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México: Los mineros, los muertos, los políticos

Fuentes: La Jornada

1. El 12 de octubre de 1983 un desastre minero en Hidalgo costó la vida a 19 trabajadores. Días después, un artículo publicado en el periódico Unomásuno comenzaba con estas palabras: «Napoleón Gómez Sada presentó sus condolencias a los familiares de los 19 mineros mandados a la muerte el Día de la Raza por la […]

1. El 12 de octubre de 1983 un desastre minero en Hidalgo costó la vida a 19 trabajadores. Días después, un artículo publicado en el periódico Unomásuno comenzaba con estas palabras:

«Napoleón Gómez Sada presentó sus condolencias a los familiares de los 19 mineros mandados a la muerte el Día de la Raza por la Compañía Minera Real del Monte y Pachuca. Como secretario general del sindicato minero-metalúrgico, la obligación de Gómez Sada no era presentar condolencias a nadie, sino declarar como mínimo un paro general de labores de 24 horas en todas las instalaciones minero-metalúrgicas del país para protestar contra esta nueva muestra de la espantosa matanza cotidiana que el capital comete contra los trabajadores mexicanos al mantener niveles casi increíbles de inseguridad y peligrosidad en el trabajo. Sólo la movilización de los trabajadores puede poner un freno a esta guerra secreta contra México, cuyo saldo cotidiano de muertos, heridos, inválidos y enfermos de por vida ni siquiera aparece verídicamente en los partes oficiales y sólo lo registra la memoria dolorosa de las familias obreras mexicanas.»
2. Más de 22 años después, en la madrugada del domingo 19 de febrero pasado, una explosión en la mina Pasta de Conchos, Coahuila, cobró las vidas de 65 mineros. La empresa, el Grupo México, sabedora de este final fatal desde el primer momento, por conveniencia propia ocultó la verdad y jugó con las esperanzas y las angustias de las familias de los mineros durante una larga semana. Apenas el sábado 25 se atrevió a confirmar que, desde el momento de la explosión, esos trabajadores habían muerto. No fue diferente la actitud de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social.
El lunes 27 de febrero, el secretario general del sindicato minero-metalúrgico, Napoleón Gómez Urrutia, hijo de aquel Napoleón Gómez Sada y heredero de su cargo y sus negocios, tuvo el descaro de publicar en La Jornada, junto con su esposa, la siguiente esquela:
«Napoléon Gómez Urrutia y Oralia Casso de Gómez se unen a la gran pena, dolor e impotencia que embarga a las esposas, hijos, padres y demás familiares de los trabajadores mineros, sindicalizados y contratistas que lamentablemente perdieron la vida en la explosión de la mina 8, Unidad Pasta de Conchos, de San Juan de Sabinas, Coahuila. Elevamos nuestras oraciones para que, en estos momentos de inmenso dolor, su fe espiritual en el Señor les ayude a sacar fuerzas para seguir adelante. Descansen en paz».
Este personaje, secretario general de uno de los mayores sindicatos del país, tiene la infinita hipocresía de declarar su impotencia y de hincarse a rezar para que, a las familias mineras, Dios las ayude a sacar fuerzas para seguir adelante. Que Dios los ayude, pues, ya que mi sindicato está para otras cosas. No menos vergonzosa es la esquela que, declarando también su «impotencia», publica en esa misma página el Comité Ejecutivo Nacional del sindicato, dirigiéndose así a los muertos: «Los recordaremos siempre con admiración, respeto y orgullo por su conducta ejemplar, responsabilidad, compromiso y ejemplo de dignidad obrera que se refleja en sus familias y amigos cercanos».
Casi un cuarto de siglo después, estamos en las mismas o en peores condiciones, con la misma dinastía sindical, la misma retórica hedionda y nuevas masacres de trabajadores, masacres violentas en las minas, las gaseras y la construcción, masacres lentas en el infierno sin ley de las maquiladoras, masacres sangrientas de caciques y paramilitares en los campos y poblados indígenas, masacres blancas del desempleo, los salarios de hambre, la migración, la droga: muertos, muertos, muertos…
El orden neoliberal, sin ley ni regulación, es un orden de muerte. Pero para llegar a este orden, también en México tuvieron que matar.
