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Mito y distopia en la Nicaragua de la neocolonización

Fuentes: Rebelión

Sumergidos en una cultura de la mentira, se nos hace siempre más difícil distinguir lo real de lo falso. Un pilar fundamental del gobierno de Ortega ha sido la construcción de sistemas de creencias y de realidades paralelas inexistentes que han tenido a la gente ocupada en sueños que nunca se hicieron realidad. El pueblo […]

Sumergidos en una cultura de la mentira, se nos hace siempre más difícil distinguir lo real de lo falso. Un pilar fundamental del gobierno de Ortega ha sido la construcción de sistemas de creencias y de realidades paralelas inexistentes que han tenido a la gente ocupada en sueños que nunca se hicieron realidad. El pueblo nicaragüense no ha estado dormido durante doce años. No ha sido simplemente una anestesia lo que vivió el país con las legislaturas del presidente rojinegro: sería demasiado sencillo liquidar la cuestión de esta manera, además de ser una ofensa a la inteligencia colectiva nicaragüense.

Daniel Ortega y Rosario Murillo (su esposa) son excelentes historiadores y han sabido inventar un mundo donde colocar vidas y esperanzas. Las consignas del gobierno en los últimos doce años años han sido clarísimas: «Nicaragua cristiana, socialista y solidaria», «Gobierno de paz, amor y reconciliación». Y no solo esto: los colores con que se ha pintado un país entero (rosa, fucsia, amarillo, rojo), los gigantescos (y carísimos) árboles de lata instalados en vías públicas, los colorados altares a Hugo Chávez, han creado un entorno digno de la fantasía de Lewis Carrol.

Es complejo describir un país tan chiquito y tan peculiar como Nicaragua: la tierra de los poetas se ha convertido en una tierra de realismo mágico, distópico y peligroso que hace difícil compararlo con otros contextos aparentemente parecidos.

La retórica del gobierno ha sido capaz de apropiarse de un lenguaje clave, haciendo de la utilización de las palabras un puro lusus literario: vaciándolas de contenido y dándoles uno nuevo. En la época del post-truth no cuenta lo que realmente está pasando, los hechos: cuentan las historias, la realidad construida a base de mentiras institucionalizadas y astuto engaño.

Lo que está pasando actualmente no es un retroceso respeto a ideales de izquierda o sandinistas: los discursos oficiales del presidente y de Rosario Murillo tenían a las masas obnubiladas con promesas que nunca se cumplieron y que mucho menos ahora, se lograrán cumplir. No había socialismo ni mucho menos, solamente una base solida de conservadurismo patriarcal que sostenía un gobierno primeramente autoritario y hoy, definitivamente, dictatorial. Y la punta de lanza es Rosario Murillo, la vicepresidenta que presumiendo de un alto cargo y una política con equidad de género, pisa las mismas huellas de su macho y consolida su sistema de poder.

La historia de Nicaragua es la historia de una colonización sin fin: en los ’90 la aceptación (por parte del Frente) de la victoria de la UNO se conoció como el gran ejemplo de democracia por un país que no estaba acostumbrado a demostraciones de ese tipo. La victoria de Violeta Barrios parte en dos la historia del partido sandinista ya que con la piñata de los ’90 se dio el primer paso hacia el derrumbe de la revolución.

A pesar de que en los años siguientes se hayan reconfigurado las características de los grupos de poder, cambiado los colores de la bandera del partido al mando, no se modificó el modus operandi de las estructuras de gobierno: la dominación. Puede haber crisis, cambios, revoluciones pero la dominación ha sido una constante.

Lo que se ha ido dando en Nicaragua en los últimos años es puro autoritarismo: asistimos mudos a un manipuleo psicopático de la política versus un pueblo súbdito de las necesidades de otros.

El colonialismo del pasado que llegaba desde afuera y aniquilaba la cultura, la esencia, la memoria y la religión se ha transformado en un colonialismo interno en donde una misma familia en el poder utiliza una estructura del pasado, perpetuando un modelo de dominio: los cambios de agenda política y de los marcos legales de los diferentes gobiernos que han subseguido después de la revolución, no ha implicado un cambio de ruta en la manera de gobernar, ya que el control ha sido el modo de hacer política y representando, de hecho, una medida necesaria (aunque deplorable) para mantener la calma en un estado capitalista y opresor.

