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La crisis mundial de los refugiados

Último llamamiento de la humanidad en favor de una cultura del reparto y la cooperación

Fuentes: Share The World’s Resources

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

La verdadera crisis no es la afluencia de refugiados hacia Europa per se sino una combinación tóxica de desestabilizadoras agendas de política exterior, austeridad económica y aumento del nacionalismo de derechas, que probablemente empujarán aún más al mundo hacia el caos político y social en meses venideros.

Cercas de alambre de espino, centros de detención, retórica xenófoba y desorden político; nada ilustra de forma más descarnada la tendencia de los gobiernos a perseguir intereses nacionalistas de forma agresiva que su inhumana respuesta ante los refugiados que escapan del conflicto y la guerra. Con previsiones de cifras de record de solicitantes de asilo llegando hasta Europa y sin respuesta humanitaria moralmente aceptable alguna a la vista, el problema inmediato es más evidente que nunca: el abyecto fracaso de la comunidad internacional a la hora de compartir la responsabilidad, carga y recursos necesarios para salvaguardar, de conformidad con el derecho internacional, los derechos básicos de los solicitantes de asilo.

De atención urgente son también en toda la Unión Europea las crecientes presiones que los grupos de extrema derecha y antiinmigración están ejerciendo sobre los políticos, cuya influencia está distorsionando el debate público sobre la controvertida cuestión de cómo los gobiernos deberían tratar a refugiados e inmigrantes. Con la intolerancia racial creciendo a toda velocidad entre los ciudadanos, la actitud tradicionalmente liberal de los Estados europeos va reduciéndose rápidamente y los gobiernos van asumiendo cada vez más una cínica interpretación de las leyes internacionales sobre los refugiados que carece de cualquier sentimiento de justicia o compasión.

El Convenio para los Refugiados de 1951, que se puso en marcha en respuesta a la última crisis importante de refugiados en Europa durante la II Guerra Mundial, estipula que los gobiernos tienen que salvaguardar los derechos humanos de los solicitantes de asilo cuando están dentro de su territorio. En violación del espíritu de esta emblemática legislación de los derechos humanos, la respuesta de la mayoría de los gobiernos europeos ha sido la de impedir, en vez de facilitar, la llegada de refugiados a fin de minimizar sus responsabilidades legales hacia ellos. Para lograr su objetivo, la UE ha llegado incluso a pergeñar un deficiente y más que cuestionable acuerdo a nivel legal con el presidente Erdogan para interceptar a las familias de migrantes que cruzan el mar Egeo y devolverlas a Turquía contra su voluntad.

En vez de proporcionar a los refugiados «rutas legales y seguras», un número cada vez mayor de países situados en la senda migratoria desde Grecia a Europa Occidental están adoptando la solución de Donald Trump de construir muros, militarizar fronteras y levantar barreras de alambre de espino para impedir que las personas puedan entrar en ellos. Los refugiados indocumentados (en su mayoría mujeres y niños) que están intentando entrar en Europa a través de la zona de Schengen, que dejó de ser ya una zona sin fronteras, se ven sometidos a humillaciones y violencia o detenidos en campos rudimentarios sin un mínimo acceso a los más elementales servicios necesarios para sobrevivir. Imposibilitados de viajar a sus deseados destinos, decenas de miles de refugiados están metidos en un cuello de botella en Grecia, convertida en almacén de almas abandonadas en un país al borde de su propia crisis humanitaria.

De forma ostensible, la reacción extremada de muchos de los Estados miembros de la UE ante los que arriesgan sus vidas para escapar de un conflicto armado es equiparable a la discriminación racial oficialmente sancionada. Como era de esperar, esta injustificable respuesta de los gobiernos ha sido muy bien recibida por los partidos nacionalistas que están subiendo ahora en las encuestas electorales del Reino Unido, Francia, Alemania, Holanda, Dinamarca y Polonia. Lo mismo sucede en Hungría, donde el gobierno ha llegado incluso a aceptar exigencias propias de la época nazi confiscando a los refugiados el dinero y las joyas que puedan llevar a fin de financiar sus campañas antihumanitarias.

Pocas dudas quedan ya de que la respuesta europea a los refugiados ha sido discriminatoria, moralmente objetable y políticamente peligrosa. Resulta también contraproducente porque recortar las libertades civiles y desechar los valores sociales respetados desde hace bastante tiempo tiene mucho más potencial para desestabilizar Europa que proporcionar la asistencia a los refugiados que el convenio de las Naciones Unidas les garantiza. Aunque sea de forma inconsciente, la actitud reaccionaria de los gobiernos le hace también el juego al Estado Islámico y a otros grupos yihadíes cuyas intenciones más amplias incluyen incitar la islamofobia, provocar inestabilidad y conflicto dentro de los países occidentales y reclutar apoyos para el terrorismo en Oriente Medio y en toda Europa.

