Las circunstancias a las que se enfrenta hoy el gobierno sirio de Bachar al-Asad recuerdan, hasta cierto punto, la moraleja recogida en un célebre cuento oriental titulado los tres toros y el león. Éste, desesperado porque los tres animales (uno blanco, otro negro y el tercero bermellón) le hacen frente de forma mancomunada e impiden […]
Las circunstancias a las que se enfrenta hoy el gobierno sirio de Bachar al-Asad recuerdan, hasta cierto punto, la moraleja recogida en un célebre cuento oriental titulado los tres toros y el león. Éste, desesperado porque los tres animales (uno blanco, otro negro y el tercero bermellón) le hacen frente de forma mancomunada e impiden que los devore, decide urdir una estratagema para separarlos y poder comérselos de uno en uno. Así, a base de insidias y añagazas, logra sembrar la discordia entre ellos y quebrar su alianza. El león consigue aislar a uno, luego a otro y por último se encuentra cara a cara con el tercero, que, tarde ya para comprender su error y lamentarse por haber roto su alianza con los otros dos toros, sólo alcanza a exclamar: «A mí me comieron el día que fue devorado el toro blanco». Por supuesto, no se trata de hacer burdos paralelismos entre determinados países «bovinos» de Oriente Medio y Asia Central y cierta gran potencia de demostrado ánimo devorador; pero sí hay que decir que, a la vista de los antecedentes inmediatos, la dirección siria ha cometido una serie de errores de bulto que han permitido a los Estados Unidos aislarla y cercarla con relativa comodidad. En este caso concreto, no debe suponerse que Siria ha actuado con su vecino Iraq de modo que recuerde el comportamiento del toro bermellón con sus dos compañeros, especialmente si se tiene en cuenta que la gran mayoría de los estados de la zona (Kuwait, Qatar, Bahréin, Jordania, Israel, Egipto, etc) han sido mucho más solícitos con la administración de Bush, bases militares estadounidenses y facilidades logísticas incluidas. Tampoco puede decirse que los dirigentes sirios han facilitado las cosas a las fuerzas invasoras una vez completada la ocupación, tal y como han hecho los iraníes; pero sí han caído en la ingenuidad, como tantos otros, de pensar que la condescendencia de Washington iba a durar para mucho tiempo.
Todo el mundo sabía que Siria formaba parte destacada en la lista de los países considerados non gratos por la administración de Bush. A pesar de que éste concede un protagonismo capital a los dos componentes que siguen en pie del eje del mal, Corea del Norte y, sobre todo, Irán, y teniendo en cuenta que en uno de sus famosos discursos terapéuticos habló de seis naciones malignas y tiránicas en las que no incluyó a Siria, al-Asad y los suyos han recibido críticas y veladas amenazas por parte de los estadounidenses y sus aliados, que son legión hoy por hoy en Oriente Medio. Con motivo de la guerra y ocupación de Iraq, Washington ha venido desplegando ante los sirios una política de presión constante. Siria fue, al menos en apariencia, el país que más activamente se mostró en contra de la adopción de resoluciones favorables a la invasión en las Naciones Unidas, y durante meses utilizó un llamativo tono crítico hacia Washington mucho más acerado que el de los aliados europeos de EEUU que no quisieron participar en la nueva empresa militar. Damasco siempre consideró que la nueva campaña bélica supondría un peligro real para la estabilidad de su régimen y que el experimento político a implantar en el vecino Iraq tenía visos de propagarse por doquier. Además, estaba la sospecha de que las invasiones de Afganistán e Iraq constituían tan sólo los dos primeros capítulos de un guión de mayor envergadura. En cierto sentido, la oligarquía siria no se equivocaba; y ante la evidencia de que Estados Unidos, con o sin el apoyo de la mayor parte de la opinión pública mundial y la supuesta oposición de numerosos estados de reconocido peso específico, ha acabado haciendo en Iraq lo que le ha venido en gana, trató de jugar a convertirse en imprescindible, lo mismo que Irán.
