Los tambores de guerra suenan amenazantes. ¿Será cierto que vamos hacia una Tercera Guerra Mundial? En un sentido, la ahora terminada Guerra Fría fue, de hecho, una guerra mundial: las dos potencias representantes de los sistemas imperantes (Estados Unidos y la Unión Soviética) pusieron las armas; innumerables países del por entonces llamado Tercer Mundo, los […]
Los tambores de guerra suenan amenazantes. ¿Será cierto que vamos hacia una Tercera Guerra Mundial?
En un sentido, la ahora terminada Guerra Fría fue, de hecho, una guerra mundial: las dos potencias representantes de los sistemas imperantes (Estados Unidos y la Unión Soviética) pusieron las armas; innumerables países del por entonces llamado Tercer Mundo, los muertos. La confrontación, sin dudas, fue planetaria. En sentido estricto: fue una guerra mundial.
Desde terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, que comportó una cauda de alrededor de 60 millones de muertos, la cantidad de víctimas registradas en todas las guerras que ha habido -¡y sigue habiendo!- posteriores a esa fecha, supera holgadamente aquella cifra. Definitivamente la guerra ha sido la constante en estas pasadas décadas.
La afirmación de que «ya no hay guerras mundiales» tiene una carga eurocéntica (en el sentido de «formulación desde las potencias capitalistas de Occidente», Europa y Estados Unidos, incluyendo quizá también a Japón): no hay guerra entre esos países, lo cual no significa que las guerras no sigan siendo una triste realidad en el mundo. La interrelación y fusión de capitales que sobrevino al Plan Marshall fue una manera de entretejer redes capitalistas entre las naciones dominantes, asegurándose el mutuo respeto. O, al menos, la convivencia libre de combates. Pero las guerras no desaparecieron. ¡Ni remotamente!
Por el contrario, los conflictos bélicos siguen siendo parte fundamental del sistema como un todo. En tal sentido, representan 1) un gran negocio, y 2) permiten oxigenarse continuamente al «sistema-mundo» del capital (para usar la expresión de Wallerstein). Las guerras no son inevitables, pero en este marco del capitalismo como sistema dominante, sí lo son.
Ahora se está hablando insistentemente de una posible nueva conflagración planetaria. Los mortales de a pie -es decir: la prácticamente totalidad de la población mundial- no tenemos mayores noticias de esto, de lo que en verdad se está cocinando. ¿Qué plantes secretos tiene el Pentágono? ¿Qué estrategia de largo plazo tienen pensado los grandes capitanes de la economía global? Si las potencias capitalistas han decidido no volverse a enfrentar entre sí (con la hegemonía militar absoluta de Washington que toma a Europa Occidental como su rehén nuclear y lidera esa coalición obligada que es la OTAN), ¿por qué entonces la posibilidad de una guerra mundial, tal como ahora pareciera posible?
En realidad, cuando hoy por hoy se habla de «Tercera Guerra Mundial», se está haciendo alusión a la posibilidad de un conflicto entre Estados Unidos y sus dos verdaderos rivales: la República Popular China y la Federación Rusa.
Las guerras que se libran hoy día son todos conflictos internacionalizados. En todos, directa o indirectamente, están presentes los intereses geoestratéticos de las principales potencias, ya sea porque la venta de armas y/o la reconstrucción de lo destruido es un jugoso negocio, ya sea porque esas guerras expresan las disputas político-económicas por áreas de influencia con un valor global. Las interminables guerras del África negra (por el control de recursos estratégicos como, por ejemplo, el coltán) o del Oriente Medio (por el control del petróleo), son la manifestación de planes imperiales de dominación, donde participan empresas de distintos países capitales llamados «centrales». Y esas, sin ningún lugar a dudas, son guerras mundializadas. ¿Qué hacen soldados europeos en Afganistán? ¿Qué hacen los portaviones estadounidenses en el Mar Rojo? ¿Por qué fuerzas de la OTAN bombardean Libia o Egipto?
Todos esos son conflictos mundiales. Tras la fachada de la OTAN o de la ONU vienen las petroleras, las grandes empresas euro-estadounidenses, las inversiones de la gran banca mundial. ¿No son reparticiones mundiales esas, que recuerdan la Conferencia de Berlín de 1884/5, donde unas cuantas potencias capitalistas europeas se dividieron el dominio del África?
Ahora, en forma alarmante, se nos habla de una posible guerra mundial. ¿Llegaremos realmente al holocausto termonuclear disparando los más de 15.000 misiles con carga nuclear? (cada uno de ellos con una potencia destructiva 30 veces mayor a las bombas de Hiroshima y Nagasaki) ¿Qué se juega en esa posible «nueva» guerra mundial?
Alguna vez dijo Einstein: «No sé si habrá Tercera Guerra Mundial, pero si la hay, seguro que la Cuarta será a garrotazos». Desgarrador, pero tremendamente cierto.
