El 4 de mayo de 1969, Silo -seudónimo literario del pensador humanista Mario Luis Rodríguez Cobos- dio su primera arenga pública. Alejado por el régimen dictatorial de Juan Carlos Onganía de los grandes conglomerados urbanos, el encuentro tuvo lugar en un paraje recóndito cercano al monte Aconcagua, conocido como Punta de Vacas.
Rodeado de gendarmes fuertemente armados y ante una audiencia de unas doscientas personas que se habían congregado para oír sus palabras, Silo expuso aquel día el alegato poético “La Curación del Sufrimiento”. El texto, un condensado de lo que luego tomaría cuerpo doctrinario en la corriente del Nuevo Humanismo, está hoy, traducido a distintas lenguas, impreso en placas de acero inoxidable en las estelas del Parques de Estudio y Reflexión Punta de Vacas, un recinto enclavado precisamente en el sitio fundacional.
En 2006, en ocasión de inaugurarse un nuevo ámbito de este tipo, esta vez cercano a Santiago de Chile, Silo caracterizaría aquel evento así: “El 4 de mayo de 1969 hicimos un primer acto público, que se convirtió en el acto fundacional de nuestra corriente de pensamiento. En ese acto fundacional de hace 37 años, no se partió de una declaración de Principios, ni de un documento más o menos ideológico, ni de una institución, sino de una actitud testimonial que desafiando a una dictadura militar se expresó en contra de toda forma de violencia.”
Ese mensaje cargado de no violencia, de humanismo y de sentido existencial, encontraría luego eco en miles de corazones a lo largo y ancho de todo el planeta, llegando a las distintas culturas de la tierra.
A 55 años de aquellos humildes inicios – un lapso relativamente corto en términos históricos, pero a una distancia propicia para un breve análisis – bien vale ponderar su impacto inicial y, sobre todo, su posible aporte a futuros procesos revolucionarios, imprescindibles en momentos de derrumbe sistémico.
Desde una perspectiva situada en el tiempo, las propuestas de Silo encontraron adhesión inicial en una juventud rebelde, deseosa de cambiar el mundo, pero también preocupada por la falta de sentido existencial y la opresión de una moral asfixiante y conservadora.
En el ambiente cargado de experimentación mística y sicodélica de los años 60 y al mismo tiempo fuertemente influenciado por el triunfo de la revolución cubana, los movimientos de liberación anticolonial, la guerra de Vietnam y las corrientes existencialistas, aquellos primeros grupos se dieron a la tarea de investigar a fondo las posibilidades de conectar la transformación social con el desarrollo de la conciencia humana.
Difamados o silenciados por la prensa mercenaria y servil a los regímenes de turno, sospechados de querer corromper a la juventud – argumento idéntico al que sirvió para condenar a Sócrates en la Grecia antigua – y perseguidos por no comulgar con el orden corriente, muchos militantes del incipiente movimiento debieron continuar la labor de difusión en el exilio. De esta manera, cobró forma el Movimiento Humanista y sus diversas expresiones llegaron a estar presentes en unos cien países del mundo.
Pero los vientos de la historia, a veces soplan a favor y otras no tanto. El destructivo furor individualista del neoliberalismo y la irrupción de fundamentalismos como contrapartida de la disolución de lazos sociales que se instalaron en el mundo en las últimas décadas del siglo, dificultaron la tarea de humanización.
Pese a los denodados y múltiples esfuerzos por construir tejidos y organización en el campo social, cultural y político, el Humanismo Universalista no logró por aquellos años constituirse en un movimiento de masas.
En el trigésimo aniversario del movimiento, en el mismo lugar de los inicios, Silo declaró: “Y en esta situación que nos toca vivir reconocemos el triunfo provisorio de la cultura del antihumanismo y declaramos el fracaso de nuestros ideales que no se han podido cumplir.”, señalando a continuación el surgimiento de una nueva espiritualidad, que “no es la espiritualidad de la superstición, no es la espiritualidad de la intolerancia, no es la espiritualidad del dogma, no es la espiritualidad de la violencia religiosa, no es la pesada espiritualidad de las viejas tablas ni de los desgastados valores; es la espiritualidad que ha despertado de su profundo sueño para nutrir nuevamente a los seres humanos en sus mejores aspiraciones.”
