Debido a la vaguedad de sus predicados, los decrecentistas entienden el crecimiento de forma totalmente errónea y proponen planes que empeorarían la calidad de vida a cambio de conseguir reducciones de las emisiones muy modestas.
I. En su forma más dura, la crítica del decrecimiento sostiene que es una ideología utópica de clase media (Matt Huber) basada en predicados vagos (por ejemplo: “rendimiento material”, un término que según Kenta Tsuda no ofrece ningún criterio para distinguir entre “una pila de cenizas de carbón con infusión de mercurio y una masa equivalente de restos de comida en un cubo de compostaje”), con una crítica moralista de la industrialización, consumo y crecimiento, sin un plan desarrollado para la estabilización climática (Robert Pollin), sin un plan claro para su institucionalización, y ninguna manera plausible de superar la oposición capitalista concentrada a la vez que pone a las masas de su parte (Eric Levitz). Además, debido a la vaguedad de sus predicados, los decrecentistas entienden el crecimiento de forma totalmente errónea, y proponen planes que empeorarían la calidad de vida a cambio de conseguir reducciones de las emisiones muy modestas.
La mayoría de las veces es muy complicado encontrar respuestas convincentes a las preguntas del “cómo” en la literatura decrecentista
II. Demos a esta crítica todo lo que se merece. Incluso alguien afín al decrecimiento como Geoff Mann admite que la literatura decrecentista no es particularmente clara sobre cuál es su programa político, cómo se supone que funcionará, qué mecanismos asegurarán la cooperación internacional, qué principios guiarían a un gobierno que intente frenar formas de crecimiento dañinas y quién, si no las élites, llevaría realmente a cabo el declive controlado de las grandes economías capitalistas.
La mayoría de las veces es muy complicado encontrar respuestas convincentes a las preguntas del “cómo” en la literatura decrecentista. Tres ejemplos recientes y destacados en la izquierda a favor del decrecimiento apuntan a un estado final deseable, una suerte de “modo de producción socialista”. “Menos es más” de Hickel y “El futuro es el decrecimiento” de Schmelzer y otros perfilan algunos deseos. Hickel habla de acabar con la obsolescencia programada, abolir la publicidad, eliminar el desperdicio de alimentos y reducir paulatinamente el número de industrias ecológicamente destructivas. Schmelzer y otros abogan por reducir la semana laboral, ofrecer servicios básicos universales y democratizar el control del “metabolismo social”.
Estos deseos no son, en ningún caso, mucho más concretos que un eslogan de agitación: ninguno es equivalente a una política pública
Estos deseos no son, en ningún caso, mucho más concretos que un eslogan de agitación: ninguno es equivalente a una política pública. En cuanto a la forma de llegar a estos deseos, solo Schmelzer y otros proponen una estrategia política. Siguiendo los pasos de E. O. Wright, proponen una combinación de estrategias “intersticiales” como la expansión del ecosistema de cooperativas, “reformas no-reformistas” como reducir la semana laboral y expandir los servicios básicos universales, y estrategias rupturistas como la insurrección de masas. Pero esto sigue siendo una estrategia de brocha gorda. Y ninguno de estos programas, como ya había anticipado Pollin, contiene una propuesta elaborada para la estabilización climática basada en las políticas del decrecimiento.
En comparación, la agenda de estabilización climática del Green New Deal es bastante concreta. Tiene mecanismos políticos específicos, prioriza el “desacoplamiento absoluto” del crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero en pocas décadas mediante la inversión de billones (con b) en energías renovables. Ofrece un coste medible. Pollin sostiene que costaría entre el 1,5% y 2% del PIB anual. Puede convertirse en una política institucional de los sistemas políticos tal y como existen, fundamentalmente los Estados-nación y sus instituciones representativas. Puede ser electoralmente viable, ya que promete una mejora de la calidad de vida en vez de su deterioro: la enorme demanda de mano de obra necesaria para la transición energética crearía muchos más empleos que los que se perderían cerrando las industrias del carbón y el petróleo. Y, según señala Pollin, esto reduciría las emisiones de forma mucho más notable que una reducción del crecimiento. Basta con observar las comparativamente modestas reducciones de emisiones durante el primer año de la pandemia, a pesar de la reducción drástica en la actividad laboral, el transporte y la cantidad de mercancías consumidas.
III. Sin embargo, es difícil tomarse en serio muchas de las objeciones al decrecimiento. Pollin tiene razón al decir que encoger la economía mundial, por sí mismo, tendría un efecto menor que la transición a las energías limpias. Pero los decrecentistas no se oponen a las energías limpias, simplemente argumentan que no son suficientes. Tsuda tiene razón al decir que la literatura decrecentista carece de una visión coherente de las necesidades humanas. Pero los partidarios del crecimiento tampoco han resuelto ese problema. O bien dejan la solución en manos del mercado, con todos sus nefastos efectos ecológicos, o bien están en el mismo barco que los decrecentistas. Levitz tiene razón al decir que un movimiento transnacional para reducir la calidad de vida occidental es improbable. Pero la esencia del decrecentismo es desacoplar la calidad de vida del crecimiento: por eso el énfasis en trabajar menos, en los servicios básicos universales, en la economía de los cuidados, etcétera.
