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Modernidad y politica

Fuentes: Rebelión

Al margen de la historia del concepto, y dejando de lado muchas de sus implicaciones con el fin de privilegiar la claridad, creo que podemos definir la modernidad como el conjunto de valores, actitudes, comportamientos, la mentalidad y praxis, correspondientes al modo de producción capitalista. La sociedad «moderna» es la sociedad capitalista, y la «modernidad» no […]

Al margen de la historia del concepto, y dejando de lado muchas de sus implicaciones con el fin de privilegiar la claridad, creo que podemos definir la modernidad como el conjunto de valores, actitudes, comportamientos, la mentalidad y praxis, correspondientes al modo de producción capitalista.
 
La sociedad «moderna» es la sociedad capitalista, y la «modernidad» no consiste en otra cosa que la superestructura político ideológica correspondiente a esta particular forma de producción y apropiación de bienes de la historia humana: el capitalismo. La misma historia del concepto «moderno», por oposición al de «antiguo», constata su íntima relación con el surgimiento del modo de producción capitalista.
 
En palabras del historiador Jacques Le Goff: «El estudio de la dupla antiguo/moderno pasa por el análisis de un momento histórico que genera la idea de «modernidad» y al mismo tiempo crea, para denigrarla o inciensarla -o simplemente para distinguirla y alejarla- una «antigüedad» ([1]).
          
El capitalismo, especialmente en su fase imperialista, ha utilizado, y continúa haciéndolo, el calificativo de «antiguo o atrasado» para señalar a toda forma de pensar, de vivir o producir que sea diferente. Y ha justificado su destrucción y sometimiento bajo los designios de la lógica del capital, con el argumento de la necesaria, inevitable y beneficiosa «modernización». En el plano económico, social o cultural el capitalismo somete a personas y pueblos a las formas burguesas de relaciones sociales y comerciales en nombre de la modernidad y la modernización.
 
Por ejemplo, los indígenas ngöbes-buglés, que recientemente se han opuesto a la concesión minera de Cerro Colorado, porque implicará la destrucción de su hábitat y formas de vida, han sido calificados por el actual gobierno de retrógrados y de oponerse a la modernización. El propio plan económico gubernamental lleva la denominación de «Plan de Modernización». En nombre de la «modernización» se justifica la destrucción de formas de producción estatal y se levatan las privatizaciones que favorecen a empresas extranjeras. La modernidad parece ser el justitificativo de la destrucción de la pequeña y mediana producción nacional en beneficio de la apertura a mercancías extranjeras.
 
Hasta la ciencia, uno de los mayores logros humanos de la «modernidad», acunada en Occidente, ha sido instrumentalizada por el capitalismo de tal manera que su fin y móvil fundamental parece ser el de la ganancia y no el mejoramiento de la calidad de vida del género humano. Los avances de la ciencia médica y la farmacología se han convertido en un lucrativo negocio; la mayoría de los avances tecnológicos parecen estar más en función del desarrollo de fuerzas destructivas y guerrreras, que de las fuerzas productivas.
 
En política, la modernidad (o el capitalismo, que es lo mismo) gestó el concepto contemporáneo de «democracia», de democracia burguesa, por supuesto. La democracia burguesa, con sus criterios de división de poderes, sistema representativo, sufragio, garantías individuales, etc., son todos ellos productos de la modernidad. Todos estos valores «democráticos» deben ser entendidos a la manera burguesa, en el sentido de que ellos no implicaban, en primera instancia, la participación de las masas populares.
 
El sufragio universal, por ejemplo, no es producto de la revolución burguesa de 1789 sino de la lucha del movimiento obrero socialista de fines del siglo XIX. Los derechos políticos de la mujer, o de las minorías, no fueron alcanzados hasta el presente siglo, y a costa de muchas luchas contra el capital.         
 
Por esta razón,  hablar de «democracia» en general, puede inducir al error de confundir estos derechos democráticos arrancados por el pueblo, con un sistema político  por el cual la burguesía controla a la sociedad y le impone sus condiciones. «Democracia», para los capitalistas, no significa gobierno del pueblo. Por eso, respecto a la difinicón de la democracia, los politólogos al servicio del sistema capitalista privilegian el problema de cómo se establece la representatividad, tratando de irrelevante la participación activa y directa de las masas.
 
América Latina en el último decenio de este siglo es fiel testigo de cómo gobiernos pretendidamente «democráticos», y en nombre de la modernización, aplican planes económicos bestiales que sumen en la miseria y la desesperación a millones de sus habitantes. Toda la legitimación para esta manera de actuar parece fundamentarse en un sistema político que permite a los ciudadanos sufragar cada cierto tiempo, eligiendo entre opciones todas de partidos aliados al gran capital, lo que garantiza que elíjase a quien se elija, siempre se aplicarán las mismas políticas ordenadas desde Washington.
 
