Asia es el centro de todas las miradas. En la reciente Conferencia de Múnich, el vicepresidente norteamericano, Joe Biden, afirmó con seguridad ante la prensa: «El mar de China no es de China». En realidad, Biden hacia referencia al Mar de China meridional, pero volvía a poner de manifiesto el nuevo interés de su país […]
Asia es el centro de todas las miradas. En la reciente Conferencia de Múnich, el vicepresidente norteamericano, Joe Biden, afirmó con seguridad ante la prensa: «El mar de China no es de China». En realidad, Biden hacia referencia al Mar de China meridional, pero volvía a poner de manifiesto el nuevo interés de su país por la evolución de la gran zona Asia-Pacífico, y, en ella, del mar que baña el sur de China. No es una casualidad. En los últimos años, bajo la presidencia de Obama, la zona se está convirtiendo en un foco de tensión: Estados Unidos anunció un programa de rearme y el despliegue de la mayor parte de su marina de guerra, incluidos submarinos nucleares y portaaviones, y de bombarderos dotados de armas nucleares. Además, prosigue la construcción del escudo antimisiles asiático, oficialmente dirigido contra Corea del Norte, pero, en realidad, orientado a China, en una estratagema similar al escudo antimisiles que Washington desarrolla contra Irán, pero que está dirigido a Rusia. El nuevo rearme estadounidense en Asia y su abrumador despliegue en una corona alrededor del este y del sur de China, es la carta que juega el gobierno de Washington para revertir la situación, que ha evolucionado en dirección contraria a los intereses norteamericanos: Estados Unidos abrió en 1945 un periodo de hegemonía en Asia que está tocando a su fin.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la principal fuerza militar presente en la gran zona de Asia-Pacífico fue siempre el ejército, la marina y la aviación norteamericana, desplegados en distintos países, dotados de numerosas bases militares (algunas de las cuales datan de la ocupación militar de postguerra, como en Japón o Corea), y de una fuerza atómica itinerante que aseguró su dominio marítimo y el control de la seguridad en el gran arco que va desde las islas Kuriles hasta el golfo Pérsico. Pero si la situación de dominio norteamericano (no sin severos contratiempos, como con el triunfo de la revolución en China, en 1949, y la derrota en Vietnam) no cambió, en lo sustancial, durante más de medio siglo, la postración económica de muchos países de la zona sí que es un recuerdo del pasado. La región que abarca desde Japón hasta la India ha cambiado por completo desde el final de la guerra de Hitler: los países que la formaban eran subdesarrollados y sumamente pobres; muchos, hundidos en la destrucción posbélica y en la miseria (desde la India, hasta el Japón o Corea, pasando por Indonesia, por la viejas colonias francesas que siguieron en guerra hasta casi la década de los ochenta, o la propia China); en cambio, hoy ese conjunto de países se ha convertido en el más pujante centro económico del mundo, y, a diferencia de la economía europea y norteamericana, ha superado la crisis financiera mundial y ha consolidado su crecimiento económico. Si, durante décadas, la marina de guerra norteamericana, sus marines y sus diplomáticos, se pasearon por toda la región mostrando su poder incontestado, ejerciendo su papel de policías del mundo, asegurando los intereses económicos estadounidenses, y forzando a sus aliados, y a sus adversarios, a aceptar sus condiciones, de grado o por la fuerza, y Estados Unidos decidía sus formas de intervención en los asuntos de Asia-Pacífico, hoy, debe dialogar, y demanda negociaciones; procura, incluso, estar presente en disputas ajenas para no retroceder más, mientras se esfuerza en configurar un nuevo bloque que haga de muro de contención ante China.
Con el siglo XXI, el panorama estratégico comenzó a cambiar con rapidez. Paradójicamente, el inicio de la centuria vio una vigorosa ofensiva norteamericana en Oriente Medio destinada a asegurar un «siglo americano», de la mano de los neoconservadores militaristas de Bush. Sin embargo, esa operación se saldó con un duro fracaso, que agravó las dificultades norteamericanas y precipitó la crisis de su doctrina militar y de seguridad. Además, el inicio del declive del poder económico norteamericano ha tenido consecuencias militares, no sólo por el anunciado repliegue en Iraq y Afganistán (aunque en ambos países Washington sigue contando con soldados o mercenarios), sino también por la reorganización de su despliegue en el mundo: Asia-Pacífico ha pasado a ser la región vital para Washington, y, por ello, su nueva doctrina de seguridad ha destinado el sesenta por ciento de su potencial militar a la zona. A consecuencia de ello, Estados Unidos dedica una atención a América Latina, y se agrava su desconocimiento africano. El complaciente secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rassmusen, ha lanzado la voz de alarma sobre los «peligros» que representan los nuevos países emergentes.
