Recomiendo:
0

Reseña “Mercenarios: guerreros del imperio. Los ejércitos privados y el negocio de la guerra” de Daniel Pereyra

Las conexiones entre las corporaciones militares y la industria armamentística

Fuentes: Rebelión

«El Estado es una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia física en un territorio determinado» Max Weber «¿Necesita un Ejército? Sólo levante el teléfono y llame» Barry Yanman En la clásica y muy discutible definición weberiana del Estado – la cual sigue marcando el estándar de la […]

«El Estado es una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia física en un territorio determinado» Max Weber

«¿Necesita un Ejército? Sólo levante el teléfono y llame» Barry Yanman

En la clásica y muy discutible definición weberiana del Estado – la cual sigue marcando el estándar de la «estatalidad»- esa ficticia comunidad humana de cuya anatomía surgen los conflictos, ha centralizado en un territorio dado y en ciertos aparatos -judicial, ejército, policía- la violencia física, en forma discutiblemente legítima – ficción del consentimiento o a través de la menos ficticia función hegemónica- con «éxito». Este «éxito» está, hoy en día, muy poco asegurado.

Para tener un Ejército basta con descolgar el teléfono.

La administración Bush a partir del 11-S ha realizado con su «capitalismo del desastre» una aportación fundamental a su etapa neoliberal, esto es, la privatización de las consideradas funciones esenciales del Estado, adjudicando al sector privado el «núcleo» de funciones de seguridad, defensa e infraestructura. Como señala Naomi Klein en su reciente libro, La doctrina del shock, «A través de la «Guerra contra el Terror», la administración Bush ha provocado: la creación del complejo del capitalismo del desastre -una nueva economía con todas las de la ley en materia de seguridad nacional, guerra privatizada y reconstrucción de zonas de desastre, ocupada en nada menos que en la construcción y la gestión de un estado con su seguridad privatizada, tanto en casa como en el extranjero. El estímulo económico de esta iniciativa radical se probó con creces a la hora de recoger el testigo allí donde la globalización y el boom de las empresas puntocom lo habían dejado. Así como Internet emprendió la burbuja de las puntocom, el 11-S emprendió la del capitalismo del desastre… Fue el pico más alto de la contrarrevolución lanzada por Friedman. Durante décadas, el mercado se había estado alimentando de los apéndices del estado; ahora devoraría su núcleo». La privatización acelerada de los activos públicos o estatales en la era neoliberal, incluyendo el «núcleo» de las funciones estatales, forma parte del dispositivo más general de «acumulación por desposesión» del nuevo imperialismo, señalado por David Harvey. En la invasión y posterior ocupación de Irak, no ha habido ni una sola función gubernamental considerada del «núcleo» que no haya sido entregada a un contratista. La privatización generalizada del planeta tiene, por tanto, como resultado, una globalización de la violencia social y militar y la privatización de su uso por mafias, milicias y otras tropas mercenarias.

En su nuevo libro, «Mercenarios: guerreros del Imperio. Los ejércitos privados y el negocio de la guerra», Daniel Pereyra presta especial atención al fenómeno relativamente reciente de la privatización y mercenarización de la guerra, especialmente durante la ocupación de Irak. Este libro está dividido en cuatro capítulos que hacen referencia respectivamente a los cambios en las formas de la guerra en el siglo XX, al papel de los mercenarios en las guerras del Imperio, a la guerra global permanente inaugurada por la administración Bush y a las Corporaciones Militares Privadas (CMP) que han ido surgiendo en las dos últimas décadas como consecuencia de la subcontratación de funciones esenciales policiales y militares a empresas privadas.

En la primera parte, que versa sobre los cambios en las formas de la guerra durante el siglo XX, el autor señala el aumento de la barbarie producido por el fenómeno de la «guerra total», en la cual, la definición de «enemigo» como negación óntica de lo propio (Carl Schmitt), borra las fronteras entre combatientes y civiles, deshumanizando la guerra con los campos de concentración o los bombardeos nucleares hasta la utilización de armas químicas contra la población civil. Esta barbarie tiene su origen en la creciente industrialización de la guerra y el avance tecnológico producido por las necesidades bélicas. La industria bélica, muy concentrada y ligada a los Estados que garantizan la compra de su producción, se convirtió a partir de la segunda guerra mundial, en una rama central en las economías del centro, creando en los EEUU un «complejo militar-industrial» ya denunciado en su día por el presidente Eisenhower que orienta y condiciona la política exterior norteamericana. La provisión de seguridad en la actualidad se ha convertido en una nueva industria creciente yendo más lejos aún del viejo complejo militar-industrial. Los grandes beneficios derivados del negocio de la guerra para diversos sectores económicos (industria siderúrgica, naval, aeronáutica, espacial, informática y electrónica) han desatado desde finales de los años 90, una nueva carrera armamentística a nivel mundial tratando de buscar «mercados sustitutivos», neokeynesianismo militar mediante, ante la crisis estructural de sobreproducción y sobrecapacidad que se ha instalado en la economía mundial, especialmente en su «centro».