3. A poco de iniciada con Miguel de la Madrid la restructuración neoliberal de la sociedad mexicana, después del terremoto de septiembre de 1985 y la parálisis por pánico del presidente y su regente en la ciudad, Ramón Aguirre, y como secuela política inesperada de una ola creciente de movimientos sociales, el pueblo mexicano realizó la hazaña de tomar por sorpresa a los dueños del poder y dar la victoria en las elecciones presidenciales de 1988 al candidato de la oposición nacionalista revolucionaria, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas.
Esta victoria electoral no fue frustrada por un fraude, pues el fraude es una operación que se realiza antes de las elecciones o en su trascurso. Fue escamoteada, como dijimos entonces, por un golpe de Estado entre la noche del 6 de julio y la madrugada del 7, cuando por orden del presidente De la Madrid y de su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, se anularon los resultados reales de la votación y fueron sustituídos por otros que daban la victoria al candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari. En ese golpe de Estado y en su consolidación en los días sucesivos participaron personalmente Manuel Camacho como operador de primera fila y su equipo más cercano. En la consagración ceremonial del golpe de Estado tuvo papel estelar Socorro Díaz, quien en sesión solemne el primero de diciembre colocó la banda presidencial al usurpador, Carlos Salinas de Gortari.
Yo quisiera que a esta altura, cuando forman parte destacadísima de los operadores políticos del candidato presidencial del PRD, todos ellos nos contaran con sinceridad cómo estuvo la cosa en esos días cruciales, del mismo modo como los empresarios del Grupo México, después de una semana, se decidieron a confesar públicamente lo que desde el momento de la explosión sabían.
Pido sinceridad. No pido mucho. Pero, en verdad, tampoco espero mucho.
4. Ese golpe de Estado al que entonces denominamos «técnico» no fue, sin embargo, un simple golpe blanco. Tuvo su cuota de sangre, antes e inmediatamente después de la elección, tuvo sus muertos. El 2 de julio, después del cierre de campaña en Pátzcuaro, supimos que habían sido asesinados Francisco Javier Ovando, encargado del cómputo electoral del Frente Democrático Nacional y candidato a diputado federal, y su inmediato colaborador Román Gil. Entendimos entonces la temprana advertencia.
El 20 de agosto de 1988, durante la campaña por la defensa del voto, aparecieron asesinados cuatro muchachos: Ernesto del Arco, José Luis García Suárez, Jorge Andrés Vargas y Jesús Ramos. ¿Quién ordenó este cuádruple crimen político para intimidar a la movilización por el respeto al voto? No lo sé. Pero los beneficiarios fueron Salinas y su entonces «grupo compacto». ¿Tampoco lo supieron ellos?
El 16 de diciembre de 1988, ya bajo la presidencia usurpada de Salinas, fue desaparecido en Morelos José Ramón García, militante del PRT que intervenía en la campaña por el voto. De él no supimos más. ¿No hay ningún político y funcionario de entonces que algo sepa?
El golpe de Estado de julio de 1988 llevó al poder al grupo neoliberal encabezado por Salinas de Gortari que privatizó la propiedad pública, desmanteló el artículo 27 y los ejidos, modificó en 1992 en sentido reaccionario (con la complicidad del entonces diputado René Bejarano) el artículo tercero sobre educación pública, abrió las puertas de la nación al TLC, metió al ejército en Chiapas y condujo a la descomunal crisis de diciembre de 1994.
5. Bajo el gobierno de Salinas y su grupo, los muertos del PRD se multiplicaron: imponer el neoliberalismo no sólo costó sufrimientos del pueblo, costó sangre de quienes resistieron (y no estoy contando aquí a los otros muertos, los del EZLN, los de las organizaciones campesinas, los de Oaxaca, de Guerrero y de toda la geografía mexicana ensangrentada en esos años).