Disipando los mitos nacionalistas de la extrema derecha

Con los pueblos cada vez más divididos respecto a cómo los gobiernos deberían responder ante la afluencia de personas que escapan de los conflictos violentos, es fundamental exponer lo que realmente son mitos generalizados promovidos por los extremistas de derechas: intolerancia, exageraciones y absolutas mentiras diseñadas para exacerbar el miedo y la discordia en la sociedad.

La migración forzosa es un fenómeno global y Europa, comparada con otros continentes, no está sometida a la «invasión de refugiados» tan ampliamente difundida por los medios de comunicación. De los sesenta millones de refugiados que hay en el mundo, nueve de cada diez no están buscando asilo en la UE, y la inmensa mayoría permanecen desplazados dentro de sus propios países. La mayor parte de los que puedan establecerse en Europa volverán a su país de origen en cuanto consideren que sus vidas ya no corren peligro (como sucedió al final de las guerras de los Balcanes de la década de 1990, cuando el 70% de los refugiados que habían huido a Alemania regresaron a Serbia, Bosnia-Hercegovina, Croacia, Kosovo, Albania y Eslovenia).

La auténtica emergencia está teniendo lugar fuera de Europa, donde hay una necesidad desesperada de mayor ayuda de la comunidad internacional. Por ejemplo, Turquía alberga ya a más de 3 millones de refugiados; Jordania a 2,7 millones, que llegan a constituir un asombroso 41% de su población; y el Líbano tiene 1,5 millones de refugiados que componen un tercio de sus habitantes. Como era de esperar, los sistemas económicos y sociales están bajo una presión enorme en estos y otros países que acogen a la mayoría de los refugiados del mundo, sobre todo cuando se trata de países en vías de desarrollo que padecen elevados índices de desempleo, insuficientes sistemas de bienestar y altos niveles de malestar social. En marcado contraste (y con la notable excepción de Alemania), los 28 Estados relativamente prósperos de la UE se comprometieron colectivamente a reasentar tan sólo a 160.000 refugiados del millón que entró en Europa en 2015. No sólo esta suma es menor al 0,25% de sus poblaciones combinadas, sino que además tales gobiernos sólo han admitido hasta ahora a unos pocos cientos.

La falsa afirmación de que los recursos de que disponen son insuficientes para poder compartirlos con quienes buscan asilo en la UE, o eso de que los solicitantes de asilo van a quitarnos nuestras casas, nuestros empleos y nuestra seguridad social, es poco más que una justificación para la discriminación racial. Aparte de la imperiosa obligación moral y legal de los Estados de proporcionar ayuda de urgencia a cualquiera que huya de la guerra o sufra persecución, la lógica económica de reasentar a los solicitantes de asilo en Europa (y en el mundo) es sólida: en países que están experimentando tasas de natalidad muy a la baja y poblaciones mayoritariamente de edad avanzada -como ocurre en toda la UE-, es necesario aumentar de forma significativa los niveles de migración para poder continuar financiando los sistemas de bienestar estatales.

Los hechos son irrefutables: las pruebas de los países de la OCDE demuestran que los hogares inmigrantes contribuyen con más de 2.800$ a la economía, sólo en impuestos, que lo que reciben en prestaciones públicas. En el Reino Unido, los inmigrantes no europeos contribuyeron con 5.000 millones de libras (6.425 millones de euros) en impuestos entre los años 2000 y 2011. No obstante, es menos probable que reciban beneficios del Estado, más probable que emprendan negocios y menos probable que perpetren delitos que la población nativa. En general, los economistas de la Comisión Europea calculan que el flujo de personas de las zonas en conflicto tendrá un efecto positivo a largo plazo en las tasas de empleo y en las finanzas públicas en los países más afectados por su presencia.

Una agenda común para poner fin a la austeridad

Si las familias migrantes contribuyen de manera significativa a la sociedad y muchos países europeos con tasas bajas de natalidad les necesitan de hecho en mayor número, ¿por qué los gobiernos y un creciente sector de la población se muestran tan reacios a respetar los compromisos internacionales y a ayudar a los refugiados en situación de necesidad? Es probable que la creencia generalizada en que los recursos públicos son demasiado escasos para compartirlos con los solicitantes de asilo surja del temor y la inseguridad en una era de austeridad económica, cuando muchos ciudadanos europeos están luchando por poder llegar a fin de mes.