En nombre de esta pretendida «democracia» nos imponen las privatizaciones, la deuda externa, la desnacionalización de nuestras riquezas y el desempleo. Por suerte, los trabajadores ecuatorianos nos muestran que los pueblos empiezan a descreer en la ideología según la cual supuestamente debemos soportar durante 4 ó 5 años a estos presidentes pseudo democráticos y sus planes neoliberales, y que se les puede y debe echar en cuanto ataquen el derecho del pueblo a trabajar, comer, vivir.
 
Dejémonos de mitos, pues hay que decir también que, en materia política y económica, son productos de la modernidad occidental, no sólo el régimen democrático burgués, sino también el fascismo, la dictaduras militares, el colonialismo y el imperialismo, todos ellos con sus secuelas de represión, coacción, guerras mundiales y coloniales, invasiones, etc.
 
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿Es el socialismo producto de la modernidad occidental? Respondamos dialécticamente: en cierta forma sí, y en cierta forma no. El socialismo sí es un producto de la modernidad por dos motivos: a. Socialmente es el proyecto de una clase social nacida en el seno del capitalismo, el proletariado; b. Porque el socialismo científico se nutrió de lo mejor de la herencia de la modernidad ilustrada: la economía política inglesa, la filosofía clásica alemana y el socialismo utópico francés.
 
Por otra parte, el socialismo representa una negación de la modernidad por cuanto constituye el embrión de un nuevo modo de producción, el cual debe generar nuevos valores, mentalidades y praxis muy distintas a las de la modernidad. Frente al individualismo burgués, el socialismo promueve la solidaridad social como valor supremo; frente a la democracia representativa burguesa promueve la democracia directa de los consejos obreros; frente a los prejuicios raciales y chauvinsitas en que se apoya la expoliación imperialista, el socialismo promueve el internacionalismo.
 
A renglón seguido, es preciso señalar que la degeneración stalinista de la ex URSS, mostró cuan embrionaria es esta transición al socialismo, y cómo el proletariado deberá luchar mucho todavía no sólo por derrotar la explotación capitalista y sus valores, sino también para construir una nueva escala de valores y conductas que lleve al género humano a una fase superior de desarrollo.
 
Digamos también que, pese a la degeneración burocrática, los atisbos del llamado socialismo real mostraron que es completamente posible  una sociedad basada en el bienestar colectivo que garantice el pleno empleo y la satisfacción de las necesidades primordiales del ser humano (comida, vivienda, salud, educación, deporte) que a su vez se fundamenta valores éticos nuevos que movieron a millones de seres humanos al sacrificio personal por el bien colectivo.
 
A la luz de lo dicho se puede comprender mejor, no sólo lo que pasa en nuestro continente, sino también el carácter de movimientos sociales, nacionales y religiosos que se suscitan hoy por hoy en todo el orbe, y la manera como la política del capital imperialista responde ante ellos. Movimientos como:

            – Los Talibanes, que controlan la mayor parte de Afganistán, y que han impuesto una rigurosa conducta social basada en el Corán que, entre otras cosas, impide el trabajo de las mujeres y las obliga a portar públicamente el «chador».

            – La milicia islámica de Argelia (GIA) que mediante atentados y ejecuciones repudia y combate toda manifestación cultural de corte occidental.

            – La fuerza moral y nacional que alimenta la resistencia de los musulmanes de Bosnia y Chechenia en su lucha por constituirse en naciones independientes, frente a un genocidio perpetrado por fuerzas aparentemente descomunales como el ejército ruso o servio.
 
El punto de vista prevaleciente en occidente respecto a estos movimientos parte por su condena y calificación de retrógrados, rachazo fácil de lograr muchas veces por cuanto éstos chocan con la mentalidad («moderna») propia de la cultura occidental. Muchas veces esta situación es instrumentalizada por los gobiernos imperialistas para justificar su intervención militar bajo el rótulo de «ayuda humanitaria» que pretende llevar a dichas zonas  elementos de «racionalidad» y «civilización» a conflictos catalogados como «bárbaros».
 
Lo que no se dice es que esos conflictos, y esos movimientos catalogados de reaccionarios (algunos lo son en verdad) son producto del capitalismo imperialista, de la civilización occidental y de sus valores «modernizantes».
 
El caldo de cultivo en que se forjó el terrorismo islámico de la GIA argelina es la crisis y el desempleo masivo que se abate desde los años 70, junto a una dictadura militar avalada y comprometida con la expoliación del imperialismo francés. Intervención imperialista tan descarada que no le importó apoyar a los militares argelinos que a la fuerza de las balas le impidieron asumir el gobierno al  Frente Islámico de Salvación (FIS), que ganó las elecciones de 1992.
 
No se señala que los talibanes nacieron de la simbiosis política entre la invasión soviética a Afganistán, en 1980, y la financiación de guerrillas islámicas por la CIA norteamericana. Ambas intervenciones redujeron el país a cenizas, destruyendo su economía. Armados por Estados Unidos, pero con un profundo repudio a todo lo proveniente de la «civilización » occidental, estos estudiantes de teología se convirtieron en pocos años en una poderosa fuerza que ha controlado todo el sur del país.
 