Incluso con una transición a energías limpias, es improbable que éstas pudiesen suplir un 100% de nuestras necesidades, por no hablar de las necesidades de la economía del futuro
En cualquier caso, como sostiene Geoff Mann, “según cualquier estándar razonable de argumentación, la carga de la prueba no recae en los decrecentistas, sino en aquellos que se aferran al crecimiento”. De los nueve límites del sistema terrestre identificados por Johan Rockström y Mattias Klum, el crecimiento perpetuo ya nos ha llevado más allá de sus umbrales en los casos de la extinción masiva y la contaminación por fósforo/nitrógeno. En el caso del cambio climático y la deforestación, mientras tanto, nos estamos acercando a ese umbral.
El “desacoplamiento absoluto” del crecimiento del PIB de las emisiones de gases de efecto invernadero es teóricamente posible, y estabilizaría un aspecto de la crisis ecológica. Pero, a pesar de lo que dice Pollin, todavía no se ha demostrado ni remotamente que sea plausible. A día de hoy no hay alternativa al transporte marítimo y aéreo basado en combustibles fósiles, esencial para el funcionamiento de la economía global; no hay forma de producir carne en masa sin ganadería; no hay alternativas serias y escalables al uso de cemento y acero en la construcción, ambos responsables de parte de las emisiones mundiales. E incluso con una transición a energías limpias, es improbable que éstas pudiesen suplir un 100% de nuestras necesidades, por no hablar de las necesidades de la economía del futuro en un planeta con una población mundial en aumento.
IV. En cualquier caso, ¿por qué querríamos desacoplar únicamente crecimiento y emisiones? Las energías limpias no van a solucionar los problemas de la deforestación y la extinción masiva. Estos son problemas causados por las exigencias de los rendimientos materiales del sistema. El “desacoplamiento absoluto” del crecimiento del PIB de esos rendimientos materiales es una imposibilidad física, ya que cada nueva mercancía requiere el uso de algunos materiales y de algo de energía. Incluso el mínimo exigible, el desacoplamiento del crecimiento perpetuo del PIB de los rendimientos materiales más dañinos a nivel ecológico, parece improbable.
Corresponde a los defensores del crecimiento, incluso un crecimiento no-capitalista, sea como fuere éste, el demostrar su viabilidad práctica
Pensemos en ello. El crecimiento del PIB está causado por la acumulación competitiva de capital, que carece de cualquier criterio interno de salud ecológica. El capital se aumenta a sí mismo produciendo mercancías al menor coste posible para venderlas al mayor precio de mercado, eludiendo cualquier esfuerzo regulador que trate de imponerle criterios ecológicos. En la actualidad no existe una oferta ilimitada de energía disponible, e incluso las energías de bajas emisiones tienen costes ecológicos. Tampoco hay una oferta ilimitada de sustitutos ecológicos de materiales como el cemento y el acero.No parece que esto sea posible. Corresponde a los defensores del crecimiento, incluso un crecimiento no-capitalista, sea como fuere éste, el demostrar su viabilidad práctica. ¡Sorpresa! El decrecimiento carece de un plan plausible, pero lo mismo le ocurre al “crecimiento verde” de cualquier tipo. Quizás sea porque, como defiende Vaclav Smil, el crecimiento sostenible es una contradicción de términos. En un sistema terrestre sujeto a límites, todos los patrones de crecimiento llegan a su fin. Los patrones de crecimiento que hemos experimentado durante los últimos doscientos años, y que nos hemos acostumbrado a considerar normales, son históricamente aberrantes.
Cortarle la cabeza al rey (decapitación) no garantiza una república. Derrotar al colonialismo (descolonización) no garantiza la libertad.
V. El decrecimiento es un neologismo torpe para un problema real.
Pero la afición por el prefijo “de-” en la izquierda, en palabras como decrecimiento o decolonial, por ejemplo, quizás diga mucho sobre este momento político. El prefijo “de-” significa “fuera” o “procedencia”. Significa que debemos eliminar algo: en este caso, algo problemático como el legado duradero del colonialismo, a la presión temeraria sobre los biosistemas terrestres. Estos términos sugieren que estamos en un momento de crítica, negación, deconstrucción, no de reconstrucción.
Cortarle la cabeza al rey (decapitación) no garantiza una república. Derrotar al colonialismo (descolonización) no garantiza la libertad. Hemos aprendido esto en la práctica, penosamente. Estamos en una fase histórica en la que empezamos a ponernos de acuerdo sobre cuál es el problema, o algunos de los problemas, sin estar de acuerdo en qué debe venir a continuación. De ahí la fértil y frenética experimentación abierta de la literatura decolonial, incluso de sus variantes abiertamente ecosocialistas. De ahí la ausencia de un programa.
Las preguntas de los críticos del decrecimiento siguen siendo válidas. ¿Cuál es exactamente el programa? ¿Cómo se supone que funciona? ¿Quién llevará a cabo el declive controlado de las grandes economías y se asegurará de que esto no perjudique a la clase trabajadora? ¿Qué acuerdos internacionales serán necesarios y quién se encargará de imponerlos? ¿Qué mecanismos existirán para la redistribución global? ¿Cómo regularán o cerrarán los gobiernos algunas empresas para prevenir el crecimiento dañino? ¿Estará de acuerdo con todo esto una mayoría electoral? ¿Por qué deberían estarlo? Ese poco crecimiento adicional puede significar un año más de vida saludable, un hijo más que criar, una habitación extra en tu casa. ¿Y por qué, sobre todo, deberíamos llamarlo decrecimiento? ¿Quién se sentirá interpelado por ese término, además de los especialistas?
Traducido por Contra el diluvio, un grupo de estudio, reflexión y acción sobre el cambio climático y sus efectos en la mayoría.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/decrecimiento/rychard-seimour-trayectorias-decrecimiento