder y las grandes corporaciones de los medios de comunicación titubean entre los ridículos y las tragedias que protagoniza y promueve la clase política mundial, abajo, en el gran y extendido basamento de la Torre de Babel moderna, los movimientos no cesan, y aunque aún balbuceantes, empiezan a recuperar la palabra y su capacidad de espejo y cristal. Mientras arriba se decreta la política del desencuentro, en el sótano del mundo los otros se encuentran a sí mismos y al otro que, siendo, diferente, es otro abajo».
Es el «excedente del otro», para volver a Bajtín, quien en un «borrador», conocido como «El hombre ante el espejo» afirmaba: «Yo no miro al mundo con mis propios ojos y desde mi interior, sino que yo me miro a mí mismo con los ojos del mundo, estoy poseído por el otro».
Y así más adelante del texto ya citado, Marcos señalará las consecuencias de comprometer la palabra: «Nosotros creemos que la palabra deja huella, las huellas marcan rumbos, los rumbos implican definiciones y compromisos.
Quienes comprometen su palabra a favor o en contra de un movimiento, no sólo tienen el deber de hablarla, también el de «agudizarla» pensando en sus objetivos. «¿Para qué» y «¿contra qué» son preguntas que deben acompañar a la palabra».
Esto supone a su vez una crítica a eso que Marcos ha denominado, en un texto titulado «Otra geografía», precisamente, como la «otra geografía de las palabras», y en el que se indica el papel que los medios de comunicación juegan como aliados del poder: «Las palabras cambian y también las imágenes (…) Hoy es en las portadas de las revistas, periódicos y noticieros televisivos y radiales, que el dogma guarda la memoria de sí mismo en las hemerotecas, y se asegura de servir de coartada para los continuadores de la pesadilla fundamentalista…» «…las palabras cambian su geografía, no dicen ya lo que dicen, sino lo que quieren ellos, los que son poder, que digan».
Es pues este el panorama discursivo al que se enfrenta el zapatismo: por un lado buscar el acercamiento con aquellos que buscan también desde sus propias realidades e intereses el cambio social que beneficie a los muchos, y por otra, la confrontación con el discurso de esa minoría de poderosos y sus aliados ideológicos, todo ello, en diferentes espacios, que llevan de lo local y regional a lo nacional e internacional (y viceversa).
Sin embargo, lo anterior no implica un proceso sencillo y cómodo, donde la noción de «diálogo» estuviera definida desde siempre, sino que se ha ido construyendo en la práctica cotidiana de los zapatistas, lo que no excluye tampoco errores o conflictos con aquellos con quienes se intente o se ha intentado dialogar. Como ocurrió cuando bajo el lema de «Darle una oportunidad a la palabra», a propósito de la posibilidad de un debate entre Marcos y el juez español Baltazar Garzón, se propuso un encuentro entre los diferentes actores sociales y políticos del país vasco. Ni el debate ni el encuentro fueron realizados, pero quizá esto sirvió para mostrar la forma como el zapatismo ha buscado interlocutores incluso a nivel internacional al solidarizarse con otros movimientos sociales, como es el caso de los piqueteros argentinos o los distintos movimientos «globalifóbicos» (o si se quiere mejor llamarlos «altermundistas») que luchan porque saben que «otro mundo es posible», o por «un mundo donde quepan muchos mundos» para decirlo en lenguaje zapatista (o para decirlo también con el título del libro de John Holloway, por Cambiar el mundo sin tomar el poder). De este modo, el lema «Darle una oportunidad a la palabra» (no exento de ecos lennonianos por aquello del Give peace a chance) podría significar: crear las condiciones (subjetivas y objetivas) para poder apalabrarse y llegar así a acuerdos.
Y esto sucede hasta entre los mismos zapatistas y en relación con quienes se han propuesto dialogar con ellos. El diálogo no ha sido fácil, aunque lo parezca. Porque para hablar unos con otros hay también que aprender a escuchar y a ser escuchado. Quizá ésta sea la lección que el zapatismo ha aprendido y ha hecho aprender a otros. Lo que Marcos ha definido como «el principal acto fundamental del EZLN». O sea, el aprender a escuchar y hablar. Proceso que describe tanto con respecto a su vinculación con la «sociedad civil» como con los pueblos indígenas, en uno de los textos de la serie de comunicados titulada «Chiapas: la treceava estela» donde se replantea la estrategia de diálogo de los zapatistas con las agrupaciones, en especial con las organizaciones no gubernamentales asistencialistas, que se han solidarizado con ellos: «Nosotros aprendimos a escuchar y hablar, al igual, imagino, que la sociedad civil. También imagino que el aprendizaje fue menos arduo para nosotros. Después de todo ése había sido el origen fundamental del EZLN (…) ¿Cuánto tiempo tardamos en darnos cuenta de que teníamos que aprender a escuchar y después a hablar? No estoy seguro, han pasado ya no pocas lunas, pero yo calculo unos dos años al menos. Es decir, lo que en 1984 era una guerrilla revolucionaria de corte clásico (…) para 1986 ya era un grupo armado, abrumadoramente indígena, escuchando con atención y balbuceando apenas sus primeras palabras con un nuevo maestro: los pueblos indios».