El problema de los dirigentes sirios es que su condición de absoluta necesidad para los intereses estadounidenses en la región es mucho más relativa que la iraní. Teherán, a pesar de lo que diga la propaganda americanófila y sus ecos aquí y allá, ha desempeñado una labor fundamental a la hora de allanar el camino a la ocupación de Iraq. Sin el concurso de los ayatolás iraníes habría sido impensable la participación de las principales formaciones chiíes iraquíes en la creación de la nueva estructura de gobierno iraquí. Del mismo modo, la clase dirigente iraní ha contenido los ánimos de determinadas facciones iraquíes que preconizaban una oposición más activa a los invasores estadounidenses y ha coadyuvado a establecer alianzas varias entre sus aliados chiíes y otros sectores de la oposición iraquí, cual es el caso de las dos principales formaciones kurdas, en especial la de Yalal Talabani, cuyas buenas relaciones con Teherán han sido siempre notorias. En este sentido, y lo mismo que ocurriera en Afganistán, la colaboración iraní ha adquirido una importancia que, debido a condicionantes muy concretos, ha sido soslayada o, en el peor de los casos, tachada de obstruccionismo. Empero, sin la cooperación de Teherán la invasión de Afganistán e Iraq no se habrían producido en los términos tan favorables a EEUU que todos conocemos. Por esta razón, Irán debe seguir desempeñando una función precisa en Iraq en beneficio de los intereses estadounidenses, aun cuando Washington denuncie con persistencia la presunta implicación de los iraníes en los actos de terrorismo que asolan el país.
Lo práctico, ahora, no es definir en qué medida Siria, o Irán, se hallan en el punto de mira de Washington sino hasta qué punto «interesa» a la política exterior estadounidense armar una campaña bélica contra uno de los dos o contra ambos. En el caso de Siria, no hay motivos suficientes, todavía, para pensar que la estrategia estadounidense engloba la prioridad de un ataque bélico, bien a través de sus propias fuerzas armadas o, lo que parecería más probable, por medio de un ejército aliado cuya identidad es fácil imaginar. Pero sí resulta evidente que el acoso estadounidense contra Siria está ya en marcha, vehiculado en una serie de etapas de rasgos bien definidos que tienen su punto de partida en la resolución 1559.
La resolución 1559
De inspiración franco-estadounidense, la 1559, aprobada hace unos meses por las Naciones Unidas, reclama entre otras cosas la salida de las tropas sirias de Líbano. Tras el asesinato del ex primer ministro Rafiq al-Hariri, el clamor de buena parte de la población y la presión de la llamada comunidad internacional han obligado al presidente al-Asad a anunciar la retirada de su ejército al valle de la Bekaa y de ahí a la frontera entre los dos países. La medida, como era de prever, no ha parecido suficiente a estadounidenses y franceses y mucho menos a numerosos opositores libaneses, pero ha servido a al-Asad para ganar un mínimo de tiempo y tratar de fortalecer los apoyos internos en Líbano y un atisbo de solidaridad interárabe. Es indudable que al-Asad va a tener que sacar a los 15 mil soldados que aún mantiene en territorio libanés en un plazo no muy lejano; y, también, que sólo le queda un estrecho margen de maniobra para hallar una salida honrosa que no recuerde la «espantada» militar del régimen de Tel Aviv en 2000. Esta salida pasa por reclamar la prioridad de los Acuerdos de Taef de 1989, que marcaban un calendario y procedimiento para el redespliegue. En este acuerdo se hablaba de dos años, plazo que, evidentemente, ha quedado ya desfasado, y se estipulaba la concentración de las tropas en el valle de la Bekaa. Los libaneses prosirios también reclaman la potestad del Taef y rechazan la 1559 por considerarla una injerencia en los asuntos internos del país; pero Estados Unidos y Francia insisten en que la resolución de Naciones Unidas es la única referencia válida. Por supuesto, Bachar al-Asad, que ya ha tenido la oportunidad de comprobar cómo la supuesta solidaridad de sus aliados árabes y rusos se esfuma ante las presiones estadounidenses, sabe que, en última instancia, no tendrá más remedio que ceder a las presiones. Pero trata de alargar lo más posible esta solución final porque, en verdad, la 1559 no es una resolución específica sobre la presencia siria en Líbano. De hecho, esconde una serie de requisitos que inciden de forma manifiesta en el cometido regional de Damasco.