La familia Ortega-Murillo forma parte de esas élites mestizas que quieren preservar sus intereses usando las formas aprehendidas por el opresor: por eso, una de las consignas más fuertes del movimiento autoconvocado ha sido «Ortega y Somoza son la misma cosa». Lamentablemente, esto está ocurriendo actualmente en Nicaragua, en donde además de los muertos, las evidencias están en el modo de actuar de cara el pueblo, con la economía, con la religión: todo se rige por dinámicas de mando-obediencia.

No obstante, Ortega supo ganarse su pueblo y su fidelidad: la oferta de prebendas y puestos en instituciones de gobierno garantizó una devoción total. Pero no fue solo eso: Ortega creó su propio mito, un mito de baja intensidad típico de nuestra época. Del siglo XX en adelante, regímenes o líderes políticos y/o religiosos han buscado como adoptar rituales de tipo sagrado para construir la adhesión de las masas: mientras los mitos antiguos se consideraban separados de la vida cotidiana, los pequeños mitos de la época contemporánea se consuman, se viven, cambiando los rituales ancestrales por vida ordinaria.

En el caso de Nicaragua basta pensar en los libros de texto de la escuela pública que educan a los niños hacia el culto de personas (son impactantes las peticiones y oraciones a la divinidad de Hugo Chavez), o en la juventud sandinista que ha sido carne de cañón de este gobierno infundiéndole sentimientos reaccionarios y acostumbrada a la obediencia. Esta es la base y la condición sine qua non del gobierno autoritario y es tierra fértil que lo sustenta: un verdadero caldo de cultivo que cría seres obedientes y temblorosos que perpetúan la legitimidad de gobiernos autoritarios sobre masas infantilizadas.

Como y al lado de la religión católica, Ortega pide a su pueblo de distinguir entre fieles e infieles con un acto de voluntad del creyente, un acto de fé y para quien no se conforma la respuesta es hostigamiento constante y hoy represión violenta (como un castigo divino). Ortega, como un Dios que no está entre nosotros, nunca ha aparecido en público en sus años de gobierno a parte en los momentos de celebración de eventos históricos que de hecho se volvían culto de su propia persona (tiene canciones que lo idolatran, fotos, rótulos gigantes en todo el país).

Ortega fue el modelo de hombre que todo lo había logrado y no representaba solamente el presidente de un país, era algo más: no era solo por la lámina de zinc que la gente lo amaba, lo miraban como un líder, como un dios y como un padre.

La estructura triangular de la familia (padre-madre-hijos) se ha transferido al gobierno (presidente-videpresidenta-pueblo) y se ha legitimado por la religión (Dios-Virgen Maria-hijos/pueblo). La patria cristiana, solidaria y socialista se refiere precisamente a estos tres ámbitos: religioso, político y social/familiar.

Su mito se sustenta de la mentalidad colonial que sigue teniendo Nicaragua, en la estructura religiosa y en la familia, todas e igualmente con un ordenamiento jerárquico que se alimentan y legitiman la una con la otra. De aquí la fuerte estigmatización de los movimientos feministas que no encajan con un sistema patriarcal, del campesinado que quiere independizarse del feudo y de las minorías, sobrevivientes directas de la destrucción colonial.

Lo bueno (o malo, dependiendo de la perspectiva) de estos pequeños mitos de hoy es que tienen fecha de caducidad, no son eternos porque se alimentan de la vida diaria de la gente y los gustos cambian.

Es por todo esto y mucho más que la reforma del INSS o previamente el incendio de la Reserva Indio Maíz han sido algunas de las chispas del fuego que se ha desatado en el pasado abril. Sin embargo, los carbones ardían desde hace rato. Y es por la misma razón que la teoría de una manipulación por parte de Estados Unidos o fuerzas derechistas parece siempre menos creíble.

El hartazgo ha ganado sobre el aguante y la forma en que esta rebelión se ha dado es revolucionaria para Nicaragua: la ausencia programática de armas y la voluntad política de no usarlas por parte del movimiento autoconvocado han representado una novedad en esta nueva etapa de la historia del país.

Los sucesos delos ultimos meses no se pueden llamar una nueva revolución pero si es revolucionaria la forma pacífica de vivir este conflicto a pesar de la extrema y letal violencia ejercida por el estado/gobierno.

En fin: Daniel Ortega no es el mayor problema. Es un síntoma pero la enfermedad hay que buscarla en el profundo de nuestras culturas, de nuestras estructuras sociales y políticas: difícil quitarse de encima el bozal cuando fuimos nosotros y nosotras mismas a regalarle la correa a nuestro opresor.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.