“Si hoy tenemos que declarar nuestro fracaso” – proclamó, avizorando el horizonte futuro – “también tenemos que anunciar a una nueva civilización que está naciendo, la primera civilización planetaria de la historia humana. Y, por tanto, aquellas crisis que sobrevienen y aún sobrevendrán en un futuro próximo servirán, no obstante su infortunio, a superar esta última etapa de la prehistoria humana… y cada cual sabrá si decide o no acompañar este cambio y cada cual comprenderá si busca o no una renovación profunda en su propia vida.”
Los tópicos utópicos
Más allá del fracaso circunstancial, es justo y necesario apreciar la importancia de la visión de Silo desde una perspectiva más extendida o metahistórica. Humanizar la civilización planetaria en crecimiento requiere mucho más que éxitos de coyuntura, a los que son tan afectos los pragmáticos, especímenes derivados de la breve derrota de la humanidad encarnada en el capitalismo.
Las cuestiones medulares que planteó Silo, ya desde su arenga inicial, se relacionan con aquellas utopías que aspiran a llevar a la humanidad a una nueva etapa de su desarrollo.
Entre estos tópicos, se encuentran la posibilidad de superación del dolor y el sufrimiento, la no violencia como una conquista cultural definitiva de la especie, la imagen de una Nación Humana Universal incluyente de la diversidad y el surgimiento de un Ser Humano solidario y coherente, los tan ansiados “hombre” o “mujer” nuevos de anteriores revoluciones.
En cuanto a la Nación Humana Universal, esta imagen no es tan lejana como hoy podría parecer. Ya pueden verse destellos o fuertes intuiciones en esa dirección en las propuestas de “futuro compartido de la humanidad”, que viene proponiendo en su política exterior el gobierno de China y también en los crecientes esfuerzos de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe en pos de la integración de los pueblos.
Para avanzar hacia sus anheladas utopías, el siloismo se dotó no solamente de conceptos transformadores en el campo social y político, sino de fundamentos y prácticas de cambio personal que acompañan y dan consistencia a la conducta y militancia revolucionaria. Dos elementos centrales están a la base de estos trabajos: por una parte, la certeza en la capacidad humana de modificar su propia naturaleza y, por otra, la afirmación de la íntima conexión que existe entre la interioridad humana y el paisaje social en la que esta se desenvuelve.
Estas utopías -por definición “lugares que no existen”- son las que proveen la fuerza capaz de derribar creencias arcaicas limitantes, un combustible mítico indispensable para generar momentos históricos que, desde los parámetros del sentido común anterior a las revoluciones, se consideran como “imposibles”.
Las revoluciones por venir
En términos genéricos, dos tendencias contrapuestas signaron el pensamiento y la acción de anteriores corrientes revolucionarias. Una, que propugnaba que el cambio radical de las condiciones externas de vida traería consigo automáticamente un cambio en la mentalidad y los hábitos de conducta humanos. Otra, que por el contrario, concentró sus esfuerzos en la elevación interior, a la espera de que dicha profundización influyera luego positivamente en el mundo social.
Ambas, cuyo mérito en los avances en su campo específico es innegable, tienen en común una visión lineal y segmentada del desarrollo. Primero esto y luego lo otro, aseguraron.
La variante propuesta por el Humanismo siloista como novedad histórica fue y es el abordaje complementario y simultáneo de ambos aspectos de la revolución. Esta visión integradora considera tanto la ligazón indisoluble e influencia recíproca de cada ser humano con el mundo circundante como también las características de intencionalidad, reversibilidad y acción diferida de la propia conciencia, que permiten a los seres humanos elegir respuestas no determinadas mecánicamente.
