En la confluencia de los ríos Zendales y Lacantún, en plena selva Lacandona, se ubica el ejido «Reforma Agraria», una comunidad indígena que practica la conservación de un pedazo de bosque tropical virgen y de su ecosistema mediante programas de reproducción de flora y fauna locales, entre ellas, de las hermosas guacamayas que dan nombre al singular proyecto. En esta entrega presentamos la historia de 40 familias chinantecas, originarias de Oaxaca, que viven en la selva chiapaneca sin destruirla. Es la épica de un puñado de hombres y mujeres que han rechazado la mercantilización de la naturaleza y, con voluntad e imaginación, crearon un centro ecoturístico que propone al visitante una fórmula singular: ver, respetar y conservar .
En el extremo sur oriental de la Selva Lacandona, lejos de los reflectores mediáticos, y a sólo cinco horas en coche de San Cristóbal de Las Casas, se encuentra una apartada región que conserva el nombre de su antiguo dueño porfiriano: Marqués de Comillas.
Prácticamente inalcanzable hasta bien entrados los años noventa, la zona se extiende en el triángulo imaginario constituido por la confluencias de los ríos Chixoy y Lacantún (mismos que a partir de aquí conforman el Usumacinta), respectivamente al oriente y occidente, el Ixcán guatemalteco al sur, y el poblado de Benemérito de las Américas al norte.
A partir de la «marcha al trópico» promovida en el sexenio de López Mateos, e incluso antes, la región ha funcionado como válvula de escape de conflictos agrarios y políticos recibiendo grupos humanos procedentes de todo el país. Zona de refugio y tierra prometida, santuario y botín, ésta es una suerte de última frontera en donde se respira una atmósfera de lejano oeste.
Es instructivo recorrer la impecable carretera, recientemente terminada por el Ejército mexicano, que conduce de las lagunas de Montebello a Palenque, bordeando la frontera de Guatemala y rodeando la biosfera de Montes Azules.
Raros son los transeúntes, escaso el transporte público, casi inexistentes los turistas. La comarca merece, a todas luces, el nombre que en el siglo XIX le pusieron los monteros que arrasaban cedros y caobas: «Desierto de la Soledad».
Con una excepción importante. En lugar de la impenetrable densidad vegetal, la gran diversidad de especies animales y las preciosas maderas que hicieron la fortuna de tantos aventureros, predomina ahora un paisaje desolado en donde, además de los tallos segados en la sabana incandescente, destacan vacas y soldados hasta perderse la vista.
Mientras las primeras se encargan de acabar con los últimos vestigios de la frágil biodiversidad selvática, los segundos, supuestamente encargados de la reforestación, se entregan a la dudosa labor de hacer imposible la vida de los contados paseantes.
Unos 12 retenes montados a lo largo de escasos 400 kilómetros están ahí para quitarle el gusto de la excursión a cualquier ciudadano, y máxime en una región conocida por dar cabida a todo tipo de tráfico: del microcontrabando al mega comercio de armas y cocaína pasando por la prostitución y el mercadeo de inmigrantes ilegales.
Y sin embargo, no todo es desolación en Marqués de Comillas. En las inmediaciones de la confluencia entre los ríos Zendales y Lacantún, precisamente en la región en donde surgían las monterías cuya historia sangrienta narra B. Traven en sus novelas, se encuentra el ejido «Reforma Agraria». Conocerlo proporciona una idea diferente de lo que es, y sobre todo de lo que pudiera ser la Selva Lacandona.
En ese lugar, un puñado de hombres y mujeres con voluntad e imaginación creó un centro ecoturístico Las Guacamayas, que desafía los lugares comunes del neoliberalismo y de cierta vulgata «conservacionista». ¿Por qué? Después de que cuatro o cinco generaciones de madereros, finqueros, vaqueros y funcionarios públicos saquearon la selva sin misericordia, algunos pretenden ahora adjudicarle la culpa a los últimos llegados: los campesinos pobres procedentes de los cuatro rincones de México.
Los habitantes de «Reforma Agraria» nos cuentan otra historia. Ellos integran una comunidad que practica una efectiva conservación del ecosistema poniendo en práctica valiosos programas de reproducción de la flora y fauna locales. Entre otras especies, destaca la que le da el nombre al lugar: la hermosa guacamaya o Ara macao, enorme papagayo multicolor, en fuga ante la avanzada de la globalización.
