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Haití

¡Libertad o muerte!

Fuentes: Viento Sur

«Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, se prueba que la esencia de la autoconciencia no es el ser, no es el modo inmediato como la conciencia de sí surge, ni es su hundirse en la expansión de la vida, sino que en ella no se da nada que no sea un momento que […]

«Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, se prueba que la esencia de la autoconciencia no es el ser, no es el modo inmediato como la conciencia de sí surge, ni es su hundirse en la expansión de la vida, sino que en ella no se da nada que no sea un momento que tiende a desaparecer, que la autoconciencia es puro ser para sí» (G.W.F Hegel, Fenomenología del espíritu) .

Cuenta Susan Buck-Morss en un artículo sobre Hegel y Haití una anécdota que revela el origen de la desgracia histórica haitiana, más allá del pretendido pacto con el diablo del que últimamente ha hablado un predicador norteamericano. Suele asociarse a Haití con el vudú y con el oscurantismo. La literatura y el cine occidentales sobre este pequeño país suelen rodearlo de brumas mágicas y de un halo de terror. Haití da miedo y ha dado miedo desde los primeros momentos de su historia independiente, pero no por lo que suele creerse. Se refiere la estudiosa norteamericana a » los soldados franceses enviados por Napoleón a la colonia que, al oir a los antiguos esclavos cantar la Marsellesa, se preguntaron en voz alta si no estaban combatiendo del mal lado «(Buck-Morss, Hegel and Haiti, Critical Enquiry , Summer 2000, p.865). La anécdota nos muestra frente a frente al ejército insurrecto de antiguos esclavos negros que combate por hacer realidad los valores de la revolución francesa y entona su himno, frente al ejército del régimen nacido en Francia de la revolución y que, supeditando los demás principios políticos republicanos a la sacrosanta propiedad ha sido enviado a restablecer la esclavitud.

Lo que tiene de terrible Haití no son los principios democráticos y republicanos por los que combatían los antiguos esclavos bajo la consigna «La liberté ou la mort!», sino el que fueran precisamente antiguos esclavos, los nuevos ciudadanos de una república-quilombo, quienes los defendían contra el régimen francés. Haití da miedo porque pone al desnudo desde el principio el desfase entre las proclamas de libertad de las repúblicas burguesas basadas en la propiedad y las consecuencias sobre la libertad de esta propiedad erigida en derecho fundamental, que siempre se han traducido en formas de explotación de esclavos o de hombres «libres»… y expropiados. Frente a todos los racismos y los clasismos en que se sustentan las repúblicas de propietarios, los revolucionarios haitianos, los jacobinos negros de Toussaint Louverture o Dessalines, mostraron que era posible vivir sin amos.

El drama de la república de Haití es, con todo, una historia conocida: es la de todas las revoluciones que se han querido tomar en serio la democracia y la han intentado fundar sobre algo distinto del imperio de la propiedad. La violencia que sufrió Haití desde comienzos del siglo XIX hasta hoy es la que también se ejerció contra la revolución rusa, contra la España revolucionaria del 36, contra la Cuba revolucionaria… Todas ellas fueron presentadas como aberraciones respecto del orden natural de la propiedad que requerían ser corregidas por la fuerza o contenidas mediante bloqueos y embargos. Haití también en eso fue pionera, pues Francia, tras la victoria de los negros insurrectos frente a las tropas de Napoleón pactó con los Estados Unidos la venta de la Luisiana a cambio, entre otras condiciones de que los Estados Unidos impusieran un bloqueo a Haití.

Del mismo modo, Haití tuvo el «privilegio» de sufrir en su propia carne la trampa de la deuda. Francia exigió a la joven república negra, a cambio de su reconocimiento una indemnización por la pérdida de las plantaciones y de la propiedad sobre los antiguos esclavos. El régimen haitiano aceptó pagarla bajo una enorme presión política y militar. Con ello la «perla del Caribe» empezó a convertirse en una país arrasado y arruinado. En 1915, los Estados Unidos intervienen invadiendo y ocupando el país que el Chicago Tribune definía en un editorial de la época como «una rebelión que se hace llamar república». El «final» de esa ocupación llegó con el establecimiento en el poder de la dinastía de los Duvalier que acabó con la rebelión sin por ello establecer una auténtica república. Haití fue desde entonces una reserva de mano de obra barata para los Estados Unidos: el lugar donde, por ejemplo, por un dólar diario se clasifican los bonos de descuento de los supermercados americanos o se realizan toda suerte de trabajos poco especializados y sumamente mal pagados. La llama de la rebelión se ha mantenido, sin embargo en la república negra. Tras el hundimiento del régimen de los Duvalier, se fueron constituyendo fuerzas populares, por ejemplo la candidatura Fanmi Lavalas (Familia La Avalancha) que llevó a la presidencia a un antiguo sacerdote, el padre Aristide con un fuerte apoyo popular. Los Estados Unidos, valiéndose de los restos del aparato de poder informal de los Duvalier -la milicia mafiosa de los «tontons macoute», los «tíos del saco»- lograron derribar y expulsar al presidente y poner al país bajo tutela de las Naciones Unidas. Aún así, incluso bajo las nuevas condiciones de protectorado, salió elegido en las últimas elecciones el candidato de Lespwa (partido apoyado por la mayoría de las baes de la antigua Lavalas)). Naturalmente, las condiciones de tutela a las que se ve sometido su gobierno hacen que la decisión popular no tenga la más mínima consecuencia.

