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Cambio climático, covid y desigualdad global

Propuestas de decrecimiento. El pensamiento mágico no resolverá el impasse (II)

Fuentes: Global Inequality / Global Policy Journal

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

Tras sus recientes críticas, Branko Milanovic aplica su conocimiento de la desigualdad global para contribuir a superar el impasse en los debates sobre decrecimiento

Recientemente hice una crítica a lo que yo considero pensamiento “mágico” o cuasi religioso entre los partidarios del decrecimiento [publicada en Rebelión el 13 de marzo]. No es la primera vez que lo hago. En mi blog he criticado el  interesante aunque plenamente “mágico” libro de  Kate Raworth y también tuve un debate con Jason Hickel sobre el tema. Así que la cuestión que debemos abordar es: ¿qué tipo de pensamiento no mágico podemos aplicar para afrontar el cambio climático?

En esto no soy nada original. Cientos de autores han estudiado el cambio climático y lo conocen mucho mejor que yo. Pero creo que se trata de un campo en el que puede usarse el conocimiento de la desigualdad global para intentar encontrar algunas respuestas.

En esta ocasión, la elevada desigualdad global (toda una catástrofe, por otra parte) puede sernos de cierta utilidad. Sabemos que el decil más elevado de la población mundial (les llamaremos “los ricos”) percibe el 45-47% de la renta global. También sabemos que la elasticidad de las emisiones de carbono con respecto a la renta está en torno a 1, lo cual es una manera sofisticada de decir que cuando la renta real asciende un 10% generamos un 10% más de emisiones. Esto quiere decir que el decil más alto es responsable del 45-47% de todas las emisiones. Dicho porcentaje puede calcularse con mayor precisión, incluso, porque tenemos información detallada sobre el consumo (agrupado en cientos de categorías diferentes) y podemos asignar a cada categoría de consumo su exacta huella de carbono. Probablemente descubriríamos que las emisiones de carbono del decil más alto superan incluso el 50% de las emisiones totales (esa investigación ya se ha realizado).

Así pues, la pregunta se va simplificando. Supongamos que hacemos una lista de bienes y servicios que sean (a) intensivos en carbono y (b) que sean consumidos predominantemente por los ricos. A partir de ahí podríamos ejercer una acción concertada para frenar el consumo de dichos bienes y servicios y dejar total libertad para otras decisiones sin poner límites al crecimiento en países ricos o pobres.

Toda la responsabilidad del ajuste recaería en los ricos. Ahora veamos quiénes son estos ricos, quienes ocupan el decil más alto de la distribución global de la renta. El grupo más numeroso vive en los países occidentales y lo constituyen 450 millones de personas, toda la mitad superior de la distribución de la renta de dichos países; luego están alrededor de 30-35 millones de personas de Europa del Este y Latinoamérica, es decir en torno al 10% y al 5% de su población respectiva; unos 160 millones de personas de Asia, equivalentes al 5% de su población; y una cifra muy pequeña de personas en África.

El freno al consumo puede realizarse bien mediante el racionamiento o bien mediante una fiscalización draconiana. Ambos son técnicamente factibles aunque su aceptabilidad política puede que no resulte tan sencilla.

Si fuéramos a utilizar el racionamiento, podríamos fijar objetivos físicos: solo se podrán comprar tantos litros de gasolina por coche al año y las familias no podrán poseer más de dos coches; o tantos kilos de carne por persona y mes; o tantos kilovatios de electricidad por hogar al mes (también podríamos realizar programados cortes de luz). Es obvio que podría surgir un mercado negro de combustible o de carne, pero los límites generales se respetarían porque dependerían de la disponibilidad total de los cupones. Algunas personas pensarán que el racionamiento es una medida extraordinaria, y yo estoy de acuerdo. Pero algunos países lo han utilizado en tiempos de guerra y a veces en tiempos de paz, y ha funcionado. Y si es cierto que nos enfrentamos a una situación de proporciones “terminales”, como aseguran quienes proclaman la emergencia climática, no veo ninguna razón por la que no podamos recurrir a medidas extremas.

Pero también sería posible la aplicación de otra medida, la fiscalización draconiana. En lugar de limitar las cantidades físicas de bienes y servicios que cumplen determinados criterios, se les puede imponer unos gravámenes extremadamente altos. No es difícil hallar la tasa impositiva necesaria para reducir el consumo a los niveles deseados. Es aquí donde creo que podemos utilizar las lecciones del covid, si creemos que la emergencia climática es tan grave.