Algunos han catalogado la 1559 de «resolución trampa» porque su mayor peligro reside en lo que resulta menos obvio. La obligatoriedad de que Damasco debe dejar de apoyar a los «grupos terroristas», tanto en Palestina como en Líbano, va en la línea de evitar que el poder sirio siga entorpeciendo el curso del llamado proceso de paz. Por otro lado, pretende desvincular a Damasco de Hizbolá, su principal aliado libanés, e impedir el avance del gran referente árabe de la resistencia frente a Israel. Y, otro tanto, busca embocar a los sirios a una nueva ronda de negociaciones con los israelíes en una posición de manifiesta debilidad. Por lo tanto, en cuanto los soldados sirios salgan de Líbano, EEUU se centrará en el siguiente punto, el apoyo a las organizaciones palestinas críticas con el proceso de paz, y de ahí a la cuestión de Hizbolá. Es decir, que se cuenta con los mecanismos suficientes, validados por la comunidad internacional por medio de la 1559, para seguir tensando la soga todo el tiempo que se estime conveniente.
Por si acaso, Damasco ya está padeciendo en sus carnes lo que significa convertirse en el gran leviatán de la región en sustitución de Iraq. Si estalla una bomba en Israel, ésta, Estados Unidos y la misma Autoridad Nacional Palestina responsabilizan a Siria de estar detrás del atentado por el hecho de que el líder de la organización que se lo atribuye tiene oficinas allí. Lo más relevante del asunto es que grupos como Hamás o Yihad Islámica, que tienen o han tenido representación en Siria hasta hace poco, vienen cometiendo atentados suicidas en territorio israelí desde hace años y nadie había lanzado acusaciones tan explícitas sobre la autoría siria. Los nuevos dirigentes palestinos acusan a los sirios de injerencia en sus asuntos internos. Incluso se habló de una conspiración articulada por Hizbolá y, por lo tanto, según la lógica norteamericanaisraelí, por Siria e Irán, para acabar con el presidente de la ANP, Mahmud Abbás. El gobierno iraquí transitorio también ha elevado el tono de sus denuncias contra el ejército y los sevicios secretos sirios, a quienes hacen promotores y ejecutores de la ola de terrorismo que invade el país. Por estas fechas, precisamente, la televisión iraquí está mostrando reiteradas imágenes de islamistas radicales detenidos que afirman haber recibido instrucción militar en Siria. Hasta el secuestro de una periodista francesa ha sido interpretado por París como un intento de chantaje sirio cuyo objetivo no sería otro que forzarla a modificar la 1559. Y, por supuesto, el asesinato del ex primer ministro Rafiq al-Hariri en febrero pasado se imputa a Damasco porque, lisa y llanamente, resulta evidente que su asesinato favorece a Siria. Extraña evidencia esta porque los acontecimientos han demostrado precisamente lo contrario.
No tardaremos en ver asombrosas revelaciones sobre un supuesto plan nuclear o el atesoramiento de armas de destrucción masiva, sobre todo porque la cobertura legal que se buscaba está asegurada ya en la resolución citada. Eso por no hablar de la naturaleza represiva y dictatorial del régimen sirio en la actualidad, a sabiendas de que los Asad y su camarilla de poder han saqueado y sojuzgado a su pueblo durante años sin que los estadounidenses pusiesen el énfasis en su intrínseca maldad.
El otoño libanés
Al-Asad trata de demorar lo máximo posible la retirada definitiva de Líbano para retrasar, por lo mismo, la entrada en funcionamiento del resto de medidas de choque contempladas en el plan de la administración Bush. La irrupción francesa y estadounidense en el expediente sirio-libanés y, sobre todo, el asesinato de Rafiq al-Hariri han dado lugar a un movimiento popular libanés de protesta en el que, por primera vez en mucho tiempo, ha habido una sincera unión de numerosos partidos y representantes grupos confesionales. Las concentraciones y actos diarios de rechazo a la presencia siria en el país han recibido el apelativo de «primavera libanesa», a imagen y semejanza de las recientes movilizaciones democratizadoras de algunas repúblicas ex soviéticas. El problema aquí es que Líbano, en casi todo, es une outre chose, un caso peculiar que no tiene parangón en casi ningún sitio, tal y como ha podido sospechar algún despistado al comprobar la capacidad de convocatoria de las formaciones políticas prosirias, sobre todo de Hizbolá, que sabe que el principal protagonista de la 1559 no es Siria sino ella misma. No se trata de calibrar quiénes cuentan con más apoyos populares, si la oposición o los progubernamentales, pero sí debe señalarse que la supuesta unanimidad en torno a la potestad de la 1559 se da en muchos sitios pero no en Líbano. Esto no quiere decir que la generalidad de la población no esté harta de la prepotencia e injerencias de los altos mandos sirios, que durante décadas se han dedicado a manipular la soberanía libanesa en su propio provecho personal, contrabando y prebendas incluidas. De hecho, uno de los pretextos principales del ejército sirio para justificar su permanencia ha sido la de defender a los libaneses de agresiones externas, preferentemente las israelíes. No obstante, éstos han bombardeado el interior libanés y las bases sirias sin que Damasco haya ordenado ningún tipo de reacción.