En octubre de 1997, cuando Andrés Manuel López Obrador era presidente del PRD, la Secretaría de Derechos Humanos de este partido publicó un folleto titulado Crónica de la violencia política, coordinado por Isabel Molina Warner, directora de la Fundación Ovando y Gil. Según dicha publicación, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari fueron asesinados por motivos políticos 305 perredistas. En los sucesivos tres primeros años de Ernesto Zedillo, hasta octubre de 1997, habían sido asesinados 263 perredistas más. En total, hasta ese octubre, 568 muertos de este partido.
En el sexenio de Salinas y su grupo compacto, según ese folleto, el PRD tuvo 16 muertos en 1988, 34 en 1989, 73 en 1990, 28 en 1991, 54 en 1992, 67 en 1993 y 36 en 1994. Entre 1988 y 1994, tres estados estuvieron a la cabeza de este listado: Guerrero, con 90 muertos; Michoacán, con 55 muertos; y Oaxaca, con 43 muertos. La curva de asesinatos políticos subió en Michoacán durante las elecciones locales, cuando los michoacanos respondieron al fraude con movilizaciones y tomas de alcaldías. Era entonces gobernador del estado Genovevo Figueroa Zamudio. Desde 1988 el PAN de Diego Fernández de Cevallos, con su moral de sacristía, fue cómplice y encubridor de quienes desde el gobierno federal condujeron estas políticas en ese sexenio.
6. Con la candidatura de Marcelo Ebrard, secretario de Gobierno del Departamento del Distrito Federal bajo la regencia de Manuel Camacho en esos precisos años, el PRD se dispone a devolver a ese PRI el gobierno de la ciudad de México, que se le arrebató en las elecciones de 1997 como resultado de duras y largas luchas de la oposición y los movimientos sociales.
Como lo vienen diciendo tantos desde todos los ángulos, el que ahora reaparece en los usos y costumbres internos y externos del PRD de estos tiempos es el PRI de siempre, con su corporativismo, su clientelismo, sus acarreos, sus elecciones internas con reparto de despensas, compra de votos y compromisos de clientela. Reaparece también con la multiplicación de políticos y caciques apenas salidos del PRI en las candidaturas del PRD en todo el país.
El PRD es hace rato un partido exclusivamente electoral y parlamentario. No organiza a nadie en el movimiento social ni le interesa hacerlo. No es su problema. Su actividad de oposición o de denuncia se concentra en las tribunas del Congreso de la Unión, allá lejos entre ellos. Sus propuestas se limitan al terreno de las políticas públicas: vótenme, y desde el gobierno yo haré esto y lo otro. Pero no se organicen: yo lo haré por ustedes, dicen los candidatos a diputados, senadores, regidores, alcaldes, asambleístas y presidente. Ese es el mensaje, hasta el hartazgo, de todos los carteles y las pintas de la elección interna. El PRD no tiene militantes, ni vida interna, ni discusiones de ideas o de programas. Tiene activistas pagados (transitorios), funcionarios y aspirantes a cargos electivos (estables) y asesores (intercambiables).
Todo esto, aclaro, no es novedad ni es pecado. Es simplemente el modo de ser y de existir en política de uno de los tres grandes partidos del régimen, el que se dice de izquierda y nutre sus candidaturas de la desintegración progresiva del viejo PRI. Fue ya descrito por Max Weber para la Alemania de 1919.
7. El programa de políticas públicas de Andrés Manuel López Obrador para esta elección es una variedad de neoliberalismo social: mantener la configuración de la sociedad impuesta por la restructuración neoliberal y agregar políticas asistenciales. Pero que la sociedad en sus múltiples sectores no se organice, por Dios, que no lo haga: todo le será provisto desde arriba.