Esta dificultad y complejidad del diálogo quedará representada mediante la figura del caracol, una imagen metafórica que sintetiza un proyecto ético-político a la vez que una concepción simbólica de la comunidad y de la comunicación entre quienes la conforman, la que es expuesta por Marcos utilizando una mezcla de recursos retóricos y estilísticos que van de la reiteración léxica y rítmica (que produce una suerte de eco, simulando el sonido del caracol) hasta la sinestesia donde los sentidos se confunden: «…dicen que dicen que decían que con el caracol se llamaba al colectivo para que la palabra fuera de uno a otro y naciera el acuerdo.
Y también dicen que dicen que decían que el caracol era ayuda para que el oído escuchara incluso la palabra más lejana. Eso dicen que dicen que decían.
Yo no lo sé. Yo camino contigo de la mano y te muestro lo que ve mi oído y escucha mi mirada. Y veo y escucho un caracol, el pu´y, como dicen en lengua de acá».
La espiral del caracol marca un recorrido que lleva de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera, como las posibilidades que presupone todo diálogo (sea este interpersonal, intergrupal, intercultural o internacional) y que permite cruzar o por lo menos rozar las fronteras semióticas, como las llama Lotman.
Y así es como Marcos nos detalla la forma como se toman los acuerdos entre los zapatistas, a propósito de la creación de los «Caracoles», que sustituyen a los «Aguascalientes»: «…desde la curva más externa del caracol se piensa en palabras como ‘globalización’, ‘guerra de dominación’, ‘resistencia’, ‘economía’, ‘ciudad’, ‘campo’, ‘situación política’ y otras que el borrador va eliminando después de la pregunta de rigor: ‘¿está claro o hay pregunta?’.
Al final del camino de fuera hacia adentro, en el centro del caracol sólo quedan unas siglas: ‘EZLN’. Después hay propuestas y se dibujan, en el pensamiento y en el corazón, ventanas y puertas que sólo ellos ven (…) La palabra dispar y dispersa empieza a hacer camino común y colectivo.
Alguien pregunta: ‘¿Hay acuerdo?’ ‘Hay’, responde afirmando la voz colectiva. De nuevo se traza el caracol, pero ahora en camino inverso hasta que sólo queda, llenando el viejo pizarrón, una frase que para muchos es delirio, pero para estos hombres y mujeres es una razón de lucha ‘un mundo donde quepan muchos mundos’. Más despuecito una decisión se toma».
De este modo, en la práctica discursiva del zapatismo se concibe al diálogo no sólo en su aspecto «polifónico» y «heteroglósico» (para abusar un poco del buen Bajtín), como entrecruzamiento de las múltiples y hasta encontradas voces que participan en la toma de decisiones políticas, sino también el diálogo es considerado en función de los distintos destinatarios a quienes el discurso va dirigido, o para decirlo con Ch. Perelman, la «heterogeneidad de los auditorios», o como la ha denominado el español Tomás Albaladejo, la poliacroacis. Según este último: «La oratoria política se caracteriza por la poliacroacis, es decir por la audición múltiple, por la multiplicidad de posiciones de la interpretación que es llevada a cabo por el auditorio retórico».
Y muestra de ello fue la serie de discursos pronunciados por los comandantes zapatistas en la inauguración de los Caracoles en agosto de este 2003, en la que se dedicó un determinado discurso a un tipo de destinatario específico como lo fueron los pueblos indios de México, los campesinos, las mujeres, los jóvenes, y los pueblos del mundo en general, una buena costumbre que el zapatismo tiene de identificar y de identificarse con sus posibles receptores.
De tal manera que el movimiento zapatista ha generado con sus discursos (que también son acciones) una situación inédita, por lo menos en nuestro país, al hacer de su palabra y con su palabra, como ya se dijo, una forma de interacción social y política eficaz, que convoca y provoca a otros a participar con sus propios discursos (lo que no es poca cosa) en la toma de decisiones colectivas: una de las características de una auténtica vida democrática.
Nos ha enseñado a escuchar y a reconocer el poder de la palabra más que la palabra del poder, el poder de poder apalabrarnos, y también nos ha enseñado a darle una oportunidad a la palabra de cada uno de nosotros, que a la vez somos otros.
* Luis de la Peña Martínez es Profesor de Teoría del Discurso en la Escuela Nacional de Antropología e Historia ([email protected]).