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Neoliberales y marxistas unidos contra la Renta Básica Universal. ¿Por qué?

Fuentes: Rebelión

Prescindamos aquí de la definición de la Renta Básica Universal (RBU) y sus principios, que l@s lector@s ya conocen, o deben conocer (http://www.redrentabasica.org/rb/), y pasemos directamente a la diferencia fundamental de la propuesta con todos los subsidios, rentas mínimas y condicionadas, ayudas y pensiones: la RBU es un derecho incondicional que el sujeto adquiere en […]

Prescindamos aquí de la definición de la Renta Básica Universal (RBU) y sus principios, que l@s lector@s ya conocen, o deben conocer (http://www.redrentabasica.org/rb/), y pasemos directamente a la diferencia fundamental de la propuesta con todos los subsidios, rentas mínimas y condicionadas, ayudas y pensiones: la RBU es un derecho incondicional que el sujeto adquiere en tanto ciudadan@ o residente, mientras que las otras medidas son concesiones públicas condicionadas a la situación laboral y patrimonial de l@s ciudadan@s. La diferencia es decisiva, pues mientras las otras medidas han sido concebidas y diseñadas para mantener a la ciudadanía sujeta a la necesidad de trabajar, la RBU pretende justamente liberarlos de esa necesidad para convertirla en una opción alternativa a la holganza. Digámoslo en otros términos: en un contexto más amplio de protección política a la igualdad en el acceso a los derechos fundamentales (educación, sanidad, vivienda, información, participación política y medio ambiente saludable), la implantación de la RBU crea las condiciones para que las personas puedan prescindir de venderse en los mercados de trabajo, o de obtener ganancia de la venta de mercancías, o de rentas, sin verse por ello abocadas a la indigencia, porque la comunidad política protegería esa libertad, por entenderla un valor superior.

Muchas personas que entienden la pobreza como carencia material apoyan la RBU porque eliminaría tales situaciones, otras se adhieren porque permitiría disminuir sin traumatismos trabajos intoxicantes, perniciosos e innecesarios, otras más se suman porque facilitaría el reparto de los quehaceres vitalmente perentorios y socialmente necesarios. Y es verdad que la RBU permitiría emprender políticas tranquilas de transición hacia esas deseables metas. Con todo, la RBU viene preñada de otro objetivo fundamental, que engloba a esos y les da un sentido más radical: ampliar las condiciones mínimas o materiales de la libertad, entendiendo esta no al modo liberal o negativo (dejar hacer a cada quien), sino al modo republicanista, o al modo de la ética rawlsiana: autonomía trabada en común contra la dominación y la servidumbre. La RBU quiere facilitar a cada persona la posibilidad de decir no o decir sí sin que ello tenga que ser un acto heroico.

Se trata de objetivos loables y que, en sentido genérico, sintonizan con valores compartidos por capas amplias de la ciudadanía. Además, en la coyuntura reciente de la política española, se ha hablado mucho de la RBU, gracias a que uno de los nuevos actores políticos, Podemos, la reclamaba en su primer programa a las elecciones europeas de 2015. Sin embargo, el respaldo a la propuesta no despega, y seguimos siendo inmensa minoría quienes la defendemos. Es un reflejo de ello que los estrategas de Podemos (en buena lid pragmática y coherencia con su objetivo de «llegar a ser alguien» en el escenario electoral) hayan cambiado el rumbo en menos de un año, sustituyendo la RBU que llevaban a las europeas por un subsidio de los de siempre (ahora lo llaman Renta Mínima de Inserción) en el programa presentado a las elecciones generales de 2015. Abundan las personas con cierta formación e interés por la política que rechazan la propuesta, y no solo entre las afectas al liberalismo económico smithiano, sino entre quienes están sinceramente motivados en pro de la justicia y la equidad como valores prioritarios al «crecimiento» económico. Es decir, la reticencia a la RBU se da tanto en el sector de opinión que llamaremos «de izquierdas» para entendernos (marxistas, socialdemócratas, sindicalistas de clase…), como entre quienes llamaremos «de derechas» (liberales económicos, neoliberales, conservadores…).