El papel de los mercenarios en las guerras del Imperio durante el siglo XX es abordado en el segundo capítulo. Esta profesión, siendo tan antigua como el arte de la guerra, está rodeada en la actualidad, bajo la forma del moderno mercenario, de un halo fascinante, típica del aventurero intrépido gracias al trabajo ideológico de la industria cinematográfica y del entretenimiento -videojuegos- como señala Roberto Montoya en el prólogo del libro. Sin embargo, adquieren especial relevancia tras la segunda guerra mundial cuando se desmovilizaron los ejércitos de masas constituidos por millones de soldados que buscaron empleo en la vida civil. En esta segunda parte, el autor se detiene en las intervenciones imperialistas y el empleo de mercenarios en América Latina al calor de la guerra antisubversiva o anticomunista desplegada por los EEUU en su «patio trasero», desde los años cincuenta hasta el tiempo presente, con los escuadrones de la muerte en Guatemala y El Salvador, el empleo de mercenarios en el desembarco de Bahía de Cochinos contra la victoriosa revolución cubana, la operación Cóndor en el Cono Sur, la Contra nicaragüense, el paramilitarismo de Estado en Colombia, etc.

También se aborda el papel de los mercenarios en las intervenciones militares en África durante el período de la descolonización política como integrantes de milicias locales al servicio de las potencias imperialistas y como ejércitos privados al servicio de particulares, mafias o empresas privadas, para la custodia de las instalaciones petrolíferas o de las minas de diamantes en Sierra Leona y del coltán en la República Democrática del Congo. Más generalmente, el uso actual de mercenarios está provocado por una serie de factores que señala el autor, «la necesidad de los Estados de ejecutar tareas militares «sucias» sin implicarse de forma directa; la ventaja política de que las bajas no se contabilizan como propias; la posibilidad de contar con un combatiente que no es preciso entrenar y del que se puede prescindir cuando no es necesario; la dificultad para completar las plantillas de personal necesarias en la medida que crecen los frentes bélicos; y porque constituyen un sector económico muy apetecible por su rentabilidad, que atrae constantemente a nuevas empresas que se unen a los tradicionales y poderosos fabricantes de armamento en los lobbies que presionan y condicionan a los gobiernos y los parlamentos, bregando en pro de guerras y conflictos que den salida a sus servicios y productos» (p. 60-61)

La tercera parte del libro está dedicada a la preparación de la guerra global permanente desatada por la administración neoconservadora norteamericana tras los ataques del 11-S. En este capítulo, el autor se detiene en la lógica del fenómeno de privatización y mercenarización de la guerra, señalando que «era lógico desde el punto de vista del capital, que también se privatizara la gestión de las guerras, desde la fabricación de material hasta el reclutamiento de personal, siendo además un mercado cautivo para un número limitado de grandes empresas, con una tasa de beneficios muy alta y con la posibilidad de continuar creciendo» (p.166) Esta privatización de la gestión de las guerras y su «subcontratación» a las corporaciones militares privadas, ha supuesto una evolución del empleo de mercenarios en la guerra global permanente, pasando del desempeño de tareas logísticas de apoyo a los ejércitos (transporte, sanidad, abastecimiento, alimentación, intendencia y correo) a las áreas de combate que requieren una fuerza de trabajo cualificada constituida por exmilitares y policías de procedencias diversas y amplia experiencia profesional en el empleo de armas y en el ejercicio de la violencia. La motivación del mercenario es como señala el autor «la retribución económica», sirviendo al mejor postor y cuyos empleadores suelen ser corporaciones militares privadas que obtienen contratos de los ministerios de defensa, mafias, bandas de narcotraficantes o señores de la guerra, obedeciendo a distintas facciones sean éstas militares, políticas o empresariales.

El último capítulo está dedicado al análisis de la política imperial norteamericana actual y al papel de las corporaciones militares en las «privatizadas» guerras de Irak y de Afganistán. Como señala el autor, «la declaración de la guerra global permanente significó un impulso definitivo a la carrera armamentística […] y el aumento imparable del gasto militar mundial de 765.000 millones de dólares en 1998 a 1.160.000 millones de dólares en el 2006, el 46 % del gasto a cuenta de los EEUU» (p.197). El neokeynesianismo militar puesto en marcha por la administración Bush, para tratar de superar las crisis bursátiles y financieras de las empresas puntocom y de las hipotecas subprime, es un caso claro de búsqueda de mercados sustitutivos ante la latente crisis estructural de la economía norteamericana que da francos signos de recesión, sobreproducción y sobrecapacidad. La mayor parte del aumento del gasto militar ha ido a parar a relativamente pocos contratistas bien conocidos (Lockheed Martin, Boeing, Raytheon, British Aerospace, Grumman, General Dynamics, Thales, EADS, Finmecanica, Honeywell) un total de 10 empresas de armamento de las cuales 6 son americanas. Estas empresas son las principales contratistas de los ministerios de defensa y de los programas de I+D+i militar que absorben aproximadamente el 30% de la I+D mundial, de los cuales, dos tercios de los gastos mundiales en investigación militar son aprobados por los EEUU. Estos ejemplos ilustran la vitalidad del complejo militar-industrial y la relación íntima existente entre la industria militar y la actual administración norteamericana.