Por otra parte, diversas estrategias revolucionarias se abocaron en su estrategia a la toma del poder político para ejecutar desde esa posición cambios beneficiosos para la población, sobre todo, en lo concerniente a la mejora de las condiciones básicas de la vida hasta entonces negadas a las mayorías.
Esa vía, más allá de los importantes avances conseguidos en términos de derechos y lentos logros en el campo de la variación de actitudes, se topa hoy con severas dificultades de implementación. La globalización neoliberal ha conseguido disipar en gran medida la capacidad soberana de los Estados, remitiendo el poder real a corporaciones multinacionales e instituciones financieras que no son auditadas por el poder público.
A lo que suma la resistencia de factores contrarrevolucionarios y retrógrados endógenos y otros escollos como las burocracias centralistas de organismos supranacionales, que tampoco están supeditadas a elección popular alguna. Asimismo, el poder de penetración de plataformas de comunicación concentradas en pocas manos transnacionales, ajenas en sus intereses al bienestar común, dificultan severamente la generación de sentidos comunes proclives a sociedades más justas y libres de violencia.
Por último, a estas dificultades presentes debe agregarse la aceleración de la dinámica histórica y los abismos de comprensión y las diferencias en los proyectos vitales que se generan entre distintas generaciones, lo que no es suficientemente considerado por las revoluciones “tradicionales”.
A la inversa, la mundialización en curso – fenómeno que, a diferencia de la globalización debe ser comprendido como interconexión creciente entre las culturas sin el lacerante control del interés empresarial – hace que cualquier efecto demostración positivo, sea propagado en tiempo real y se convierta rápidamente en una posible opción a emular.
También el papel de los liderazgos está hoy en discusión. Mientras que la horizontalidad en la toma de decisiones tiene una acogida cada vez mayor, sobre todo en las nuevas generaciones, el clamor de grandes conjuntos suele concentrarse en figuras que adquieren ribetes heroicos, gracias al enorme volumen de energías y fe que el pueblo deposita en ellos o ellas. Esto les hace imprescindibles, pero también vulnerables a los ataques del sistema, lo que da por tierra numerosos intentos revolucionarios.
Comprendiendo el fenómeno, el Humanismo apuesta por fomentar el advenimiento de ese ser humano nuevo y un nuevo entorno social, no ya exclusivamente desde arriba hacia abajo ni por la acción de un único individuo, sino a través de la construcción conjunta de un nuevo modo de relación y organización social participativo, guiado por la máxima de tratar a los demás del mismo modo en que uno desea ser tratado.
Un factor fundamental para ello será sin duda la profunda renovación de los paradigmas educativos signados todavía por la Ilustración, colocando en el centro la cultura de la no violencia y la empatía junto a la afirmación de un desarrollo humano integral e ilimitado. Cuestión a la que ciertamente pedagogos y representantes políticos pueden y deben contribuir.
Por otra parte, el logro de condiciones sociales equitativas que garanticen la posibilidad de elegir rumbos vitales libremente, continúa siendo un objetivo urgente. Sin embargo, esta condición necesaria no será suficiente para lograr modificaciones en el paisaje interno, que permitan no solo la viabilidad sino también la consolidación del proceso transformador.
Esos cambios en el paisaje interior de individuos y pueblos, requieren componentes existenciales y espirituales que abran las puertas a nuevos sentidos de vida, alejados del fundamentalismo irracional, el regreso a valores caducos, la depresión o el consumismo. Sentidos que instalen un nuevo modo de convivencia entre los seres humanos y su entorno.
Si es que entonces, el propósito es acometer transformaciones profundas y no cosméticas, si la impronta es la de renovar las revoluciones que ya están en marcha, si se quiere sumar y tejer y no hegemonizar, el inventario de ideas y prácticas humanistas desarrolladas por Silo y su corriente de pensamiento y acción pueden ser una excelente fuente en la que abrevar.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
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