La razón de fondo que une a tant@s izquierdistas y derechistas contra la RBU radica en el común concepto de trabajo que profesan y en la centralidad que le conceden. La contribución más decisiva a la creencia moderna en la axialidad del trabajo la debemos a Adam Smith, seguido por otro autor de primera línea, Karl Marx. Ambos han hecho creer a generaciones sucesivas hasta hoy que la riqueza se crea, es decir, que de nada puede obtenerse algo, o de menos más; que la riqueza así concebida se cifra en capital, cuya materialización más lograda es dinero y mercancías. El significado del capital para Smith (y para Marx), su valor genuino, es que incorpora y almacena actividad y talento humano que podrá actualizarse o reinvertirse sumándose a futuras actividades humanas, en una espiral de enriquecimiento o «crecimiento«. Por tanto, según ellos y su nutrido discipulado, la actividad humana que queda incorporada con alguna durabilidad en las cosas fabricadas y el dinero es una especie de pretérita fuerza humana que no ha muerto sino que permanece congelada (capital) y podrá revivificarse (reinvertirse) mediante nueva intervención humana en un proceso ampliado (crecimiento), porque a la actividad humana viva se suma la hibernada anterior en artefactos y dinero.  Las materias primas y la energía no humana de que están hechas las cosas de humana elaboración son conceptuadas por la economía política de Smith (y de Marx) como fondo o medio inerte y prácticamente ilimitado. Su valor era cero antes de ser elaboradas, y continúa siéndolo después de elaboradas, si bien, ahora encriptan hibernada actividad y talento humano que, como queda dicho, podrá ser reinvertido en un futuro.

En esta lógica, capital y trabajo son la misma cosa, solo que en estados diferentes: aquella actividad humana que no se agota en el acto, que es sustraída al reino de la muerte o disipación inútil, y puede ser traída del pasado y actualizada en nuevos menesteres humanos. De modo que la antropología smithiana (y marxiana) agrupa la totalidad de actividades humanas posibles en dos clases: las que caen irremisiblemente al averno conforme se realizan y las que pueden retenerse tras su realización en las elaboraciones humanas de alguna durabilidad. Las primeras no serían trabajo o capital, las segundas sí, y gozan por ello de un estatus superior. Se trata de una antropología de un grado extremo de abstracción descualificadora, pues atribuye idéntico significado y valor a cualquier actividad capitalizable: el sencillo mecanismo de un chupete y el sofisticado de una bomba nuclear son a ojos de Smith (y de Marx) lo mismo: trabajo incorporado, es decir, capital. Su diferencia es solo de grado, según la cantidad de capital que incorporan, pero no hay diferencia de cualidad, o solo aparente y subsidiaria. Creídas estas premisas, pasa a creerse también que toda actividad trabajadora es buena, pues continúa la cadena capitalizadora que enlaza a muertos y vivos en la labor superior de «creación de riqueza». Así hasta llegar a todos l@s ministr@s de que tenemos memoria, con quienes cree la gente que su misión consiste en «crear puestos de trabajo» o ayudar a los capitalistas en esa loable causa. Ya se verá después si se trabaja en chupetes u ojivas nucleares, cuestión menor en cualquier caso. Es por lo mismo que tod@s las operari@s se sienten herman@s de clase, pues que todos creen hacer lo mismo, trabajar. Todo encaja y alcanza el grado superior de «obvio» y «normal» en la configuración institucional de nuestro mundo, pues si no hubiera sido suficiente con los smithianos, vinieron a sumárseles l@s marxistas de toda laya, que siguen siendo much@s, aunque ya usualmente emboscados Este concepto de trabajo smithiano y marxista supone su santificación, que entre l@s marxistas asciende a beatería (J. Manuel Naredo dixit), pues a todo lo que ya aporta Smith añaden que la realización del sujeto, el desarrollo de sus potencialidades, es en el trabajo, transformando el mundo en esa cadena virtuosa del «desarrollo de las fuerzas productivas» en la que, aseguran, «se realiza el hombre en cuanto esencia». A tal extremo de entusiasmo ha llegado en los acólitos de Marx esta creencia que hace ciento cincuenta años que laboran por la universalización proletaria, su postulación como «sujeto colectivo revolucionario» y la emergencia escatológica de un reino final de laborantes colectivizados.

En este universo laborante y obrerista que no cesa, ¿cómo extrañarnos del consenso básico de neoliberales e izquierdistas obreristas en que todos los subsidios, ayudas y rentas mínimas habidas y por haber tienen que diseñarse para mantener a la ciudadanía sujeta al yugo del trabajo liberador? Es en un sentido mucho más intenso y extenso que la trama institucional del mundo en que vivimos desde hace más de siglo y medio ha venido siendo configurada para que la abrumadora mayoría de la ciudadanía se vea obligada a venderse. Para ello se han venido sosteniendo políticas favorables a la concentración de la propiedad (pública o privada) y desposesión de masas crecientes de la ciudadanía, que serán ya laborantes que se preparan para trabajar, buscan trabajo, trabajan o demuestran que no pueden trabajar.  Hannah Arendt, en una hiriente reflexión, expresa perfectamente el panorama consecuente a tal mundo:

«… La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente. Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad….Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.» (La condición humana, Barcelona, Paidós, 1999: 17).