A pesar de todo, Haití está demasiado cerca de los Estados Unidos y de Cuba para que sus vecinos del norte puedan dejar tranquila a la república negra del Caribe. El terremoto ha sido en este sentido un regalo inesperado para quienes aún -y con buenos motivos- temen a Haití. Ha sido una de esas ocasiones que ilustran lo que Naomi Klein denomina en un libro esencial la «doctrina del shock«. Conforme a esta doctrina elaborada por los teóricos neoliberales, es necesario aprovechar los momentos excepcionales de caos y desconcierto que suceden a las catástrofes naturales (huracanes, terremotos, inundaciones etc.) o de origen humano (golpes de Estado, guerras, etc.) para introducir las medidas políticas y económicas que nunca habrían podido promoverse en una situación «normal». Los ejemplos clásicos son Chile tras el golpe de Pinochet, que abrió las puertas a los Chicago Boys; el ciclón Katrina que devastó Nueva Orleans permitiendo «blanquear» étnicamente y privatizar los servicios públicos en la ciudad o el tsunami que hace unos años asoló las costas del Pacífico reconfigurándolas social y económicamente con vistas a la obtención del máximo beneficio.

El terremoto de Haití ha representado el equivalente de los bombardeos con los que los Estados Unidos prepararon la invasión de Iraq. Con la importante ventaja de que la aviación norteamericana no tuvo que encargarse de hacerlos. Sin embargo, su táctica parece ser identica: es a todas luces una táctica de ocupación y no una operación de ayuda a las víctimas de una catástrofe. Su primer paso ha sido ocupar -al igual que en Bagdad- el aeropuerto con tropas norteamericanas que, por cierto han impedido durante días el reparto de la ayuda alimentaria y sanitaria, incluso de otros países. Los siguientes pasos serán con toda probabilidad el control de los medios de comunicación y de las vías de transporte. Todo ello con el pretexto de que para prestar ayuda es necesaria seguridad. Es llamativo que sólo necesiten una escolta militar de 11.000 hombres los norteamericanos y los europeos. Los centenares de médicos cubanos que acudieron a Haití en las primeras horas después del terremoto no tuvieron necesidad de tanta protección.

La propaganda de guerra humanitaria europea y norteamericana nos presenta Haití como un infierno en el que todos están en guerra contra todos, un lugar de barbarie donde a los pillajes suceden los linchamientos. Con esto se justifica la necesidad de orden. Sin embargo, los actos de violencia de los que han dado noticia la prensa y demás medios de «comunicación» suelen ser ejecuciones de ladrones por parte de agentes del «orden» públicos o privados. No es tanto una guerra de todos contra todos como una brutal defensa de la propiedad frente a los pobres que la amenazan, que tienen que cuestionarla para sobrevivir. Sin embargo, puede más que la realidad sobre el terreno el peso de la imaginación. En el imaginario político que legitima el Estado moderno, la guerra permanente de todos contra todos, el » bellum omnium contra omnes » es desde el Leviatán de Hobbes la situación que existe necesariamente cuando se hunde un Estado. Antes y después del Estado sólo hay caos. De ahí la necesidad de un acto de soberanía -incluso de una potencia extranjera: el soberano siempre es en algún modo transcendente y extranjero- para restablecer el orden.

Sobre los escombros de Puerto Príncipe se está tramando un nuevo golpe en la serie de los golpes «blandos» de la administración demócrata iniciada con el de Honduras. Es un golpe contra un pueblo que no acaba de pagar la gran ofensa al orden liberal que representa su propia existencia como país independiente. Haití es un ejemplo -pésimo para el imperio- de dignidad política en situaciones extremas. Su nombre se coloca en una serie de significantes históricos cuya mera mención da miedo a los poderosos. Haití pertenece a ese mismo universo temible donde se encuentran Cuba y Palestina; ese mundo empecinado en existir cuyo lema común es el de todos los que niegan tener un amo por muy democrático y humanista que sea el amo: » La liberté ou la mort «. Libertad o muerte. No en vano reconoció Susan Buck Moss en la historia de la revolución haitiana una de las fuentes de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. Precisamente el lema de los revolucionarios haitianos coincide con la máxima de toda renuncia a la esclavitud. Esclavo es según Hegel quien antepone la vida a la libertad, libre quien prefiere la muerte a la pérdida de la libertad. Tal debería ser la máxima de la resistencia al actual régimen de dominación biopolítica que nos hace a todos literalmente esclavos. No es poco lo que debemos a Haití.