La Conferencia de Múnich y las plataformas de discusión, foros internacionales y regionales reflejan ese cambio en el tablero estratégico mundial. En 2002, The International Institute For Strategic Studies (Instituto Internacional de Estudios Estratégicos), de Londres, empezó a organizar un foro de debate sobre seguridad en Asia que se denominó como el Diálogo de Shangri-la: el remoto e imaginario monasterio tibetano de la novela de James Hilton sirvió para bautizar el hotel Shangri-la, de Singapur, donde se celebra la reunión, del que ya es uno de los principales encuentros sobre seguridad que se celebran en el mundo. Una década después de su inicio, el foro acoge a responsables políticos y militares de veintiocho países de la zona Asia-Pacífico, así como a estrategas, juristas, intelectuales y periodistas. Los participantes son China, Estados Unidos, Canadá, Rusia, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Australia, Nueva Zelanda, y todos los países asiáticos situados al este de Afganistán, excepto Nepal, Bhutan y Corea del Norte. La complejidad de la región, los problemas económicos y sociales, las diferencias sobre el control de extensas zonas marítimas y sobre territorios en disputa, los enfrentamientos religiosos y étnicos (piénsese en la India y Pakistán), así como las tensiones nacionalistas, por no hablar del terrorismo, configuran un cóctel explosivo, pero que no ha impedido el crecimiento económico. Los enfrentamientos armados en Indonesia, India, Filipinas, Sri Lanka, Pakistán, son frecuentes, así como las tensiones secesionistas.
En una década de diálogos, muchas cosas han cambiado. Cuando China ingresó en la OMC, a finales de 2001, las cancillerías y la gran mayoría de centros de estudios y analistas consideraron que Estados Unidos, y en menor medida Europa, iban a apoderarse de un gran mercado de mil trescientos millones de habitantes, y nadie preveía que China iba a ser la gran beneficiada. Una década después, las conclusiones son otras, radicalmente opuestas: China es la segunda economía mundial, y todo apunta a que, en pocos años, va a convertirse en la primera. Ese cambio estratégico se ha reflejado en los diálogos Shangri-la. En la primera reunión, en junio de 2002, seis meses después del ingreso de China en la OMC, y en plena ofensiva norteamericana en Oriente Medio, los asistentes vieron la prepotencia norteamericana y su habitual tendencia a imponer sus criterios. En la cuarta conferencia Shangri-la, en 2005, la atención se centró en acordar medidas para la cooperación, y en la seguridad marítima regional. Durante ese período, China y diez países de la ASEAN suscribieron, en 2002, una declaración de conducta sobre las cuestiones relacionadas con el Mar de China meridional, y, tres años después, China, Vietnam y Filipinas firmaron un convenio para que sus compañías petroleras investigasen en ese mar.
En la conferencia de 2009, la situación estratégica había cambiado radicalmente: el entonces secretario de Defensa norteamericano, Robert Gates, pidió la colaboración europea y china «para la reconstrucción y estabilización de Afganistán». Los gastos derivados de esa reconstrucción deberían asumirlos también otros países, según afirmó Gates, quien señaló que la implicación en Afganistán debía ser «la prioridad europea», al tiempo que solicitaba recursos económicos y humanos a China, así como a Indonesia, India y Japón. Ya se habían encendido las alarmas. En la décima conferencia, en 2011, China envió, por primera vez, a su ministro de Defensa, Liang Guanglie. Pekín había aumentado su interés por la cita desde 2007, elevando la importancia de su delegación, planteando los llamados «cinco principios» de coexistencia pacífica: apertura a los intercambios militares entre países, impulso a la cooperación militar, limitación de los antagonismos y renuncia al acoso contra terceras naciones, así como definición de mecanismos de seguridad colectiva y de confianza entre los ejércitos. En esa conferencia, afloraron con fuerza los temores de algunos países por el progresivo fortalecimiento chino: Estados Unidos, India y Japón, y algunos países de menor envergadura, expresaron su preocupación por los cambios que la nueva fortaleza china podía llevar a la zona, temores que la delegación china consideró infundados, haciendo hincapié en su compromiso con el desarrollo pacífico y la cooperación internacional.