El fenómeno reciente en el que se detiene Daniel Pereyra, lo constituye, sin embargo, la proliferación de las Corporaciones Militares Privadas a partir de los años 90 del pasado siglo. Siendo Dick Cheney, actual vicepresidente de los EEUU y secretario de Defensa en 1992, se aprobó un plan para la privatización de servicios militares, encargándolo a su propia ex-empresa, una filial de Halliburton, que es la mayor contratista del Pentágono en Irak. Este plan creó las condiciones para la subcontratación de servicios y personal de las unidades militares para operaciones en el exterior. El increíble volumen de negocio derivado de tal externalización de funciones esenciales, se ha concentrado en diez contratistas del gobierno americano muchos de los cuales obtienen grandes beneficios pues son empresas armamentísticas. (Lockheed, Boeing, Raytheon, General Dynamics). Como en todo sector en expansión se han acelerado los procesos de absorción y fusión, y de intercambio de directivos entre estas empresas.

Irak constituye el ejemplo del despliegue de la guerra privatizada y del empleo masivo de mercenarios en tareas logísticas y de combate. La destrucción de buena parte de las infraestructuras iraquíes y el intento de sustitución del aparato de Estado Ba’athista por un nuevo ejército y una nueva policía abrieron una oportunidad de negocio para los contratistas parcialmente frustrada por el incremento de la resistencia armada. Funciones consideradas esenciales del «núcleo» del Estado han sido entregadas a contratistas. Por ejemplo, el grupo Betchel, uno de cuyos principales dirigentes es George Schultz -exsecretario de Estado de Ronald Reagan- ha sido uno de los mayores beneficiarios de la llamada reconstrucción de Irak, recibiendo contratos por valor 2.800 millones de dólares para infraestructura no petrolera. Otra de las empresas más conocidas es Blackwater, cuyos mercenarios saltaron opinión pública internacional cuando fueron ajusticiados por la resistencia iraquí en Faluya, empresa fundada por exmilitares de las fuerzas especiales americanas, se dedica a la formación y entrenamiento militar, está implicada en tareas de combate en Irak y a cargo de la seguridad de Zalmay Khalizad, embajador americano en Bagdad. La empresa Dyn corp, perteneciente al grupo americano CSC, se encarga del entrenamiento de la policía en Irak y Afganistán, de la provisión de interrogadores para el ejército y de la seguridad del presidente afgano, Hamid Karzai. El autor recopila un interesante listado de las principales Corporaciones Militares Privadas (pp. 209-228) mostrando las conexiones íntimas entre éstas y la industria armamentística así como el sistema de «puertas rotatorias», por el cual, antiguos altos mandos de los ejércitos, policiales y de los servicios de inteligencia se pasan al suculento negocio de las Corporaciones Militares Privadas.

Se calcula que aproximadamente 100.000 mercenarios están presentes en Irak, por 172.000 soldados regulares. La diferencia entre Irak e Afganistán reside en la magnitud muy superior del despliegue militar y mercenario en Irak y en las funciones que éstos asumen en Irak, desde el combate a aspectos logísticos o técnicos. «Las razones de esta revolución en la organización militar son básicamente dos: la escasez de personal para la política imperial y la decisión neoliberal de privatizar la gestión de la acción militar, dejando en manos del estado las funciones de combate que no se pueden transferir y la dirección estratégica de la guerra» (p.277) como señala el autor.

Sólo las utopías más reaccionarias hubieran soñado con un escenario como el que delinea Daniel Pereyra en lo referido a la privatización del núcleo del Estado en los experimentos neocoloniales de nation building. La concepción mínima del Estado como «agencia de protección», lleva a la idea delirante, expresada entre otros por el intelectual «anarcocapitalista» Robert Nozick, de privatización de las fuerzas policiales y el ejército. El neoliberalismo de la globalización feliz devoraba los apéndices del Estado; la fase de globalización armada inaugurada por el 11-S, amenaza con devorar el propio núcleo del Estado. En definitiva, nos encontramos ante un libro fundamental y de referencia para comprender esta «gran transformación».

«Mercenarios: guerreros del imperio. Los ejércitos privados y el negocio de la guerra» de Daniel Pereyra, El Viejo Topo: Barcelona, 2007, 294 págs.