«El gusto por la verdad no impide tomar partido». Esta expresión de Albert Camus la utilicé en mi carta de despedida al dejar la dirección de Milenio Diario. Renuncié en abril de 2005, cuando parecía inevitable el encarcelamiento de Andrés Manuel López Obrador, el actual candidato de centro-izquierda favorito para vencer el próximo domingo en […]
«El gusto por la verdad no impide tomar partido». Esta expresión de Albert Camus la utilicé en mi carta de despedida al dejar la dirección de Milenio Diario. Renuncié en abril de 2005, cuando parecía inevitable el encarcelamiento de Andrés Manuel López Obrador, el actual candidato de centro-izquierda favorito para vencer el próximo domingo en las elecciones presidenciales mexicanas. Lo hice porque consideré excesivas las presiones del presidente Vicente Fox sobre los accionistas de la empresa. El Gobierno no toleró una línea editorial que no defendía a un político en particular, sino a la legalidad. Desde por lo menos dos años antes, Fox y sus aliados del PRI y el PAN habían intensificado su campaña de asedio contra el entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Se llegó al extremo de que el Congreso y la Corte, coordinados por el titular del Ejecutivo, ordenaran la persecución por la vía penal contra López Obrador. La protesta ciudadana los hizo fracasar. Al retirarme del periódico, López Obrador me invitó a ser uno de los coordinadores de su campaña por la presidencia. Acepté. Escribo, pues, desde una perspectiva interesada, desde luego convencido de que se puede tomar partido y seguir expresando la que es, a juicio de cada uno, la verdad.
Las elecciones en México están poniendo a prueba su precaria democracia. ¿Podrá el país cambiar de Gobierno con la normalidad con la que se dio la alternancia hace seis años? No se ve probable. La interferencia de Fox en el proceso ha sido un serio problema porque la ley determina que las autoridades deban ser neutrales. La embestida de Fox contra López Obrador se acompaña, ahora, ya no de la amenaza de encarcelarlo, sino de una agresiva y multimillonaria propaganda negativa en la televisión, que por su falsedad y manipulación el Tribunal Electoral varias veces ha ordenado retirar. En cada oportunidad el partido en el poder cumple retirando los anuncios cuestionados, pero sólo para reemplazarlos de inmediato con otros todavía peores. En los últimos días las organizaciones empresariales decidieron pagar su propia publicidad contra López Obrador, alentadas a juicio de muchos desde la presidencia. Es muy preocupante que el deterioro de la civilidad se origine ahí, sobre todo porque Fox llegó al poder bajo la premisa de un cambio que, por lo que se advierte, ha subvertido.
La fortaleza de López Obrador es su trayectoria. La Ciudad de México representa la cuarta parte del electorado. Su Gobierno ha sido la prueba de ácido, y la superó con notas sobresalientes. Pero no se discute lo que hizo antes, sino cómo sería, en la imaginación de sus enemigos, la presidencia de un izquierdista. Se ha diseñado una campaña de miedo que lo equipara con Hugo Chávez y que pretende hacerlo aparecer como un peligroso populista (en comerciales de televisión se ha expresado algo tan absurdo como que va a expropiar las casas de la gente). Aunque eso ha envilecido el debate y polarizado a la opinión pública, los hechos muestran a un López Obrador distinto: eficaz como administrador, prudente en su liderazgo y austero en su estilo de vida.
López Obrador es un político moderado. Sólo lo ven como una opción extrema quienes suscriben el autoritarismo mexicano, el racismo o la exclusión social. Antes de que la lucha electoral empezara muy anticipadamente en 2004, había consenso, sobre todo entre los grandes empresarios, acerca de que él gobernaba a la Ciudad de México con mesura. Durante su Administración, la capital del país experimentó una transformación real. Concretó importantes proyectos de regeneración urbana, benefició a las personas de menos ingresos, logró la colaboración de los más fuertes hombres de negocios. Si el pasado sirviera para descifrar el futuro, lo que López Obrador hizo en el Distrito Federal tendría que augurar una presidencia de transformaciones verdaderas por el camino de la conciliación.
Luchar por la igualdad causa temor a algunas personas. No entienden que México ya no puede persistir en un modelo fracasado. La economía no ha crecido. El sueño de la democracia está a punto de volverse drama. Millones de jóvenes sin empleo transitan a la informalidad o migran a Estados Unidos. No es metáfora, para la mayoría la situación es insostenible, aun para la empobrecida clase media. Frente a estos electores, López Obrador personifica una última esperanza de cambio. Las otras opciones son más de lo mismo.
México debe recuperar su crecimiento para encontrar salidas a la desigualdad, al desempleo y al imperio del hampa. El crecimiento será el objetivo fundamental de la presidencia de López Obrador. Se trata de una tarea que entraña no sólo capacidad y voluntad política, sino la reforma de un marco legal obsoleto y la puesta en práctica de un proyecto económico distinto en el que las inversiones pública y privada converjan en los grandes proyectos de infraestructura que se necesitan. México ha alcanzado la democracia, sí. Llegó la hora de una economía moderna y competitiva encauzada por un Gobierno que piense, antes que en nadie, en los millones de mexicanos pobres. El reto es que el sistema sea capaz de ofrecer justicia y oportunidades a todos, ya no sólo a unos cuantos.
Es lo que propone López Obrador. Por eso, intranquiliza el tono que la derecha ha utilizado en la campaña electoral. El camino, a pocos días de la elección, sigue lleno de obstáculos. Pareciera existir la intención de impedir que más de 70 millones de electores decidan con libertad entre el continuismo del PAN, la restauración autoritaria del PRI o el cambio que postula López Obrador.
El PRI está en su etapa final. Rezagado en las encuestas, no ha estado en el centro de los apasionados debates que, para muchos, han propiciado que los comicios del domingo sean la primera elección ideológica en México. La contienda se ha concentrado en dos propuestas, la conservadora del partido gobernante y la liberal de López Obrador. Esta alternativa proyecta la tragedia del México de los siglos XIX y XX.
Lo que está en juego es seguir igual o dar el paso para un cambio real. En lo personal, rechazo la continuidad que significa insistir en la política económica que ha agudizado la distancia entre la opulencia y la pobreza, y que ha profundizado las contradicciones sociales por la inclusión de México en el mundo global en condiciones de homogeneización cultural. No acepto la continuidad que significa más migración de mexicanos a Estados Unidos. Me opongo a la continuidad que significa menos competitividad frente a los socios comerciales.
La divisa del cambio llevó a Fox a la presidencia, pero no cumplió. La corrupción lo venció, y pronto evidenció una calculada determinación de continuar el orden de cosas. Como hace seis años, de nuevo el anhelo del cambio decidirá la elección. López Obrador trabaja en esa dirección. Pero, a diferencia de Fox, no lo hace por pragmatismo. Para López Obrador el dilema entre continuismo y cambio no es una estrategia electoral. Sabe que, en el fondo, estamos ante un conflicto que enfrenta a quienes desean continuar viviendo en el país de los privilegios a partir de la corrupción generalizada, y a quienes aspiran a dar el paso a un nuevo pacto social que signifique un salto radical hacia la probidad en el ejercicio de la función pública.
Federico Arreola es coordinador de Redes Ciudadanas de Apoyo al candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Andrés Manuel López Obrador.