Un perspicaz comentarista ruso escribía hace poco: «Hay muchas cosas que Occidente no entiende sobre Rusia. Sobre todo, no quiere comprender que un país que no ha conocido la democracia en toda su larga historia no puede decir, tras 15 ó 20 años, ¡vale, ya somos una democracia! Esto es algo que requiere varias generaciones. […]
Un perspicaz comentarista ruso escribía hace poco: «Hay muchas cosas que Occidente no entiende sobre Rusia. Sobre todo, no quiere comprender que un país que no ha conocido la democracia en toda su larga historia no puede decir, tras 15 ó 20 años, ¡vale, ya somos una democracia! Esto es algo que requiere varias generaciones. Todavía estamos gobernados por personas que crecieron durante la época soviética». Y expresaba un ruego: «Dadnos una oportunidad. Dejad que los rusos evolucionen y no les sometáis a demasiada presión, para que no ocurra lo peor: que vuelvan los superpatriotas diciendo `¿Veis? Ya os lo advertíamos, no hay que fiarse de Occidente´».
Lo cierto es que, vistas las cosas desde Moscú, Occidente ha seguido sometiendo a Rusia a una constante presión, a impulsos de la política de Bush, apoyada por la Unión Europea. La ampliación de la OTAN hasta las fronteras rusas; el despliegue en Europa de elementos del sistema estadounidense contra misiles; el apoyo, si bien fallido y en último término vergonzoso, a la errática política del presidente georgiano, para crear un conflicto en una zona crítica para Rusia. Todo ello coincide con una vieja obsesión histórica rusa: su temor al cerco hostil europeo.
En este sentido fueron las palabras del presidente Medvedev el pasado miércoles, en una larga conferencia ante un auditorio formado por miembros de la Duma y el Consejo de la Federación, altos cargos del gobierno, medios de comunicación y dirigentes religiosos. En ella, dejó caer el dato de que, forzado por la política de Washington y para proteger al país, se veía obligado a desplegar misiles de corto alcance en Kaliningrado, el enclave ruso situado entre Lituania y Polonia, a menos que EEUU no desistiera de sus planes para instalar en Polonia y Chequia ciertos elementos de su escudo antimisiles. En ese discurso, justo después de las elecciones presidenciales en EEUU, abundaron también las señales dirigidas al presidente electo, Barack Obama, para buscar nuevas vías de entendimiento, obstruidas -según Medvedev- tras los dos mandatos de Bush.
Unos días antes se había celebrado un encuentro en memoria de Andréi Sajarov, exaltando su recuerdo como académico, defensor de los derechos humanos y activo luchador por la paz. Es interesante leer lo que en él dijo un antiguo embajador de EEUU ante la URSS: «Nuestro próximo presidente deberá, lo antes posible, reunirse con el presidente Medvedev -y no hay razón que impida la presencia del primer ministro Putin en esa reunión- y discutir a fondo qué es lo que ambos países necesitan hacer en beneficio de todos los demás; se trataría de continuar el proceso iniciado por Reagan y Gorbachov».
La intervención del diplomático estadounidense tuvo otros aspectos de interés. Recordó que James Baker, entonces Secretario de Estado de EEUU, había prometido a Gorbachov que la OTAN no se extendería hacia el Este, a cambio del apoyo ruso a la reunificación alemana. El grado de confianza entre la URSS y EEUU era entonces tal que resultaba inimaginable que la OTAN, el instrumento principal de la Guerra Fría, llegase a resucitar un día y se convirtiese en el principal escollo en las relaciones entre Occidente y Rusia.
Es casi imposible, desde entonces, encontrar ninguna actividad de Rusia que justifique una ampliación de la OTAN, incorporando a ésta a los antiguos aliados de la URSS. Bastantes indicios hacen sospechar que, en las elecciones presidenciales de 1992, Clinton prometió a Polonia su afiliación a la OTAN para asegurarse los votos de los numerosos inmigrantes polacos en EEUU; y que la Secretaria de Estado, Madeleine Albright, estaba empeñada en asegurar a su patria natal, la República Checa, análoga opción. En ambos casos predominaron los intereses locales a corto plazo, aunque hubieran de acarrear nuevos problemas internacionales para el futuro.
En el diario The Moscow Times escribía el pasado miércoles el conocido analista político Alexei Pankin: «Nada une más a dos pueblos que tener un enemigo común. Medvedev y Obama lo tienen ya: la burocracia. Es decir, la corrupta burocracia rusa y la burocracia de la OTAN, que se empeña en ampliarla contra todo sentido común».
Con frecuencia, olvidar las reglas elementales que afectan a los fenómenos políticos y sociales dificulta la resolución de los problemas. Así, al abordar la actual crisis financiera echando mano de complejas teorías económicas y de refinadas técnicas que casi siempre resultan fallidas, no debería olvidarse lo que el filósofo y economista David Hume escribió a mediados del siglo XVIII: «La avaricia o el deseo de ganar es una pasión universal que opera en todas las épocas, en todos los lugares y en todas las personas». Del mismo modo, y por análogo razonamiento, tampoco debería ignorarse la regla esencial aplicable a todas las burocracias, que dice que éstas tienden a perpetuarse y expandirse aunque el motivo que las hizo nacer y crecer haya desaparecido y aunque para ello necesiten inventarse nuevas funciones que nada tengan que ver con lo que sería razonable o deseable. Es exactamente lo que le sucede hoy a la OTAN.
* General de Artillería en la Reserva