Los apóstoles del universo laborante y capitalizante, en su rechazo a la propuesta de la RBU pretextan motivos presupuestarios («no hay dinero»), pero su oposición a la misma está fundada en su creencia de que siempre, definitoriamente, más capital y/o más trabajo es mejor. Y barruntan que la propuesta viene preñada de un enorme potencial impugnador, porque quita centralidad al Trabajo, lo baja del pedestal en que lo mantiene el discurso hegemónico; y sospechan que quienes la defendemos descreemos que todo trabajo remunerado sea, definitoriamente, creador de riqueza, y negamos que la esencia del ser humano pueda florecer laborando.

Tan diferente es la propuesta de la RBU que no solo pretende luchar contra la pobreza de otro modo a como lo pretenden los subsidios y las ayudas, sino que alberga una diferente noción de pobreza: quienes defienden la centralidad del trabajo sostienen, sean conscientes o no, una concepción materialista de pobreza, como escasez de cosas o carencia material. Subsecuentemente, preconizan que la gente tenga al trabajo por centro de su vida (se forme para trabajar, trabaje o demuestre que no puede trabajar). Una bienintencionada política contra la pobreza así concebida propugnará, como de hecho se hace, una ampliación de los fondos que cubra suficientemente a toda la población que se forma para trabajar, busca empleo o no puede trabajar. Y, realmente, unas rentas mínimas o salario social suficientemente dotado, evita la pobreza extrema así definida.

Pero quienes defendemos la RBU no podemos estar de acuerdo con tales políticas, y no fundamentalmente porque se destinen más o menos fondos: no estamos de acuerdo porque, seamos o no conscientes, nos adherimos a una noción diferente de pobreza, la noción propia de la milenaria tradición republicanista que remonta a Aristóteles y cuenta en el siglo XX con pensadores tan relevantes como Aldous Huxley o Hannah Arendt; propia también de lo mejor de la tradición libertaria y no obrerista, como el Kropotkin de El apoyo mutuo o el Murray Bookchin de La ecología de la libertad. Para esta antigua tradición, pobreza es sometimiento, servidumbre, dependencia de otros. Por ende, riqueza no es, o no es primordialmente, abundancia material, sino dominio, poder. Desde esta perspectiva, no materialista, no crecentista y antiautoritaria, lo definitorio de una sociedad o comunidad política es que las relaciones personales se asienten sobre el par dominante-dominado o, por el contrario, en una trama de paridad convivencial.

Al lado de esto, para la filosofía política republicanista y libertaria, es subsidiario lo que los discípulos de Adam Smith más los discípulos de Karl Marx vienen considerando lo fundamental: la satisfacción de necesidades materiales (primarias o secundarias) y el desarrollo de las fuerzas productivas. Erich Fromm ha dicho que «una vida dedicada prioritariamente a la propia preservación es inhumana». Y Primo Levi, en ese testimonio grandioso de humanidad que es su librito «Si esto es un hombre», afirma: «Parte de nuestra existencia reside en las almas de quienes se nos aproximan: he aquí por qué es no-humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre».

Y lo más importante, para esta tradición heterodoxa, pobreza es dependencia desigual de otros, supeditación, antes y con independencia de la mayor o menor disponibilidad de las cosas que en cada sociedad se consideren necesarias (unan vida frugal libre no es pobre). Se considera que está en condición servil y es pobre toda persona que depende de otras para su sostenimiento, lo que en nuestros días equivale casi siempre a que se ve obligada a vender sus capacidades para su sustento. De ello se concluye que las personas laborantes y empleadas son siervos a quienes una ficción jurídica ha declarado personas libres (libres para venderse). Simone Weil pensó con radicalidad sobre la condición obrera y nos dejó una reflexión inquietante:

«una se pregunta… cómo Marx pudo creer que la esclavitud pudiese formar hombres libres. Todavía nunca en la historia un régimen de esclavitud ha caído golpeado por los esclavos. La verdad es que, según la fórmula célebre, la esclavitud envilece al hombre hasta hacerse amar por él; la libertad solo es preciosa a los ojos de quienes la poseen efectivamente, y un régimen totalmente inhumano, como lo es el nuestro, lejos de forjar seres capaces de edificar una sociedad humana, modela a su imagen a todos aquellos que le están sometidos, tanto a los oprimidos como a los opresores» (Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Madrid Trotta, 2015: 95).

Para los republicanos antiguos, la condición libre la alcanzaban los propietarios que tenían su sostenimiento garantizado con sus propios medios. El neo-repulicanismo reconoce la inviabilidad actual de una sociedad de propietarios autónomos en tensión igualitaria, pero la propuesta de la RBU se inspira en esta tradición y concibe esa renta incondicional como una condición de esa autonomía trabada en común, valor superior que comparten republicanistas y libertarios.

Félix Talego. Profesor de Antropología Social en la Universidad de Sevilla

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