Es un programa desarrollista que reconoce sus lejanas raíces en el echeverrismo de los años 70, hoy aplicado a consolidar la configuración neoliberal y sus relaciones con Estados Unidos y con el mundo. Es un método de centralización personal de la organización en la figura de un Jefe que tiene sus aún más lejanos antecedentes mexicanos en los años 30, en la figura y las ideas del tabasqueño Tomás Garrido Canabal. De esos mismos años 30 vienen la coreografía y la escenografía de los actos del PRD en el Zócalo, con la doble valla metálica que corta por la mitad a la multitud y dentro de la cual camina solitario el Jefe hacia la gran tribuna de la plaza.
El círculo se ha cerrado y en él el mito mexicano y la utopía práctica de los tiempos del general Lázaro Cárdenas del Río no tienen espacio ni reflejo alguno. Son otros tiempos éstos, los de Manuel Camacho, Marcelo Ebrard, Socorro Díaz, Federico Arreola, José Guadarrama, Yeidckol Polevnsky, Zeferino Torreblanca, Fernando Martínez Cué y Pablo Salazar Mendiguchía, más un contorno de figuras venidas de la izquierda que quieren creer, que necesitan confiar, que sin saberlo se resisten a volver otra vez a la intemperie y a dar por perdido lo que una vez conquistaron. Y ya no quieren comenzar de nuevo, como es ley de las generaciones sucesivas, con la experiencia como única verdadera e invalorable herencia de aquellas temporadas.
¿Y para llegar a esto lucharon tantos, vivieron tantos y se murieron tantos?
8. En Bolivia, mientras el nuevo presidente Evo Morales, llevado al gobierno por las sucesivas insurrecciones de los movimientos sociales, en medio de un silencio tan grande como todo el pasado rendía homenaje a los ancestros y a los compañeros caídos, un relámpago de otros tiempos míos, de medio siglo antes, me cruzó por la mente. Escribí en ese día, como enviado especial de La Jornada, lo que sigue:
«Este enviado especial, que hace ahora precisamente 50 años había llegado a Bolivia a vivir con trabajadores fabriles y con mineros, aquellos que poco antes, en 1952, habían hecho una gran revolución, como que medio se aguantaba el llanto y también se acordaba y se decía: Quien olvida a sus muertos y se junta feliz con quienes los mataron, no merece confianza ni perdón; y se hacía en ese minuto este enviado especial, a quien cuando aún era muy joven los bolivianos con paciencia y recato durante cuatro años educaron, una promesa para sí y para sus vivos y sus muertos que un día de estos tal vez referirá».
Es lo que en este escrito ahora estoy haciendo.
9. El 24 de febrero pasado, en un acto de campaña en Morelia (La Jornada, 25 febrero 2006), López Obrador hizo un reconocimiento a los michoacanos que, dijo, desde el movimiento democrático de 1987 lucharon por la trasformación del país: «Muchos perdieron la vida por abrir, por desbrozar el camino hacia la democracia. Por eso tengo un profundo respeto por Michoacán y por el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas». Sí, ya lo sé. Pero los cómplices, los encubridores, los altos funcionarios de los gobiernos y del régimen del PRI que entonces los hizo matar o solapó sus muertes, están ahora en el grupo compacto en torno a la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Y esos muertos matados, igual que los muertos mineros, claman al cielo y nos reclaman a los vivos.
El gobernador del estado, Lázaro Cárdenas Batel, declaró ese mismo día que en las elecciones de julio de 2006 votará por Andrés Manuel López Obrador: «seguro, segurísimo», dijo.
Dejo aquí de lado la discusión de las diferencias políticas con el PRD y su candidato presidencial. Mucho más hondas son las que me contraponen al descompuesto PRI y al derechista PAN.
Por razones éticas, sin las cuales no existe izquierda alguna, por motivos morales si se prefiere así, no votaré por Andrés Manuel López Obrador ni por ninguno de sus candidatos: seguro, segurísimo.
Dicho en pocas palabras, no les creo ni una sola palabra. Quien olvida a sus muertos y se junta feliz con quienes los mataron no merece confianza ni perdón. Basta ya, pues. Demasiado es demasiado.