El quid de la cuestión para los llamados partidarios del gobierno de Beirut radica en el hecho de que la aplicación de la 1559 va a dejar el camino expedito a una nueva injerencia extranjera representada por Estados Unidos e Israel. En este sentido, Líbano no ha avanzado nada desde 1943, año del pacto nacional por el que unos representantes de las dos comunidades, cristiana y musulmana, se comprometían a no anteponer sus afinidades con este país o aquella corriente ideológica a la necesidad de hallar un consenso nacional. Alguien dijo que estas dos negaciones (los cristianos dejarían de reclamarse valedores de occidente y los musulmanes harían lo propio con el panarabismo y el pansirianismo) no podían equivaler a una afirmación, y de hecho así le han ido las cosas al país, sobre todo a partir de la década de los setenta del siglo pasado. Hoy, por desgracia, se está dando esta misma circunstancia. En ambos bandos estamos asistiendo a una obsesión enfermiza por aferrarse a uno de los bloques exteriores. Tan chocante puede llegar a resultar ver a algunos con un cartel que da gracias a Bush y Chirac por la resolución en cuestión como a otros con fotos de Bachar al-Asad. Al menos, las manifestaciones de opositores y progubernamentales ha deparado la imagen inédita de cientos de miles de libaneses con banderas nacionales y no de partidos y grupos confesionales diferenciados; y lo mismo puede decirse del tono conciliador de los oradores de ambos bandos -con las excepciones ineludibles de personajes como general Michel Aun o los líderes del Partido Nacional Socialista Sirio-, que han puesto el énfasis en la unidad nacional. De todos modos, unos y otros deberían afrontar la raíz del problema verdadero de Líbano, que no es otro que la pervivencia de un sistema confesional de cuotas anacrónico y muy dañino para la convivencia de millones de personas que siguen siendo obligadas, por ley, a «militar» en su comunidad religiosa. Un sistema enfermo que ha propiciado el monopolio del poder por parte de un número de familias referentes de los diversos grupos confesionales (los Karame, los Salame, los Solh, los Frangie, los Chamoun, los Gemayel, los Murr, los Yunblat, los Arislán, los Huseini, etc) y la marginación de gruesas capas sociales. Un sistema, en definitiva, que está en el origen de la guerra civil de 1975 y que, si los libaneses no lo remedian y las presiones externas así lo incitan, podría desembocar en un nuevo conflicto nacional.
Una vía de escape
A la vista de los antecedentes, la dirección siria debería actuar de forma inteligente para neutralizar esta campaña de agresión o, al menos, hacerle frente con el respaldo unánime de sus ciudadanos. No bastará la salida de Líbano porque los etadounidenses pedirán más, desde concesiones que cualquier estado soberano consideraría deshonrosas hasta cambios significativos en la estructura de mando. A los dirigentes sirios les ha debido de embargar la misma sensación de sorpresa e inquietud que embargara a los iraquíes inmediatamente después de la invasión de Kuwait en 1990. La inmediata y virulenta reacción estadounidense, entonces, no dejó de resultar llamativa: al fin y al cabo, había sido Washington quien había alentado a Bagdad en su guerra contra Irán y, también, quien había dado a entender que las tensiones con Kuwait a propósito de las deudas millonarias reclamadas por éste no eran motivo de gran preocupación para ellos. Hoy, los dirigentes de Damasco observan con no poca susceptibilidad la rapidez con la que Washington ha armado la «campaña libanesa». ¿No fue acaso ese mismo Washington quien bendijo la permanencia de las tropas sirias en Líbano en recompensa por la participación siria en la Guera del Golfo de 1991? ¿No fue EEUU quien ha alabado repetidas veces la cooperación de Damasco en la lucha contra el terrorismo? ¿No fueron los propios estadounidenses los que se encargaron de apaciguar a algunos círculos opositores libaneses que mostraban, en los noventa, una animadversión «excesiva» hacia la presencia siria? En definitiva, ¿cuándo han mostrado los gobernantes estadounidenses este repentino celo de ahora por garantizar elecciones libres y democráticas en un Líbano «no ocupado»?