Para Pekín, todos los países de la región deben actuar en función del respeto, la comprensión y la disposición para hacer concesiones equilibradas entre las partes, insistiendo en que su ejército, además de la defensa nacional, se limitará a colaborar en misiones de paz internacionales, bajo mandato de la ONU, tareas de rescate en catástrofes naturales, y la lucha contra la piratería marítima. China insistió en el control de armas y en el desarme progresivo, y en la preservación de la estabilidad estratégica global. El ministro chino, que no dudó en hacer notar la distancia tecnológica entre el armamento chino y el más sofisticado arsenal norteamericano, hizo una firme declaración: «China no persigue la hegemonía ni la expansión militar, no busca la guerra, sino la paz». En su esfuerzo por mostrar la buena disposición de su país, Liang Guanglie recordó a los asistentes a la conferencia que Pekín ha suscrito acuerdos de consulta sobre defensa con veintidós países de la zona, y que, de acuerdo con Moscú, anuncian con antelación el lanzamiento de misiles, por no olvidar que mantiene relaciones militares con ciento cincuenta países y que casi cuatrocientas delegaciones militares de distintos países llegan anualmente China: su deseo de transparencia es patente.
En el curso de ese encuentro Shangri-la, tuvo lugar la entrevista entre los ministros de Defensa vietnamita y chino, Phung Quang Thanh y Liang Guanglie, para abordar las diferencias sobre el incidente que había tenido lugar entre barcos de exploración e inspección de ambos países en aguas del Mar de China meridional. Pese a la declarada voluntad de ambos países de respetar la Convención sobre el Derecho del Mar, UNCLOS, y la Declaración sobre pautas de conducta suscrita por China y la ASEAN, la delimitación de las zonas de soberanía respectivas sigue siendo conflictiva. A su vez, el primer ministro malayo, Najib Razak, que consideró superado el tiempo de los enfrentamientos militares entre las grandes potencias, afirmó que el fortalecimiento económico chino no debía ser considerado un problema sino como una oportunidad para el resto de los países del mundo, al tiempo que negaba que el poder militar chino fuese un peligro para los países de la zona.
Por su parte, Estados Unidos, representado por el anterior secretario de Defensa, Robert Gates (a quien sustituyó, unas semanas después, Leon Panetta), se esforzó por ofrecer su paraguas de seguridad, como eslabón para ligar a su estrategia de seguridad a los países de la región que mantienen suspicacias hacia Pekín, reclamando un «código de conducta» de las partes, insistiendo en la «libertad de navegación», el respeto al derecho internacional y el desarrollo económico. Pese a ello, Gates dibujó un escenario entre potencias aliadas y adversarias, y anunció que su país estaba elaborando un nuevo concepto de operaciones militares que, aunque sin citarla, era obvio que estaba dirigido contra China. La cuestión de los yacimientos de gas y petróleo del subsuelo marino estaba en el fondo de su argumentación, en la cuestión de las islas Spratly y en otros archipiélagos, aunque el ministro chino había aclarado que su país no impondría sus criterios por la fuerza, ni siquiera en las Spratly (reclamadas por China, Filipinas, Malasia, Vietnam, Brunei y Taiwán), escenario de repetidos incidentes.
En paralelo, en junio de 2011, Estados Unidos y China iniciaron una ronda de encuentros bilaterales, en Hawai, sobre cuestiones de Asia y el Pacífico, con delegaciones presididas por el viceministro de Relaciones Exteriores chino, Cui Tiankai, y por el subsecretario de Estado norteamericano, Kurt Campbell, que dieron en llamar «mecanismo de consultas». Era una consecuencia del deseo del gobierno Obama de ejercer plenamente como «un país del Pacífico», y las cuestiones debatidas giraron alrededor de la situación global de la región, donde en los últimos años han aumentado las diferencias entre Pekín y Washington. La estabilidad general de la zona, aunque existan conflictos locales, y su rápido crecimiento económico, muy ligado al ascenso chino, es una de las cuestiones que ambas potencias quieren mantener, aunque no por ello Estados Unidos deja de estimular disputas diplomáticas que afectan a China.