El poder nuclear que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del actual es impresionante. De liberarse toda esa energía se produciría una explosión con una onda expansiva que llegaría hasta Plutón, dañando severamente a los planetas Marte y Júpiter, destruyendo toda forma de vida en la Tierra. Proeza técnica, pero que no resuelve los principales problemas del mundo. Se puede destruir todo un planeta… pero continuamos con niños de la calle, población hambrienta y prejuicios milenarios. ¿Eso es progreso?
El sistema económico-político actual -basado exclusivamente en el lucro empresarial individual- no ofrece ninguna posibilidad real de arreglar la situación, porque en su esencia no existe la preocupación por lo humano, la solidaridad, la empatía: lo único que lo mueve es la sed de ganancia, el espíritu comercial, el negocio.
¡Y la guerra también es negocio! Da ganancias…, aunque sólo a algunos, por supuesto.
Ese es el grado de insensibilidad al que llega el sistema vigente: matar gente, destruir la obra de la civilización, producir hechos criminales… ¡es negocio! ¡Ese es el espíritu que lo alienta! Todo es mercancía, absolutamente todo: la muerte, el sexo, el amor, la comida, el saber, el entretenimiento, etc., etc. ¡Eso es el sistema dominante!
Por eso hoy día la posibilidad de una nueva guerra mundial está abierta. Pero cuando se dice «mundial», se está hablando de la confrontación de la potencia dominante: Estados Unidos, con quienes efectivamente le hacen sombra, Rusia y China. Y fundamentalmente con esta última: el avance del yuan sobre el dólar es irrefrenable. Lo que se juega verdaderamente en esta posibilidad de locura nuclear es la supremacía que vino detentando el principal país capitalista del mundo hasta ahora, momento en que empieza a ser seriamente cuestionado.
El capitalismo, en tanto sistema planetario, y también su locomotora, la economía estadounidense, desde el año 2008 cursan una profunda crisis de la que no se terminan de recuperar. En ese escenario, el auge de China y su incontenible pujanza, resulta una afrenta insoportable. Ante ello, la posibilidad de una guerra funciona como válvula de escape, como salida de emergencia. Aunque, por supuesto, la guerra no es ninguna salida.
Hoy por hoy, el sistema capitalista mundial, liderado por Estados Unidos, cada vez más está manejado por inconmensurables capitales de proyección global, con megaempresas que detentan más poder que muchísimos gobiernos de países pobres. Las decisiones de esas corporaciones globales, en muchos casos exclusivamente financieras -en otros términos: parásitos improductivos que viven de la especulación- tienen consecuencias también globales. De todos modos, la crisis los golpea. Ello es así porque el sistema económico basado en la ganancia no ofrece salidas reales a los problemas. Si lo que cuenta es seguir ganando dinero a cualquier costo, eso choca con la realidad humana concreta: vale más la propiedad privada que la vida humana. ¿Vamos inexorablemente hacia una nueva Guerra Mundial entonces?
En esa lucha por mantener la supremacía, o dicho de otro modo, por no poder un centavo de la ganancia capitalista, la geoestrategia de Washington apunta a asfixiar por todos los medios a sus rivales, a sus verdaderos rivales, que no son ni la Unión Europea ni Japón, que son, sin vueltas de hojas, el eje Pekín-Moscú. La guerra, lamentablemente, es una de las opciones, quizá la única, en esta lucha a muerte.
Comentario marginal: hablamos de civilización, pero por lo que se ve, la dinámica humana no ha cambiado mucho en relación a la historia de nuestros ancestros: las cosas se siguen arreglando -más allá de cualquier pomposa declaración- en relación a quién tiene el garrote más grande. El pequeño -y desgarrador- detalle es que hoy, ese garrote se llama misil balístico intercontinental con ojiva nuclear múltiple.
De darse un enfrentamiento entre los gigantes, definitivamente se usaría material nuclear. Los países que detentan armas atómicas son muy pocos: Gran Bretaña, Francia, India, Pakistán, Israel (aunque oficialmente declara no tenerlas), Corea del Norte, China, todos ellos en una escala moderada, y en mayor medida, con infinitamente mayor capacidad destructiva: Rusia y Estados Unidos. A la Unión Soviética la terminó asfixiando la carrera armamentista; a Estados Unidos, el negocio de las armas le provee una cuarta parte de su economía. De hecho uno de cada cuatro de sus trabajadores laboraba en la industria bélica. Es obvio que la guerra alimenta al capitalismo. Pero sucede que jugar con energía nuclear es invocar a los peores demonios.
No hay dudas que para esas mega-empresas ligadas a la industria militar (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics, Honeywell, Halliburton, BAE System, General Motors, IBM), todas estadounidenses, la guerra les da vida (¡y dinero!). El problema trágico es que hoy, pese a las locas hipótesis de «guerras nucleares limitadas» que existen en el Pentágono, si se desata un conflicto, nadie sabe cómo terminará, y la citada expresión de Einstein puede ser exacta.
Por eso es que en defensa de la toda la Humanidad y de nuestro planeta debemos luchar denodadamente contra esa enfermiza, perturbadora posibilidad.
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