En estos, como en otros movimientos fundamentalistas similares, parece haber una convergencia de sectores sociales, especialmente juveniles, condenados al desempleo y la marginación por un sistema capitalista que ha saqueado las riquezas de sus países sin promover para nada el desarrollo social.
 
También estos se han alimentado de la decepción ante corrientes que se autodenominaban «socialistas» y «comunistas» cuya práctica política resultó no ser muy diferente a las de las oligarquías tradicionalmente alidadas al capital extranjero. Por ejemplo, el autodenominado «socialismo» del régimen argelino de Bumedián, o de un Nasser y sus sucesores en Egipto.
 
Cebados en la descomposición social generada por el capitalismo, junto a la decepción en los valores «democrácticos» y hasta «socialistas» provenientes de occidente, estos sectores sociales han retornado a las fuentes de su tradición cultural. Su apego al nacionalismo, a los valores tradicionales, a su religión no son más que una respuesta de autoafirmación frente a la destrucción cultural y personal que el capitalismo occidental les ha impuesto. Saqueo imperialista que perciben avalado  por el espectro político occidental, tanto de las derechas más recalcitrantes, como de las llamadas «izquierdas» socialdemócrata y «comunista».
 
Sin que ello signifique, para nada, compartir sus ancestrales prejuicios, creencias y prácticas discriminatorias (en especial contra la mujer), es preciso que, desde occidente, comprendamos que el peor enemigo no son estos fundamentalismos, sino la intervención y el saqueo imperialista, disfrazado siempre de civilizatorio, modernizante y «democrático».
 
No comprender esta profunda verdad respecto al modo de producción capitalista ha llevado, por ejemplo, a sectores progresistas de la sociedad española y europea a solicitar a gritos la intervención militar de la ONU en la zona de los Grandes Lagos en el centro de Africa el año pasado. Para estos sectores europeos de derechos humanos, el conflicto en esta zona africana parece deberse exclusivamente a los choques y odios tribales antiguos entre tutsis y hutus. La intervención de la ONU llevaría «orden» y «civilización» a esta lucha entre «bárbaros».
 
No comprenden los que así piensan que los odios tribales han sido convenientemente explotados y fomentados por la potencias capitalistas occidentales para dominar mejor la zona y expoliar sus riquezas naturales. En 1994, el gobierno autodenominado  «socialista» de Francios Miterrand, en Francia, armó, apoyó y salvó a los militares de la etnia hutu de Ruanda que masacró a machetazo limpio a decenas de miles de tutsis.  Cuando la debacle de los genocidas era inevitable, las fuerzas aerotransportadas francesas los sacaron de Ruanda, llevándolos al lado zaireño de la frontera, donde el sanguinario dictador Mobutu Sese Zeko, amigo del «democrático» imperialismo francés, les esperaba.
 
Es más, digamos que la anhelada intervención militar de la ONU en dicha zona no se ha producido porque ahora las potencias respeten el principio de «no intervención», sino porque el imperialismo norteamericano ha decidido sacar provecho político de la crisis de los viejos aliados de Francia en la zona.
 
Por esta razón, debemos estar en guardia frente a la utilización ideológica que permanentemente hace el imperialismo y las clases dominantes criollas de palabras como «modernización», «civilización» y «democracia». Las aparentes ambigüedades de sus significados pueden servir como anzuelos mediante los cuales nos pesquen para legitimar una política de despojo, usurpación, violencia e imposiciones. No olvidemos nunca que en nombre de la «democracia» fuimos invadidos y masacrados un 20 de Diciembre de 1989, que en nombre de la «modernización» se saquea a nuestro país.
 
La única superación posible del actual concepto de modernidad, civilización y democracia capitalistas lo constituye la construcción de una sociedad socialista basada no en la lógica del capital, la ganancia, sino en la solidaridad social y la colaboración entre los pueblos. La construcción de esta única alternativa racional para el género humano pasa no sólo por la lucha consecuente y denodada contra el capital, sino que empieza por la desmitificación y crítica de conceptos como modernidad, democracia, civilización. Hasta el propio concepto de «socialismo» debe ser sometido a este escrutinio desmitificador.

 
                                                                     
Bibliografía

1. Le Goff. Jacques. Pensar la historia. Modernidad, presente, progreso. Ediciones Paidós. Barcelona, 1991.
2. Guizot, Francois. Historia de la civilización en Europa. Alianza Editroial. Madrid, 1990.
3. Braudel, Fernand. La historia y las ciencias sociales. Alainza Editorial. Madrid, 1968.

Nota

[1]. Le Goff. Jacques. Pensar la historia. Modernidad, presente, progreso. Ediciones Paidós. Barcelona, 1991. Pág. 147.

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