Pekín necesita la paz para proseguir su desarrollo, mientras que Estados Unidos interviene estimulando conflictos, aunque su diplomacia proclama su interés por la estabilidad. Una muestra de ello fue la resolución aprobada por el Senado norteamericano, en ese mismo mes, criticando el supuesto «uso de la fuerza» por parte de China en las aguas del Mar de China meridional, por la soberanía de las islas Nansha, al mismo tiempo que organizaba maniobras militares con el fiel aliado Filipinas en las zonas marítimas en disputa, en un clara intervención que aumentó la tensión y que ponía en tela de juicio la declarada voluntad norteamericana de resolver pacíficamente los conflictos. Pocas semanas después, Hillary Clinton y el consejero de Estado chino, Dai Bingguo, se reunían en Shenzhen para abordar la situación en la península coreana, y para intercambiar opiniones sobre la estabilidad de la región Asia-Pacífico, donde Dai Bingguo hizo hincapié en la visión china sobre Taiwan y el Tíbet. El mismo Dai presentaba, unos meses después, una ambiciosa propuesta para la cooperación económica entre los países de la región del Mekong (China, Laos, Camboya, Myanmar, Thailandia y Vietnam). El presidente Hu Jintao presentaba a finales de 2011, en el Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico (APEC), una propuesta para impulsar el crecimiento económico y la cooperación, basada en criterios innovadores y respetuosos con la ecología del planeta y en el reforzamiento del comercio mundial y de la integración económica de Asia. China, que tiene serios problemas ecológicos, ha previsto que, entre 2011 y 2015, hará inversiones por valor de casi 500.000 millones de dólares en el sector ambiental.
Pese a que la «libertad de navegación» en el Mar de China meridional no corre peligro, Estados Unidos ha aireado la exigencia sobre la «libre navegación marítima», difundiendo supuestas e inconcretas amenazas contra ella. Curiosamente, casi todos los avisos de alerta y de supuestos riesgos en la zona han partido de Estados Unidos y no de los países ribereños. Utilizando ese pretexto (semejante a las alarmas lanzadas periódicamente por Washington sobre «amenazas terroristas» en distintas partes del mundo, u oportunos apoyos a «movimientos por la democracia» para justificar intervenciones en terceros países), Estados Unidos justifica la movilización de su poder militar y deja patente su presencia en toda la zona, directamente o en maniobras conjuntas con sus aliados. Ese recurso es además muy útil para justificar el rearme de ejércitos asiáticos aliados, para la venta de nuevo armamento norteamericano y para el mantenimiento de la red de bases militares (o bien de facilidades para sus tropas) que abarca desde Japón y Corea del Sur hasta Thailandia e Indonesia, pasando por Malasia y las Filipinas. Una cierta tensión en toda la región, además, justifica el despliegue norteamericano y desactiva muchas de las protestas de las poblaciones locales que pugnan por el desmantelamiento de las bases militares, como ocurre en la isla japonesa de Okinawa.
En la undécima conferencia Shangri-la, en 2012, además de discutir el papel de Estados Unidos en la región, la estabilidad regional y la libertad marítima, se abordaron cuestiones que han cambiado la planificación de la guerra moderna: internet y los aviones no tripulados, drones. El general Ren Haiquan, que dirigía la delegación china, elogió las palabras de Leon Panetta, cuando éste afirmó que, pese a las diferencias entre Pekín y Washington, ambos países debían entenderse. Ren Haiquan mantuvo que la seguridad en la zona Asia-Pacífico era la cuestión central que preocupaba a los asistentes, mientras Leon Panetta confirmó que Estados Unidos desplegaría el sesenta por ciento de su marina de guerra en la región Asia-Pacífico.
Muchas cosas habían cambiado ya, tras diez años de diálogos Shangri-la. Las fuerzas están más equilibradas, y Estados Unidos no puede imponer sus condiciones, y, por el contrario, procura articular un frente antichino. En esta última conferencia, el ministro de Defensa japonés, apoyado por el de la India, mostró sus temores por el aumento del presupuesto militar chino, que, a juicio de ambos gobiernos, forzará también a los países de la zona a aumentar su gasto militar, aunque fuentes del gabinete chino replicaron que la estrategia militar de China, dotado de una doctrina militar defensiva, es transparente, sin tentaciones de conquistar posiciones hegemónicas, centrando sus objetivos en el desarrollo pacífico, y comprometido con la defensa de su soberanía y su integridad territorial, y con el mantenimiento de la paz en Asia-Pacífico y en el mundo. Recordaron, además, aunque sin citarlas, que China percibe amenazas a su seguridad y que para defender sus dieciocho mil kilómetros de costas y más de veinte mil kilómetros de fronteras terrestres es imprescindible la modernización de su ejército.