Estados Unidos, como ya ocurriera en mucha mayor medida en Afganistán o Iraq, ha hecho de su capa un sayo. Como si de un consumado ladrón se tratara, ha perpretado su alianza circunstancial con guante de látex. Lo único que tiene que hacer uno, llegado el momento oportuno, es destruir el guante y borrar cualquier prueba inculpatoria. Luego vendrá la amnesia histórica y las oscuras justificaciones en torno al supremo interés nacional e internacional. Así se solventaron, al fin y al cabo, las críticas sobre el protagonismo de Washington en la creación de esos dos engendros llamados Saddam Husein y Osama ben Laden. Y así se está haciendo ahora en torno a la consagración de la influencia siria en Líbano tras el fin de la guerra civil en 1990.
Muchos habríamos deseado que el régimen sirio hubiese llevado a cabo una apetura radical para poner fin a décadas de despotismo y represión feroz. La muerte de Hafez al-Asad abrió una tenue esperanza de cambio que no ha rendido ningún fruto. En este sentido, el sistema sirio permanece anclado en la medida rácana habitual de libertades y pluralismo inherente a la degradada condición política árabe. Ahora, la oligarquía de Damasco se enfrenta a la imputación de tiranía y oprobio, una imputación por cierto sostenida por miles de sirios de izquierdas y derechas, islamistas y secularistas, a pesar de que Estados Unidos guardaba sus habituales silencios de conveniencia cuando el régimen de turno hace que lo se le dice. Con gran ingenuidad, habría que solicitar de nuevo a Damasco que se abriese e impulsara un verdadero proceso democratizador que no tuviese nada que ver con las espurias premisas de Estados Unidos para Oriente Medio. Puede ser que esta reforma no detenga la campaña de acoso y derribo, pero al menos permitirá el ascenso de una conciencia nacional que empuje a la gran mayoría de los sirios participar de buen grado en la defensa del país sin padecer la impresión de que, en realidad, están sacrificándose por un régimen que no les ha dado nada. Por desgracia, es de temer que este llamado caiga en saco roto, al igual que las conminaciones que se hicieron a Bagdad para rebajar su listón de represión y permitir, con anterioridad a la guerra de 2003, la participación de corrientes ampliamente representativas. Por supuesto, el nivel de brutalidad y barbarie exhibidos por los mandatarios sirios no ha llegado nunca a los máximos de Saddam Husein, del mismo modo que el breve periodo de gobierno de Bachar al-Asad permite pensar que sus manos no están tan manchadas de sangre como las de su padre y sus más cercanos colaboradores. Además, la oposición, ya sea islamista o izquierdista, sus dos ramas principales, no tiene hasta ahora el marcado sesgo proestadounidense mostrado por sus homónimos iraquíes del exterior. Al contrario, ha mostrado siempre una desconfianza extrema hacia las maniobras arteras de Washington. Ni siquiera el expediente kurdo en Siria es comparable al iraquí, por mucho que los kurdos sirios, igual que los árabes, turcomanos y demás, tengan motivos más que suficientes para rechazar al gobierno central de Damasco. A esto se le une que al-Asad cuenta con el apoyo incondicional de Irán y, por lo menos, la no animadversión de sus estados aliados árabes, Arabia Saudí y Egipto principalmente, y el resto de países de la zona que, con la excepción de Líbano e Israel, no tienen contenciosos abiertos con aquél más allá de tensiones circunstanciales.
Todo esto, y el hecho de que la fuerza de sus aliados dentro de Líbano debe impedir que Beirut se muestre beligerante en el caso de que EEUU decida mantener su cerco, debería hacer pensar a los dirigentes sirios que la reforma política y las libertades no pueden esperar más tiempo. Las falsas garantías y los silencios estadounidenses hicieron creer a Damasco que podría seguir en Líbano el tiempo que quisiera. Esperemos que las amenazas de Washington y el recuerdo del antecedente iraquí les haga comprender, por fin, que la concordia nacional exige el respeto al pueblo sirio. Pero mucho nos barruntamos que no va a ser así: al final, puede que se repita el guión iraquí; o, lo que no deja de ser una desgracia, que el régimen renuncie a todos los fundamentos de soberanía e integridad nacionales a cambio de seguir aferrado al poder con un esmalte de reformismo, ese mismo reformismo de salón que estamos viendo en Qatar, Bahréin, Kuwait, Jordania y otros tantos países árabes amigos de EEUU y alabados, por lo tanto, por sus «grandes progresos» en materia democrática.