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Cronopiando

La vuelta a la normalidad en la República Dominicana

Fuentes: Rebelión

Pasa la huelga y el país recupera su habitual calma y sosiego, su cotidiana paz. Todo, absolutamente todo, vuelve a la normalidad. Como es costumbre, los precios, hábilmente camuflados en las estanterías de los supermercados y armados de guarismos de largo alcance, patrullan los pasillos y los aparadores vigilando de cerca el ir y venir […]

Pasa la huelga y el país recupera su habitual calma y sosiego, su cotidiana paz. Todo, absolutamente todo, vuelve a la normalidad.

Como es costumbre, los precios, hábilmente camuflados en las estanterías de los supermercados y armados de guarismos de largo alcance, patrullan los pasillos y los aparadores vigilando de cerca el ir y venir de los consumidores.

Algunos precios, veteranos de otras alzas, instalados en las registradoras, practican allanamientos en las carteras y bolsillos que todavía pueden circular, decomisando salarios de fabricación casera y esperanzas falsificadas.

Como es habitual, alzas repentinas se suceden alrededor de las gasolineras, llegando, incluso, a realizar redadas y provocar toda clase de atascos e inconvenientes.

Se ha sabido de precios que han formado piquetes y recorren colmados y negocios en los barrios populares, amenazando con violentas represalias a quienes se nieguen a especular aumentos o a acaparar los granos.

Y turbas de facturas, siempre encapuchadas, asedian y saquean domicilios familiares cargando con todo lo que de valor encuentren, sean expectativas preciosas o confianzas en efectivo.

No faltan los numerosos dólares vandálicos, provistos de filosas alzas, que, ahora que todo vuelve a la normalidad en el país, siembran el caos entre los pesos, quemando presupuestos en la calle y provocando disturbios en todos los balances.

Persisten los apagones de distinto calibre asolando la normalidad del país y el trasiego de yolas salpicando la reelección del fraude.

Miles de ciudadanos permanecen detenidos en el destacamento de la impotencia y otros tantos han sido traducidos a la fiscalía de rebajas, fiaos y cobros compulsivos.

Algunos de los heridos en los llamados intercambios de tarifas ya se están recuperando, y se investiga lo sucedido con tres consumidores arrollados por un aumento repentino de precios que no respetó una luz roja y que se dio a la fuga tan pronto atropelló a los infelices.

La huelgas nunca resuelven nada, habían insistido algunos empeñados en preservar la «normalidad» nacional. Pero se equivocan. A huelgas y luchas, que no a diálogos, deben muchísimas comunidades la reconstrucción de un puente tras años de espera, la escuela prometida, los caminos vecinales, los arreglos de calles, las obras tantas veces pospuestas, las construcciones abandonadas el mismo día de su inicio… Claro que hubiera sido preferible que un Estado responsable, respetuoso de las promesas empeñadas, de los compromisos asumidos, se manejara con menos arrogancia y usara el poder, en todo caso, para dar satisfacción a sus promesas, pero no ha sido así, nunca ha sido así, ni ahora ni antes.

Los incontables diálogos habidos, nacionales, regionales, de todo tipo, no han servido para nada que no sea emborronar cuartillas y perder tiempo y recursos, porque nunca ha existido por parte del Estado una verdadera voluntad de diálogo, ni cauces habituales para el mismo, no como folclórico espectáculo al que se apela siempre ante la amenaza de la huelga, sino como práctica cotidiana del ejercicio democrático en una sociedad que por tal se tenga. Como bien dijera don Emilio Lapayese, «tampoco las procesiones sirven, aparentemente, para nada y, sin embargo, renuevan la fe año tras año, reconfortan, unen, desahogan y consuelan.» En ese sentido, la huelga suele ser la más efectiva manera de decirle al poder que no se puede gobernar de espaldas al pueblo, que «o jugamos todos o se rompe la baraja».

Quienes siempre apelan a otro momento más oportuno para una huelga nunca son capaces de encontrar el día. Por eso insisten en que ahora no sería prudente, como dirán mañana que tampoco es oportuna la protesta. Y quienes insisten en que el país ya no resiste más horas perdidas de trabajo debieran tener en cuenta que quienes pierden ese tiempo, por los ridículos salarios que perciben, son los trabajadores, incluso, cuando van a trabajar, cuando sólo en transporte y alimento gastan más de lo que ganan, para no hablar también de un gobierno en huelga, en meses de huelga, de un gobierno dedicado a su campaña electoral, que busca reelegirse en un país que se cae a pedazos.

Y sí, suele haber muertos, esos que siempre pone el pueblo, pero que los pone haya o no haya huelga, todos los días, cuando naufraga una yola cargada de sueños o se ahogan los modestos ahorros en un respetable banco, o se muere de intercambios de disparos por el hambre, desempleo, falta de salud o de recursos con que pagarse las imposibles medicinas, o de las tantas maneras en que mata la «paz» y el «trabajo», la «vuelta a la normalidad».

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