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¿Qué hay detrás de la campaña propagandística a favor de la intervención internacional en Birmania?

Fuentes: Global Research

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

La catástrofe sobrevenida sobre el pueblo birmano a causa del Ciclón Nargis está provocando una extraordinaria campaña por parte de EEUU y sus potencias aliadas, al igual que en los medios internacionales, para exigir que la junta militar abra sus fronteras a la ayuda y a los trabajadores encargados de repartirla, así como a la aviación militar, tropas y buques de guerra estadounidenses. Se trata de conseguir, una vez más, que la opinión pública se vuelque en una presión incesante de condena al régimen birmano por sus inadecuados esfuerzos a la hora de proporcionar ayuda, por su aislamiento y negativa a aceptar la ayuda internacional, especialmente la de Estados Unidos.

Uno debería hacer inmediatamente una pausa y ponerse a recordar los resultados de similares ejercicios «humanitarios». En 1999, EEUU y sus aliados explotaron y aprovecharon la dramática situación de los refugiados kosovares para emprender la guerra contra Serbia, transformando la provincia en un protectorado de la OTAN donde se llevó a cabo una gran «limpieza» de su minoría serbia. Ese mismo año, Australia, con el apoyo de EEUU, utilizó la violencia de las milicias apoyadas por Indonesia para justificar una intervención militar en Timor Este e instalar allí un régimen muy comprensivo con los intereses estratégicos y económicos de Canberra. Casi una década después, las poblaciones locales de ambos países continúan viviendo en condiciones atroces, sin haber podido satisfacer ninguna de sus necesidades fundamentales.

No cabe duda que la pasada semana sobrevino una inmensa tragedia social. Las cifras oficiales birmanas indican que el número de muertos y desaparecidos supera los 60.000. Los funcionarios de Naciones Unidas estiman que el número de víctimas sobrepasa las 100.000 y la cifra de personas gravemente afectadas por el ciclón es de casi dos millones. Gran parte del enorme delta del Irrawaddy ha quedado devastado por la oleada de tormentas avivadas por el Ciclón Nargis, que inundaron todas las tierras bajas. Ciudades y pueblos enteros han sido arrasados, dejando escenas que recuerdan la destrucción que en diciembre de 2004 produjo el tsunami que se abatió sobre las costas de Indonesia, Sri Lanka, India y Tailandia.

Es asimismo verdad que la junta birmana es un régimen brutal que ha matado una y otra vez a quienes se manifestaban contra el gobierno con tal de seguir manteniendo su propio poder y privilegios. Sus esfuerzos de acudir al rescate se han visto claramente obstaculizados no sólo por el atraso en el que se encuentra el país, sino también por la cruel indiferencia del régimen ante la grave situación del pueblo birmano. Ante la campaña actual de los medios de comunicación, uno debería aproximarse con gran cautela a toda la información ofrecida en esas noticias. Por desgracia, tenemos bastante claro que la conducta habitual hacia la inmensa mayoría de las víctimas de los ciclones es la del abandono y el pensamiento de «que se las arreglen como puedan», como hicieron los gobiernos de los países más afectados con los supervivientes del tsunami de 2004.

No obstante, nadie debería conceder mucha credibilidad a las protestas de preocupación manifestadas por la administración Bush y sus aliados. La Secretaria de Estado Condoleeza Rice insistió el miércoles pasado en que la ayuda de Washington ante el ciclón no estaba motivada por «un objetivo político» sino por un «asunto de crisis humanitaria». «Lo que cabe esperar es que el gobierno birmano permita que la comunidad internacional ayude a su pueblo», declaró Rice.

En realidad, toda la ayuda estadounidense va siempre acompañada de resortes políticos. La administración Bush ha ofrecido una irrisoria cantidad de 3,5 millones de dólares de ayuda financiera aunque no deja de presionar para que entren los funcionarios estadounidenses, los trabajadores de la ayuda humanitaria y el personal militar que controla las operaciones de emergencia en vez de intentar que sean las autoridades birmanas quienes lleven a cabo dichas operaciones. Paradójicamente, y al mismo tiempo, los EEUU y sus aliados siguen manteniendo unas sanciones contra el régimen birmano que han agravado las dificultades económicas del país. En la semana anterior al ciclón, la administración Bush intensificó las prohibiciones sobre el comercio, la inversión y la congelación de activos, todo lo cual sigue en pie, excepto una leve suavización de las restricciones para la ayuda financiera.

El Ministro francés de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, sugirió el miércoles que se reuniera el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para invocar su «responsabilidad a la hora de proteger» y anular la soberanía nacional birmana para poder entregar la ayuda internacional, con o sin la aprobación de la junta. La resolución propugnando «la responsabilidad de proteger», que tiene una historia que se retrotrae a la guerra de la OTAN contra Yugoslavia de 1999, se aprobó en 2006 como instrumento para que las principales potencias pudieran justificar sus agresiones militares bajo la excusa de prevenir «el genocidio, la guerra, la limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad». La sugerencia de Kouchner serviría para extender el ámbito de cobertura de esas intervenciones a los desastres naturales como el del Ciclón Nargis.