Hacia el oeste, Estados Unidos persigue la incorporación de India a su esquema de alianzas, aunque con dificultades (las políticas hacia Pakistán e Irán son cuestiones que enfrentan periódicamente a Delhi y Washington), y continua utilizando territorio pakistaní, y afgano, para mover su red de espías y de provocadores que infiltran periódicamente las fronteras iraníes y protagonizan acciones terroristas, aunque Islamabad ha dificultado en los últimos tiempos la actividad norteamericana, acosando a algunas redes clientes de los servicios secretos estadounidenses, como la Jundallah. Estados Unidos no está interesado en que India y Pakistán mejoren sus relaciones: una cierta tensión facilita su mediación e intervención en ambos países. La desinformación desempeña también un papel importante: Washington ha filtrado a las cancillerías y a los medios de comunicación internacionales la amenaza que suponen para la India las supuestas bases militares que China piensa establecer en la Cachemira pakistaní… precisamente cuando la situación ha mejorado de forma notable en Cachemira, y al tiempo que el primer ministro indio, Manmohan Singh, considera que Pekín opta por soluciones pacíficas a las diferencias regionales. En una compleja mesa de billar, Washington intenta varias carambolas: mantener bajo su autoridad a Pakistán, pese a las diferencias; atraer a la India a su esfera de influencia, sosteniendo un cierto nivel de tensión indio-pakistaní, y estimular la desconfianza hacia China, que quiere cerrar las diferencias con Delhi y «aumentar la cooperación estratégica» entre los dos gigantes asiáticos, como ha anunciado Pekín. De hecho, una de las grandes preocupaciones del Pentágono y de la Casa Blanca es que China, India, Pakistán e Irán asuman, coordinadamente, la inconveniencia de que existan bases militares estadounidenses en toda la región. De igual forma, en el otro extremo del tablero, Estados Unidos sabotea cualquier atisbo de distensión entre las dos Coreas y rechaza una hipotética reunificación coreana.
Pese a sus recursos y su poder, los errores de evaluación del gobierno norteamericano son frecuentes: sólo hay que recordar que, quince días antes de la caída de Mubarak, Hillary Clinton declaraba que su país considerable «estable» al gobierno egipcio. A consecuencia de esos errores de análisis y de estimación de su propio poder, Estados Unidos se resiste a tener en cuenta los intereses estratégicos chinos en Asia, dañando su propio papel futuro, mientras China aclara que no pretende excluir a Washington de la región. Algunos hechos son reveladores de esa actitud norteamericana: a finales de enero de 2013, Ed Royce, presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes norteamericana, se reunía con funcionarios del gobierno filipino después de que su país hubiese conseguido que Filipinas presentase una petición para que las disputas sobre el Mar de China meridional fuesen sometidas a un tribunal de arbitraje de la ONU. De esa forma, Filipinas, negándose a las negociaciones bilaterales con China, y apostando por la internacionalización, permitiría la intervención abierta de su aliado norteamericano.
El presidente indonesio, Susilo Bambang Yudhoyono, afirmó en la reunión de países asiáticos de finales de 2011, que la posibilidad de que «Asia y el Pacífico sean dominadas por una sola superpotencia» había dejado de ser una opción real. No citó a Estados Unidos: no era necesario. A su vez, en febrero de 2013, el viceministro de exteriores chino, Song Tao, insistió en la conferencia de Múnich en que su país no busca la hegemonía, ni en Asia, ni en el mundo. Sin embargo, la reorientación estratégica decidida por el gobierno Obama, y su énfasis en la región de Asia-Pacífico, parecen recordar, de nuevo, la novela de James Hilton que dio nombre a los diálogos anuales de Singapur, con Washington empeñado en encontrar esos horizontes perdidos que escondían el Shangri-la de una hegemonía norteamericana, incontestada por el mundo, que ha dejado de existir.
Publicado en El viejo topo, marzo 2013.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.