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Palabra de la ONU

Fuentes: Aish

El mundo árabe, la degradada situación en muchos de los países que lo forman, las luchas desorientadas en la mayoría de ellos, las pruebas por las que están pasando millones de ciudadanos árabes en ese aprendizaje de la libertad, al que Occidente está imponiendo un ritmo artificial e inhumano, hacía prever que en muchos de […]

El mundo árabe, la degradada situación en muchos de los países que lo forman, las luchas desorientadas en la mayoría de ellos, las pruebas por las que están pasando millones de ciudadanos árabes en ese aprendizaje de la libertad, al que Occidente está imponiendo un ritmo artificial e inhumano, hacía prever que en muchos de los discursos de la reunión anual de la Asamblea de Naciones Unidas se hablaría de ellos. Y así ha sido, las palabras vacías, las condenas inanes y las promesas imposibles de cumplir han vuelto a sonar en la cámara, ante la mirada preocupada de algunos, de indiferencia de otros y de hastío de la mayoría.
 
Hace un  año, un sorprendente Mahmud Abbas, leía con vigor un discurso en el que pedía a los miembros de la ONU que más de 60 años después de haber sido expulsados de sus tierras, se les reconociera a los palestinos el derecho a tener un país, Palestina, que exista como Estado, así como la posibilidad de que regresen los refugiados. A pesar de que Abbas ya no era en aquellos momentos un líder estimado  y de que casi nadie lo creía capaz de avanzar más allá de pronunciar esas palabras, fue un momento especial. Los asistentes tuvieron que escuchar el relato de la humillación que padecen los palestinos a diario y asumir el fracaso de la comunidad internacional, que ha permitido el enquistamiento del conflicto y la persistencia de la ocupación.
 
En Cisjordania se celebró de forma tímida el discurso y, no obstante, a pesar de que nadie confíara en que sirviera de algo, por unas horas se sintieron orgullosos de que Palestina  estuviera sacándole los colores a la ONU. Los palestinos escucharon complacidos, pero sin perder el sentido práctico que les ha permitido resistir durante más de 60 años, completamente conscientes de que el dosier entregado a Ban Ki Moon quedaría relegado a un cajón, que no obtendría respuesta durante meses, para, al final, ser rechazado con cualquier excusa. Aun así, se permitieron soñar por unos minutos que el mundo podía llegar a ser algo más justo.
 
En ese mismo escenario el acartonado régimen sirio ha utilizado de nuevo su coraza para hacer oídos sordos a las denuncias, las acusaciones directas y las peticiones de que termine la violencia en el país. Algunos países del Golfo, como Qatar o Arabia Saudí, practicaban su macabro y cínico juego de intereses asegurando que lo importante es la población siria, y los países occidentales manifestaban sus dudas perpetuas, sus inseguridades, y apelaban de nuevo a la negociación política como solución al conflicto; pero lo que ese día ocurría en Siria es que más de 300 personas, la cifra más elevada desde que hace 18 meses empezaron las revueltas, morían por el fuego cruzado entre el Ejército regular y los opositores armados.
 
Mientras en la ONU se hablaba de las dificultades para que la ayuda humanitaria llegue a los civiles, se pedía una intervención militar inmediata y se oían lamentos ante una situación que no cesa de empeorar, en Siria, sobre ese terreno cada vez más inaccesible, las organizaciones de derechos humanos y los Comités Locales de Coordinación denunciaban nuevas masacres, ofrecían la lista de civiles asesinados y torturados. A la vez que, a pesar de los atentados, el régimen de Bashar al-Asad lograba que la cacareada normalidad de los barrios de Damasco se hiciera intragable.
 
Las realidades  del mundo árabe ponen en evidencia manifiesta -como ha ocurrido esta semana con el ágora de buenas intenciones y gestos de amistad y odio en que se ha convertido la reunión anual de la Asamblea General de la ONU- la inutilidad y la vergonzosa ineficacia de una institución que no solo ha quedado obsoleta, sino que ni siquiera es capaz de cumplir los acuerdos y tratados que garantizan el respeto de los derechos humanos en los que su carta fundacional afirma basar toda su actuación.
 
Las resoluciones de la ONU han perdido credibilidad porque el sistema de veto impide que exista justicia e impone el abuso de las potencias dominantes; una relación de desequilibrio que hace imposible mostrar la consistencia suficiente para imponer la paz o un acuerdo durable y justo a cualquier conflicto. Cuando la situación cotidiana es tan dura como la que se está viviendo en Siria, cuando dictadores y déspotas son recibidos con respeto, y se practica el juego del clientelismo al anteponer los intereses económicos al valor de los seres humanos, entonces se ha alcanzado un nivel de degradación casi imposible de encauzar sin la destrucción completa del sistema o sin, al menos, una profunda reforma que comience por elaborar los principios de la propia institución; unos principios que sea capaz de cumplir e imponer a los que deseen formar parte de ella.
 
Sumidos en sus procesos de transformación, enfrentándose no solo a la grave situación socioeconómica de sus países, sino a las nuevas dificultades que conlleva el cambio de mentalidad y de enfoques, los árabes hace tiempo que no escuchan los discursos de la ONU, que los oyen impasibles, como hacían los egipcios bajo el régimen de Hosni Mubarak, los tunecinos en la época de Ben Ali o los libios sometidos al mandato de Gadafi. El espectáculo ofrecido por la ONU esta semana no solo carece de impacto en las sociedades árabes, sino que parece estar cada vez más distanciado de la realidad de esas transformaciones que están viviendo dichas sociedades. La ONU se aleja de la razón por la que fue creada: mantener una paz cuyo significado deberá reaprender por completo al menos una generación.

Fuente original: http://www.aish.es/index.php/es/carlafibla/analisis-regional/3683-carla-fibla