Para ilustrar sobre este punto, permítanme que utilice el ejemplo del transporte aéreo, una de las principales fuentes de emisiones. Nadie podría haber imaginado que el tráfico aéreo pudiera reducirse un 60% en un año, pero eso es lo que ocurrió en 2020. ¿Y cuál es nuestra experiencia al respecto? Pues que resulta un inconveniente pero que el mundo ha sobrevivido. ¿Pudimos reorganizar nuestras vidas para no viajar, especialmente para no viajar lejos, porque muchos países cerraron las fronteras? Pudimos. Por tanto, ¿es posible imaginar una reducción permanente del 60% de los viajes aéreos? Por supuesto.

Si fuéramos serios, en este caso podríamos luchar por imponer una tasa que mantuviera el tráfico aéreo al nivel de 2020 indefinidamente. Dicho impuesto significaría que el billete entre Londres y Nueva York ya no costaría 400 dólares, sino 4.000, que las personas de los países occidentales ricos podrían viajar a países lejanos una vez cada 10 años, y no una vez al año; pero, como sabemos por la experiencia de 2020, el algo factible y podríamos acostumbrarnos a ello.

Eso sí, la desarticulación económica sería tremenda. No solo porque los ricos y toda la clase media alta de los países avanzados (y, como hemos visto, de otras partes) perderían una parte importante de sus ingresos reales cuando el precio de la mayor parte de los productos “básicos” (para ellos) aumentara al doble, al triple o diez veces más; la desarticulación afectaría a grandes sectores de la economía. Volvamos al ejemplo de los viajes. Una reducción del 60% dejaría en menos de la mitad el número de empleados de aerolíneas, a Boeing y Airbus prácticamente sin pedidos durante años y, probablemente, llevaría a la liquidación de una de ambas empresas; diezmaría el sector hotelero; forzaría un cierre de restaurantes aún mayor que el causado por la pandemia; y convertiría en ciudades fantasma a grandes secciones de las urbes más turísticas que ahora se quejan del exceso de turismo (como Barcelona, Venecia, Florencia y probablemente Londres y Nueva York). Los efectos se extenderían hacia abajo: aumentaría el desempleo, los ingresos caerían en picado y Occidente registraría la mayor caída de la renta real desde la Gran Depresión.

No obstante, si esas políticas se impusieran categóricamente durante una o dos décadas, no solo las emisiones caerían en picado (como lo hicieron en 2020), sino que nuestro comportamiento y, con el tiempo, la economía, terminarían por ajustarse. La gente encontraría trabajo en distintas actividades que no estuvieran gravadas (y, por tanto, fueran relativamente más baratas), cuya demanda aumentaría. Los ingresos procedentes de la fiscalización de las actividades “malas” podrían usarse para subsidiar actividades “buenas” o para reciclar a quienes hubieran perdido su empleo. Tal vez no podríamos desplazarnos en coche para visitar a la familia o a los amigos cada semana, pero podríamos seguir viéndolos en la pantalla, como hemos aprendido con la experiencia del covid. Las segundas residencias podrían gravarse con tantos impuestos que la gente deseara librarse de ellas. Entonces los gobiernos podrían adquirirlas y crear algo así como la red española de Paradores (establecimientos hoteleros del Estado situados en edificios notables, como conventos, castillos, etc.) para que personas de, digamos, Inglaterra, pasaran sus vacaciones anuales en alguna de las antiguas mansiones privadas en lugar de volar a Tailandia.

Esto no es pensamiento mágico. Son políticas que podrían ponerse en marcha si se combinan la cooperación intergubernamental, los conocimientos de economía, las estadísticas sobre desigualdad global y la experiencia del covid. ¿Hay ganas de aplicar dichas políticas? No lo sé, más bien lo dudo. Creo que a la mayor parte de la población de los países ricos no les entusiasmaría si les dijeran que era necesario mantener el cuasi confinamiento de forma indefinida. Pero si la situación es tan extrema, si el cambio climático es como un covid a largo plazo, si hemos aprendido a vivir con covid y sobrevivir, ¿no podríamos adaptarnos también a esta “nueva normalidad”? Yo no lo sé, pero creo que lo justo sería que los partidarios de un cambio radical expusieran honestamente ante el público todas estas cuestiones y no trataran de engatusarnos con bonitas palabras sobre “la felicidad de las vidas monásticas.

Branko Milanovic es un economista especializado en el estudio de la desigualdad y de la lucha contra la pobreza. Entre sus libros traducidos al español están La era de las desigualdades (Sistema, 2006) y Los que tienen y los que no tienen (Una breve y singular historia de la desigualdad global, Alianza, 2012). Desde 2014 mantiene su blog, globalinequality.

Fuente: https://glineq.blogspot.com/2021/02/climate-change-covid-and-global.html

El presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.