Biólogos, ecologistas, viajeros y buscadores de emociones tienen acceso a una porción de selva virgen amorosamente atendida por sus habitantes: unas 40 familias de campesinos indígenas originarios de la Chinanteca oaxaqueña.
Ellos quieren vivir de la selva sin acabarla como hacen casi todos los demás, incluyendo algunos sedicentes «conservacionistas». Para esto proponen al visitante una buena fórmula: ver, respetar y conservar.
Llegar a «Reforma Agraria» es relativamente fácil. Si uno viene de Comitán, hay que dejar la carretera fronteriza a la altura del río Chajul, doblando al norte por una pista de buena terracería que, al cabo de unos 20 kilómetros, conduce a ese destino. Si, en cambio, se procede de Palenque, a la altura de Benemérito de las Américas hay que tomar el camino a Pico de Oro.
El poblado surge en la ribera derecha del río Lacantún, la vía de agua que fue el sistema venoso de la región antes de la construcción de la carretera. Del lado izquierdo del río está la biosfera de Montes Azules, la última porción de selva relativamente virgen (aunque, claro está, sin caobas…). De este lado, en cambio, todo fue colonizado hace muchos años y lo que hay son únicamente pastizales, salvo la porción perteneciente a «Reforma Agraria».
La comunidad exhibe unas calles bien trazadas de terracería fina, casas de madera con techos altos y bien trenzados de hojas de guano, la palma silvestre que aquí abunda. La arquitectura local sigue siendo tradicional; ignora el block y la lámina, tan comunes en otras partes.
Al llegar, dos jóvenes biólogos de la UAM-Xochimilco, César y Ernesto, se ofrecen como guías para un recorrido en el río o en la selva: hacen así su servicio social apoyando a la comunidad. Después de décadas de aislamiento casi total, en enero de este año la electrificación trajo los aparatos de televisión, las primeras antenas parabólicas, las cervezas frías.
Algunas sombras se perfilan al horizonte: detrás de Conservación Internacional (CI), una ambigua Ong que impulsa proyectos eco-millonarios, se vislumbran los planes de inversiones trasnacionales en turismo de gran lujo. ¿Lograrán estos campesinos defender su retazo de selva? Ellos se muestran optimistas. En el testimonio que presentamos, se cruzan la epopeya de la migración con significativos itinerarios de militancia política, la fuga de los conflictos con la tenaza narco-policiaca, el ogro filantrópico priísta con la resistencia al caciquismo…
Los necios que, como nosotros, todavía se interesan en la avatares de la cuestión social, encontrarán materia de reflexión en las vicisitudes de esta comunidad que no se dobló ante los dictados de la economía mercantil. Ahora, después de leer el letrero a la entrada del poblado, dejemos la palabra a Luis Hernández, uno de los fundadores de la comunidad.
LUIS HERNANDEZ, COMISARIADO EJIDAL DE «REFORMA AGRARIA»
-Don Luis, cuéntenos cuándo y cómo llegaron aquí.
-Somos indios chinantecos originarios de Oaxaca. Allá por los años setenta, alguien nos comentó que en la selva de Chiapas un teniente retirado de apellido Carmona otorgaba certificados de propiedad. El 11 de abril de 1976, una fecha que todavía celebramos, nos vinimos unas cuarenta personas, entre hombres, mujeres, niños, adultos y ancianos.
-¿Por qué se fueron?
-Salimos de Oaxaca por problemas agrarios. Mi padre tenía una parcela de 100 hectáreas, pero la invadió un grupo de gente armada que contaba la complicidad de las autoridades locales. La querían para el narco-cultivo y nos dijeron que le entráramos o que les dejáramos nuestras tierras. No aceptamos y así empezó todo. Duró muchos años aquella lucha, tanto que mataron a mi padre, a mi suegro y a un tío. Al final lo que hice fue traer a mis parientes y paisanos para acá.
-¿Tuvo usted alguna participación en otras luchas sociales?
