El borrador de una nueva propuesta de sanciones contra Irán ya va camino del Consejo de Seguridad. Desde la instalación de la República Islámica en 1979 hasta ahora Irán ha sufrido las consecuencias de una serie de leyes que castigan duramente su economía, con el objetivo de contener su potencial y desarrollo, y debilitarle políticamente. […]
El borrador de una nueva propuesta de sanciones contra Irán ya va camino del Consejo de Seguridad. Desde la instalación de la República Islámica en 1979 hasta ahora Irán ha sufrido las consecuencias de una serie de leyes que castigan duramente su economía, con el objetivo de contener su potencial y desarrollo, y debilitarle políticamente.
En 1979 y como resultado de la crisis de su embajada en Teherán, Washington prohibió las transacciones de su gobierno y de sus ciudadanos con el régimen de los ayatolás; le siguió en 1993 la ley de Sanciones contra Irán, que contemplaba un embargo comercial total con éste país. Tres años después, además de bloquear la participación de Irán en la Organización Mundial del Comercio, EEUU endureció esa política en la llamada «ley Kennedy-D’Amato» que preveía penalizar a aquellos países que invertían más de 40 millones de dólares anuales en el sector energético en Irán. En 1997 ese límite se redujo a 20 millones.
Tras incluir el programa nuclear de Irán en la lista de sus pecados en el 2004, EEUU consiguió la conformidad de los demás miembros del Consejo de Seguridad, más Alemania, para aprobar unas penalizaciones más amplias. Fruto de las cuales han sido las resoluciones 1696, 1737, 1747 que aluden a la prohibición de Irán de exportar armas, la congelación de activos financieros a personas y entidades relacionados con el programa nuclear e impedir que los Estados e instituciones financieras asumieran nuevos compromisos de concesión de subvenciones, asistencia ni préstamos al Gobierno de la República Islámica, entre otras.
¿Se han conseguido los objetivos perseguidos? Si bien las sanciones por el momento no han cambiado ninguna de las políticas de Teherán criticadas por aquellas potencias, sí que han causado daños irreversibles al desarrollo del país y a la vida de sus ciudadanos, que además sufren las improvisadas y poco acertadas políticas de sus autoridades religiosas.
La huida de capitales extranjeras y nacionales de la República Islámica alcanzó su nivel más alto con los ataques verbales de su presidente, Mahmud Ahmadineyad a Israel, haciendo desplomar la propia bolsa de Teherán. A partir de entonces, el mercado de valores iraní funciona ajena a las turbulencias de la economía mundial, gracias a la ausencia de inversiones extranjeras, a la escasa capital privada y a que alrededor del 80% de sus acciones pertenecen a las empresas publicas.
Este peculiar rasgo no impide que la economía de Irán esté fuertemente condicionada por el mercado mundial. A pesar de las espectaculares ganancias por la venta del petróleo, unos 7.000 millones de dólares el 2007, la economía monoproductora iraní, infectada por la enfermedad holandesa – el dinero fácil que además de corromper a la elite política, provoca el descuido de otros sectores, causando la desindustrialización de la economía- se ve obligada a importar buena parte de las necesidades de la población.
Una insólita combinación de elementos de la economía neoliberal, medidas proteccionistas – subsidios y subvenciones-, en convivencia con las fundaciones caritativas públicas -gestionadas por el clero y los militares- han hecho que ninguna de las teorías clásicas de economía sea capaz de explicar los entresijos de las maniobras económicas de un gobierno que en su hincha administración ha empleado al del 90 por ciento de los trabajadores, de forma directa e indirecta.
Aunque el crecimiento económico de los últimos cinco años no ha superado el 5 por ciento – las previsiones gubernamentales apuntaban un 13 por ciento-, la inflación galopante roza ya el 24 por ciento, y la cifra de desempleados, según Sazgar Nezhad, director del Instituto para la Formación Técnica del país, desespera al 32 por ciento de la población activa (unas 18 millones de personas), la economía de Irán no se ha hundido. Para que esto ocurra, deberían suceder dos cosas: que el precio del petróleo regresara a su valor de antes de la invasión a Irak, los 25 dólares el barril, o que se aplicara un embargo a ese producto del que Irán es la segunda reserva mundial y el cuarto productor. Paradojas de la vida: ¡Cuanto más presión hay sobre Irán, más aumenta el precio del hidrocarburo y más ingresos tendrá un gobierno cuyos presupuestos dependen en un 75 por ciento de esta fuente energética!
Por si acaso, el majlés, el parlamento iraní, el pasado mes de septiembre, aprobó el plan del racionamiento de alimentos para una situación de emergencia futura, mientras para el presente se centra en la construcción de más lugares de culto, los proyectos sociales benéficos a través de las cajas religiosas-, préstamos de bajo interés para las pequeñas empresas, o la compra de vivienda para los jóvenes con proyecto de casarse, el aumento del suelo mínimo, y en la privatización del 75 por ciento de la industria estatal -ya iniciada en el 2006- que ha contribuido al agravamiento de la situación, puesto que esas empresas a causa de problemas de gestión y de la obtención de materia prima se han visto obligadas a los despidos masivos y el posterior cierre.
El tiempo dirá si a largo plazo los actuales y futuros embargos aplicados por EEUU y sus aliados contra Irán tendrán los mismos efectos que tuvieron sobre el pueblo iraquí entre 1991 y 2003, cuando dejaron un país moribundo, cerca de dos millones de personas muertas, y un terreno libre para que su país fuese arrasado sin resistencia.