Washington ha apoyado públicamente ya los comentarios de Kouchner, aunque la sugerencia se está discutiendo claramente dentro de la administración. El Embajador estadounidense ante las Naciones Unidas, Zalmay Jalilzad, declaró que la mayoría de los gobiernos se sentían «indignados» por la lentitud del régimen birmano en aceptar la ayuda internacional. Aludiendo a las potencias del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, añadió: «Un gobierno ha de ser responsable de proteger a su propio pueblo, de proporcionar a su pueblo lo que necesite… No implica problema alguno aceptar la oferta hecha por la comunidad internacional».

El Director de la Oficina de EEUU para la Asistencia en Desastres en el Exterior, Ky Luu, fue más explícito. Indicó que el lanzamiento de ayuda por aviones militares estadounidenses era una de las opciones a considerar si la junta seguía rechazando la ayuda estadounidense. Cuatro buques de guerra están ya dirigiéndose hacia Birmania y helicópteros de la Marina y aviones de carga de las Fuerzas Aéreas han aterrizado ya en la vecina Tailandia. El Secretario de Defensa, Robert Gates, comentó que no podía imaginar una intervención militar sin permiso birmano. El portavoz del Departamento de Defensa, Bryan Whitman, señaló: «Si no se te ha requerido ni solicitado tu ayuda, eso se considera invasión». No obstante, está claro que se están discutiendo intensamente tanto la opción militar como sus ramificaciones políticas.

El Tsunami asiático

Como parte de la campaña de presiones contra la junta birmana, se está creando una nueva mitología que describe la respuesta internacional al tsunami asiático como un modelo de entrega humanitaria rápido, eficiente y compasivo en la que todos se implicaron. Cada vez se señalan más contrastes entre el régimen birmano actual y sus «democráticos» homólogos de Indonesia, Sri Lanka, India y Tailandia en 2004.

Sin embargo, cualquier examen objetivo de la tragedia de 2004 revela un cuadro harto diferente. Las inmensas olas del tsunami se tragaron aquel 26 de diciembre a todos los depauperados pueblos situados en la Bahía de Bengala. Durante días, y aunque el número de víctimas ascendió rápidamente a decenas de miles, el Presidente estadounidense Bush, el Primer Ministro Tony Blair y otros dirigentes mundiales brillaron por su ausencia a la hora de hacer cualquier declaración sobre el desastre. Cuando finalmente rompieron sus vacaciones navideñas, su desdén colectivo por el destino de las víctimas quedó muy patente en sus superficiales comentarios y patéticas ofertas de ayuda. Fue sólo tras la avalancha de simpatías y donaciones de los pueblos trabajadores de todo el mundo, horrorizados ante la magnitud del desastre, cuando los EEUU y las principales potencias empezaron a actuar.

En los países más afectados, los esfuerzos de la ayuda de emergencia se vieron anulados a causa del papeleo y de las agendas políticas, tanto en los regímenes locales como en los países donantes. Los gobiernos de Indonesia y Sri Lanka habían emprendido guerras brutales desde hacía largo tiempo contra diversos movimientos separatistas y se mostraban extremadamente reacios a permitir que organizaciones de ayuda humanitaria, y mucho menos ejércitos extranjeros, accedieran a las zonas del desastre. Lejos de ayudar a las víctimas, el ejército indonesio aprovechó la oportunidad para intensificar sus operaciones contra los rebeldes Achnese. En Sri Lanza, los intentos de establecer una entidad de ayuda conjunta con los Tigres por la Liberación de los Tamiles EElam (LTTE, siglas en inglés), bajo los auspicios del alto el fuego de 2002, se vinieron abajo, entre amargas recriminaciones comunales por cualquier reconocimiento oficial de los separatistas.

El gobierno indio insistió en controlar sus propias operaciones de ayuda y rechazó cualquier sugerencia a favor de que se implicaran ejércitos extranjeros. El ejército indio fue especialmente suspicaz con la presencia de trabajadores de la ayuda internacional en las Islas de Andaman y Nicobar, que estaban entre las zonas más golpeadas, debido a la presencia de bases estratégicas aéreas y navales en las islas, así como en otras partes de la India, Indonesia y Sri Lanka, que siguen aún viviendo en condiciones miserables en refugios temporales.

Nadie, en los círculos gobernantes europeos o estadounidenses, sugirió en aquel momento que iba a organizarse una operación militar que anulara la soberanía india o que se iban a hacer lanzamientos desde el aire sobre las Islas de Andaman y Nicobar. En el caso de Sri Lanka e Indonesia, los gobiernos permitieron finalmente que el ejército estadounidense ayudara en las operaciones desplegadas en sus territorios. En ambos casos, el propósito fundamental de Washington era político: fraguar relaciones más estrechas de trabajo con los ejércitos de los dos países y, sobre todo, sentar así un precedente, que se está invocando ahora para ejercer presiones sobre la junta birmana.

