En cualquier ciudad relativamente grande de América Latina ya es parte del paisaje cotidiano la presencia de asentamientos humanos irregulares. Reciben diversos nombres: favelas, cantegriles, callampas, tugurios, villas miserias, barrios marginales; pero el fenómeno es siempre el mismo. Son, en definitiva, expresión del fracaso de los modelos económico-sociales en juego, al igual que otras tantas […]
En cualquier ciudad relativamente grande de América Latina ya es parte del paisaje cotidiano la presencia de asentamientos humanos irregulares. Reciben diversos nombres: favelas, cantegriles, callampas, tugurios, villas miserias, barrios marginales; pero el fenómeno es siempre el mismo. Son, en definitiva, expresión del fracaso de los modelos económico-sociales en juego, al igual que otras tantas manifestaciones que hacen al espectáculo urbano de la región: niños de la calle, ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida, transporte público deplorable, a lo que contrasta la presencia de barrios privilegiados amurallados y ultraprotegidos. Cara y cruz de una misma moneda, sin dudas.
Al igual que todas estas formaciones sociales mencionadas, la proliferación y el crecimiento incesante de estos barrios marginales son procesos complejos, intrincados, donde converge un sinnúmero de causas interactuantes. Nadie decide voluntariamente ir a vivir a estos lugares; en todo caso, las condiciones fuerzan a llegar allí. Con el agravante que, una vez ahí instalado, por diversos motivos se torna muy difícil salir.
Marginalidad, mala calidad o falta de servicios básicos, violencia y delincuencia como agregados frecuentes, a lo que se agrega la criminalización de esa pobreza por el discurso dominante: estigmas todos que definen la situación de esas populosas barriadas. «Viven ahí porque quieren, por flojos, por vagos, por falta de espíritu de superación.»
El fenómeno, aunque no tiene un momento específico en el que situar su inicio, ya lleva varias décadas, y va en aumento progresivo. Diversos motivos lo alimentan: básicamente es la huída de vastos sectores rurales de su situación de crónica pobreza que los expulsa hacia la ciudad en búsqueda de nuevos y mejores horizontes; a veces contribuye a este movimiento migratorio el escape de guerras internas que fuerza a las poblaciones a procurarse un ambiente más seguro, fenómeno particularmente agudo en muchos países latinoamericanos en las décadas recién pasadas cuando arreciaron las guerras «sucias», llamadas de baja intensidad, en zonas rurales en el marco de la Guerra Fría.
Siendo básicamente población rural la que llega a estos asentamientos, si bien se integra a la dinámica urbana -muchas veces, sin embargo, en economías informales, subterráneas- continúa conservando patrones de conducta propios de su medio anterior, manteniéndose quizá como el más notorio la constitución de familias numerosas, con 5, 6 o más hijos. Lo cual es un problema agregado, pues a la precariedad en que viven se suma la cantidad excesiva de población que tiene que adecuarse a una lógica urbana: no disponen de tierra para cultivos de autosubsistencia, no existen los recursos de sobrevivencia que ofrece el medio rural -fuentes de agua cercanas y gratuitas, la naturaleza como supletorio de las instalaciones sanitarias-, el hacinamiento forzoso a que conlleva un espacio reducido como puede ser la ladera de un cerro, un barranco, etc., en una ciudad que no permite la dispersión de casas. Situaciones todas que, en el medio agrario de origen, no son problemas; pero que sí se tornan tales en una circunstancia nueva y hostil como es un área urbana no destinada a asentamiento poblacional.
A todo lo cual se agrega otro problema aún, quizá más grave incluso: dado lo irregular y precario de estos asentamientos, su vulnerabilidad es infinitamente mayor que el que presentan urbanizaciones planificadas, donde se han tenido en cuenta problemas estructurales e históricos (es decir: donde se ha desarrollado un núcleo urbano, previo estudio de la situación ambiental, del impacto a considerarse con esa instalación, donde se ha previsto la red de servicios básicos, etc.) En las urbanizaciones precarias la vulnerabilidad ante la ocurrencia de desastres naturales es enorme, y de hecho así lo demuestra cada fenómeno que tiene lugar (son las casitas de cartón las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un movimiento sísmico o lluvias torrenciales; o las primeras en ser arrasadas por los ríos desbordados cuando se levantan en sus riberas contra toda norma de seguridad).
Si bien los datos de que se dispone no son categóricos respecto a esta problemática y varían mucho de país a país, puede estimarse que en algunas ciudades hasta una cuarta parte de su población vive en este tipo de asentamientos. Los distintos gobiernos de la región latinoamericana tienen diversas modalidades de respuesta, con mayor o menor fortuna. De todos modos es imprescindible señalar que más allá del abordaje técnico en cuestión, -planes de erradicación, provisión de servicios y mejoramiento de los asentamientos ya constituidos, etc.- se trata siempre de acciones coyunturales, válidas e importantes sin dudas, pero que no pueden terminar con el problema de fondo.
¿Por qué se dan estos barrios marginales? Es cómo preguntar ¿por qué hay niños de la calle? O preguntar por la contracara de estos barrios precarios: ¿por qué hay urbanizaciones con mansiones, fortificadas y defendidas como castillos feudales, habitadas por quienes disponen todo el poder y los recursos? La pregunta, de algún modo, ya orienta la respuesta: justamente porque la repartición de la riqueza social es injusta, porque algunos pocos tienen tanto, grandes mayorías se ven excluidas en ese reparto, no quedándole otra suerte que habitar en las improvisadas casitas de cartón, de madera, de plástico, muchas veces sin luz ni agua potable, donde la vida vale poco y la resignación es la medicina habitualmente recetada.
Esta «locura» urbanística que ya pasó a ser moneda corriente en cualquier gran ciudad de la región latinoamericana no es sino un síntoma de la injusticia de base. En algún sentido puede decirse que es tan grande el problema que no tiene una solución rápida posible. Arreglar esas megápolis significa, en algún sentido, cambiar radicalmente la historia de sus sociedades. Definitivamente no es posible terminar con esta precariedad de enormes masas en todo el continente en tanto no cambien en profundidad las políticas en curso. Y eso va mucho más allá de planes de respuesta técnica. Es claro, además, que las administraciones capitalistas de los Estados no están a la altura del reto que el problema realmente plantea. Regalar algunas láminas de zinc algún tiempo antes de las elecciones no es sino limosna.
Aunque no sea ninguna novedad y pueda resultar reiterativo, nunca es malo enfatizarlo una vez más: los problemas sociales como el de los asentamientos precarios no pueden arreglarse sin un cambio profundo de estructuras. Es decir: sin un proyecto socialista. Si no hay voluntad revolucionaria de transformar esto, las capas superficiales de pintura que se den no alcanzan. Pueden «hermosear» un poco la situación, pero no la tocan en su base. No se equivocaba Rosa Luxemburgo cuando un siglo atrás decía «socialismo…o barbarie.»