-Antes del conflicto, yo vivía en la ciudad de Oaxaca. Primero trabajé de criado, después estudié en la preparatoria de la Universidad Benito Juárez y me tocó el movimiento de los setenta. Fui militante la Liga Comunista 23 de Septiembre, una organización clandestina que practicaba la lucha armada. Cuando nos cayó la represión, por un tiempo trabajé de maestro en las comunidades de la sierra. Al cabo de un año, volví a la universidad para graduarme y en eso estaba cuando surgió el problema de mi padre. Yo no quería un enfrentamiento entre campesinos, buscaba una solución pacífica, pero los invasores me acusaron de ser guerrillero. La policía me ofreció cambio de nombre, trabajo con el gobierno y resolver el problema de mi padre a cambio de información. No acepté, por supuesto, y las cosas se pusieron muy feas.
-¿Cómo fue el viaje?
-Es una larga historia. Llegamos a Comitán transbordando en autobuses locales porque el Istmo de Tehuantepec estaba bloqueado por manifestaciones estudiantiles. Después alquilamos un camión de redilas que nos acercó a la selva por brechas y cuando el chofer nos dijo que ya no podía avanzar más, unos arrieros nos vendieron sus mulas para cargar a las señoras, nuestras pertenencias y continuar a pie. Deambulamos durante varios días de un rancho a otro, llegando a Ixcán, un poblado sobre el río del mismo nombre que es tributario del Lacantún. Los militares que lo resguardaban vieron muy bien el rifle y la pistola que teníamos, pero se portaron bien y no dijeron nada. Ellos nos explicaron que la única manera para llegar a nuestro destino era bajar por el río y puesto que no había lanchas construimos unas balsas de corcho, tal y como lo hacíamos de niños en nuestra tierra. Esto nos atrasó un par de días, pero lo logramos en medio de muchas dificultades. En la balsa más grande nos acomodamos unas 12 gentes, y en las más pequeñas cuatro o seis. Adelante iba una con un solo compañero como vigía, pues no conocíamos el río y había partes peligrosas en las que era necesario orillarse y bajar. Fueron dos días enteros de navegación y de miedo; de noche nos quedamos en una playa donde, por suerte, unas personas que encontramos nos regalaron maíz y frijol pues se nos había acabado la comida. Al fin llegamos a Tlatizapán, un lugar aquí cerca donde vivía el teniente que buscábamos. El nos dio la oportunidad de integrarnos a su grupo de solicitantes de tierras con un pago de 5 mil pesos por derecho y aunque se nos había acabado el dinero, negociamos pagos a cambio de trabajo.
-¿Cuándo construyeron el pueblo?
-Desde que llegamos a Tlatizapán nos organizamos como pueblo. Para nosotros era muy importante mantener viva la comunidad, construir buenas palapas, trazar calles, y mantener la privacidad de las familias… Muy pronto hicimos la escuela y aquí fuimos los primeros en tener un maestro, a pesar de que ya existían Benemérito de las Américas, Pico de Oro y Galaxia, las tres comunidades más viejas de la región. Un día el teniente trajo un cuadro del Señor de la Buena Muerte y otro de la Virgen de Guadalupe para la capilla. Yo soy ateo y me opuse, pero los demás querían tener una religión. Hubieron ciertas fricciones, los viejos me criticaron y cuando, en el ochenta, 22 familias nos trasladamos aquí a Reforma Agraria» (un par de kilómetros río arriba, N. de la R.) ya se hizo la capilla.
-¿De qué surgió la necesidad de respetar la naturaleza?
-En la zona de Tuxtepec, de donde veníamos, hubo selva. En tiempos de nuestros padres hubo, incluso, guacamayas, pero nosotros ni las conocimos, de manera que, al hacer el primer reglamento comunitario, procuramos proteger al medio ambiente. En 1981 buscamos apoyo del gobierno para sembrar cacao, cardamomo y otros cultivos que no implican la destrucción de la selva. Al cabo de siete años, sin embargo, tuvimos que abandonar más de 3 mil árboles porque no eran productivos. De fracaso en fracaso, nació la idea del centro de ecoturismo, lo cual nos ofrece la oportunidad de vivir de la selva sin destruirla. Sembramos maíz y tenemos algunas cabezas de ganado, pero conservamos mil 450 hectáreas que ya se decretaron como reserva. ¿Qué ofrecemos? Por ejemplo, las guacamayas. Se pueden visitar los nidos naturales y hacer una caminata guiada por el sendero que hemos ido, poco a poco, abriendo en la selva. Y está el recorrido en lancha dentro de la reserva de Montes Azules, sobre los ríos Lacantún y Zendales, en donde se pueden ver cocodrilos, tapires, monos araña, saraguatos, guacamayas, faisanes, tucanes, garzas, jabalíes, venados cola blanca… Tenemos una cabaña restaurante, dos cabañas habitación, un embarcadero y un estacionamiento. Vamos a tener otras 8 habitaciones duplex con cama matrimonial y cocineta. Aparte contamos con un área de camping con servicios sanitarios, duchas y unas cabañas colectivas para los turistas de menores recursos.