En enero de 2005, la Secretaria de Estado de EEUU, Condoleeza Rice, declaró sin rodeos en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado que el tsunami había constituido «una magnífica oportunidad para mostrar no sólo la actitud del gobierno de EEUU sino el corazón del pueblo de EEUU…. Y pienso que hemos obtenido grandes dividendos». Rice manifiesta ahora que las ofertas de ayuda de EEUU a Birmania no «implican una cuestión política» sino que la administración Bush está intentando transformar este último desastre en una nueva «oportunidad política» para hacer que sus intereses económicos y estratégicos avancen en la región.

Intereses estratégicos

La decisión de la junta birmana de aceptar selectivamente la ayuda de países con los que mantiene algunas afinidades, como China, India y Tailandia, y no de EEUU, no debe sorprendernos. La administración Bush no oculta el hecho de que es favorable al «cambio de régimen» en Birmania: despedir al régimen militar para reemplazarlo por un gobierno encabezado por la líder de la oposición Aung San Suu Kyi, mejor dispuesta ante los intereses de Washington y a la apertura del país a los inversores extranjeros.

Que la junta constituya un objetivo de EEUU no tiene nada que ver con la preocupación por los derechos democráticos o el bienestar del pueblo birmano. La hostilidad de Washington hacia el régimen birmano está motivada por la estrecha asociación de dicho régimen con China, a quien EEUU considera su principal rival potencial. En los últimos ocho años, la administración Bush ha seguido la estrategia de fortalecer lazos militares y establecer bases en el anillo de países que rodean China: desde Corea del Sur y Japón a Filipinas, Australia e Indonesia y alrededor de la India, Pakistán, Afganistán y las repúblicas de Asia Central.

Birmania supone un boquete importante en los esfuerzos estadounidense por «contener a China». El país se asienta cerca del estratégico Estrecho de Malaca: la principal ruta marítima que une el Noreste asiático, incluida China, con los recursos energéticos del Oriente Medio y África. El control de esos «cuellos de botella» ha sido vital desde hace mucho tiempo para los planes navales de EEUU. China ha ayudado a Birmania en la construcción de diversas instalaciones navales para acceder a los puertos birmanos como parte de sus esfuerzos para proteger las rutas de navegación vitales para su propia economía.

Los medios internacionales están ya criticando a China por no presionar más a su aliado para que se abra a la ayuda internacional. La Secretaria de Estado Rice telefoneó esta semana a su homólogo pekinés para que el gobierno chino ejerza más presiones sobre Birmania. Si la administración Bush decidiera presionar para conseguir que Naciones Unidas dicte una resolución a favor de la intervención, Pekín se convertiría velozmente en objetivo directo de difamación. China se ha opuesto a cualquier intento de que el desastre del ciclón se lleve ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Hay también una agenda económica más amplia detrás de la hostilidad de Washington hacia la junta birmana. Durante décadas, ésta ha mantenido una economía en gran medida cerrada y aislada en la que las empresas dirigidas por el ejército dominan aún los sectores claves. Para las corporaciones estadounidenses, el país es una nueva fuente potencial de trabajo basura, así como de recursos muy importantes, como petróleo y gas. La administración Bush ha permitido silenciosamente que la corporación petrolífera Chevron avance con sus inversiones multimillonarias en dólares en Birmania, aunque esas operaciones se han visto entorpecidas por las malas relaciones entre los dos países.

A la administración Bush no la motivan más las preocupaciones humanitarias hacia Birmania que hacia Iraq o Afganistán. Al rechazar las últimas mentiras e hipocresías de la Casa Blanca, es necesario considerar las cuestiones fundamentales subyacentes. ¿Por qué esas catástrofes golpean de forma repetida a las capas más vulnerables de la población mundial? ¿Por qué la enfermedad, el hambre y la pobreza continúan devastando a las masas de Asia, África y América Latina?

Los recursos existen para acabar con el sufrimiento y la miseria, así como para minimizar el impacto de desastres naturales como el Ciclón Nargis. En las últimas tres décadas, la globalización de la producción ha ampliado inmensamente la capacidad económica de la humanidad, estableciendo las bases para una planificación racional y despliegue de recursos a escala mundial que asegure un nivel decente de vida para los pueblos en cualquier lugar del globo. Sin embargo, bajo el capitalismo, se explota esta inmensa capacidad económica y científica con el único objetivo de conseguir beneficios para una minoría de ricos, mientras la inmensa mayoría, incluidos los países industrializados más importantes, luchan cada día para poder sobrevivir.

La pobreza y el desempleo son una aberración. Las inmensas capas de pobres del mundo urbano y rural son un rasgo esencial del capitalismo global. Forman una inmensa reserva de un ejército de trabajo que es utilizado para presionar constantemente a la baja en los salarios y condiciones de la clase trabajadora internacional. Los únicos medios para acabar con el inmenso y cada vez mayor abismo entre ricos y pobres es a través de la reestructuración revolucionaria de la sociedad con planteamientos socialistas, para que las candentes necesidades de la abrumadora mayoría de la humanidad tengan precedencia sobre la ambición de la minoría de conseguir cada vez mayores beneficios.

Peter Symonds es un colaborador frecuente de Global Research.

Enlace con texto original en inglés:

http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=8946