-¿Quiénes son los depredadores de la selva Lacandona?
-Es curioso pero en el 89, el Grupo de los Cien nos atacó como eco-destructores. A nosotros que tanto luchamos para conservarla. Decían que la selva tenía un millón de hectáreas, que sólo quedaban 700 mil, y que se seguía tumbando. Y sin embargo, hay que ser claros: el campesino no es el verdadero depredador. En primer lugar, la destrucción no es de ahora, tiene más de 100 años y siempre fue propiciada por el gobierno. Todavía hace muy poco tiempo, los funcionarios favorecían la apertura de colonias en plena selva. Era un negocio redondo: empujaban a los campesinos a talar y ellos se quedaban con la madera preciosa. Hay familias en Chiapas -como, por ejemplo, la del ex gobernador Absalón Castellanos (el mismo que en 1994 fue secuestrado por el EZLN y liberado a los pocos días, N. de la R.)- que se enriquecieron de manera indecente. Gran parte de los campesinos de Marqués de Comillas llegamos en los setenta -algunos un poco antes-, cuando ya se habían devastado 800 mil hectáreas o más. Lo mismo sucedió en Campeche, en Quintana Roo y en otras partes. El objetivo era solucionar el problema de los latifundistas y calmar el clamor por la tierra sin importar las consecuencias. Los campesinos que llegamos aquí somos originarios de Oaxaca, Michoacán, Guerrero, estado de México y todos exigíamos que se afectaran las fincas o los grandes latifundios de allá. Pero el gobierno nos contestó: «No, sólo les puedo dar aquí en la selva».
-¿Hasta cuándo se prolongó esta política?
-En 1989, de manera inesperada, el gobernador Patrocinio González Garrido prohibió la tala. Al mismo tiempo, empezó una campaña para culpabilizar a los campesinos de la degradación ambiental. Y sin embargo, los indígenas nunca fuimos los destructores de la selva. Aquí los saqueadores fueron los militares que capturaban las tortugas y las guacamayas para venderlas. O los ricos de Tabasco que venían en avioneta a buscar animales raros. Aquí mismo les quitamos las armas a un secretario de Gobierno del estado de Veracruz que venía, año con año, a cazar el tigre y mataba a muchos monos porque eran las carnadas. Fue duro, pero lo logramos: ya no vienen.
-Sabemos que una Ong supuestamente ecologista, Conservación Internacional, tiene varios proyectos en la región. ¿Qué opinión les merece?
-Esta es una Ong integrada por funcionarios del anterior gobierno federal, como la ex secretaria del Medio Ambiente, Julia Carabias, y el ex presidente Ernesto Zedillo, que se dedica a la biopiratería y al turismo exclusivo. Recientemente, CI construyó dos estaciones de investigación, una en Chajúl y otra en la desembocadura del río Zendales con el Lancatún. La segunda es totalmente ilegal porque se encuentra en plena biosfera de Montes Azules. No se olviden que si nosotros, los campesinos, nos atrevemos a violar esta región, nos mandan al Ejército.
-¿Cuáles fueron para ustedes las consecuencias de la rebelión zapatista?
-El zapatismo no nos causó perjuicio alguno; al contrario, bajo la presión de los acontecimientos, el gobierno tuvo que pavimentar la carretera fronteriza, y abrió cientos de kilómetros de caminos a las comunidades. Podríamos decir que en la zona de Marqués de Comillas sirvió, apoyó.
Claudio Albertani es profesor en el posgrado en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de la Ciudad de México. Giovanni Proiettis es profesor en la Universidad Autónoma de Chiapas, en San Cristóbal, y corresponsal en México del diario italiano Il Manifesto.