Precisamente cuando empezaba a incrementarse la cifra de personas forzosamente desplazadas de los países en vías de desarrollo, las condiciones económicas en la mayor parte de los países europeos han hecho políticamente inviable proporcionar vivienda y un bienestar básico a los refugiados que llegan. Las medidas de austeridad voluntarias y obligatorias adoptadas por los gobiernos después de gastar billones de dólares en rescatar a los bancos en las secuelas de la crisis financiera de 2008 han dado lugar a profundos recortes en servicios públicos esenciales como la sanidad, la educación y los sistemas de pensiones. La crisis económica resultante ha provocado aumento del desempleo, descontento social, niveles crecientes de desigualdad y servicios públicos reducidos hasta niveles de escándalo.

La misma ideología neoliberal que sustenta la austeridad en Europa es también responsable de la creación de una inseguridad económica generalizada por todo el Sur Global, facilitando el éxodo de los llamados «migrantes económicos», muchos de los cuales se dirigen también hacia Europa. La austeridad económica ha sido central en las políticas de «desarrollo» impuestas durante décadas por el FMI y el Banco Mundial a los países con bajos ingresos a cambio de préstamos y ayuda internacional. Constituyen una forma moderna de colonialismo económico que en muchos caos ha diezmado servicios públicos esenciales, frustrado programas de reducción de la pobreza y aumentado la probabilidad de agitación social, violencia sectaria y guerra civil. Al dar prioridad a los reembolsos de los créditos internacionales por encima del bienestar básico de los ciudadanos, estas políticas neoliberales son directamente responsables de crear un flujo constante de «refugiados de la globalización» que buscan una seguridad económica básica en un mundo cada vez más desigual e injusto.

En lugar de señalar con el dedo acusador a los gobiernos por su mala gestión de la economía, la indignación pública en toda Europa se está dirigiendo erróneamente contra un objetivo mucho más fácil: los refugiados de tierras extranjeras, convertidos en cabezas de turco colectivas de la sociedad en un momento de agobiante austeridad. Ya va siendo hora de que la gente, tanto en los países «ricos» como en los «pobres», reconozca que sus dificultades se derivan de un conjunto paralelo de políticas neoliberales que han dado prioridad a las fuerzas de mercado por encima de las necesidades sociales. Haciendo hincapié en esta causa mutua y fomentando la solidaridad entre los pueblos y las naciones, los ciudadanos pueden empezar a revocar actitudes prejuiciosas y apoyar programas progresistas que tienen como objetivo salvaguardar el bien común de toda la humanidad.

De una cultura bélica a otra de resolución de conflictos

Está asimismo claro que cualquier cambio significativo en la sustancia y dirección de la política económica debe ir de la mano de un cambio espectacular de las agendas de política exterior agresiva que abiertamente se basan en asegurar los intereses nacionales a cualquier coste, como apropiarse de los cada vez más escasos recursos naturales del planeta. En realidad, será imposible abordar las causas fundamentales de la crisis de refugiados hasta que el Reino Unido, EEUU, Francia y otros países de la OTAN acepten plenamente que sus equivocadas políticas exteriores son en gran medida responsables del atolladero actual.

No sólo son responsables muchas potencias occidentales de vender armas a regímenes abusivos en Oriente Medio, sus objetivos de política exterior y ambiciones militares en su conjunto han desplazado a grandes franjas de la población mundial, sobre todo como consecuencia de la ocupación ilegal de Iraq, la guerra en Afganistán y la mal concebida invasión de Libia. La conexión entre las intervenciones militares de los últimos años, la perpetuación del terrorismo y la gravísima situación de los refugiados en todo Oriente Medio y el Norte de África han sido sucintamente explicadas por el profesor Noam Chomsky:

«La invasión anglo-estadounidense de Iraq… fue un golpe casi letal para un país que había sido ya devastado veinte años antes por un ataque militar masivo seguido de unas sanciones prácticamente genocidas impuestas por EEUU y Reino Unido. La invasión desplazó a millones de personas, muchas de las cuales huyeron y fueron absorbidas por los países vecinos, países pobres a los que se abandonó para que de alguna manera se encargaran de digerir los detritus de nuestros crímenes. Uno de los frutos de esa invasión es la monstruosidad del Daesh/EI, que está contribuyendo a agravar la horrenda catástrofe siria. De nuevo, son los países vecinos los que han estado absorbiendo el flujo de refugiados. El segundo mazazo destruyó Libia, convertida hoy en un caos de grupos beligerantes, una base del Estado Islámico, una rica fuente de yihadíes y armas del África Occidental a Oriente Medio y un embudo para el flujo de refugiados procedentes de África.»

Tras esta serie de estúpidas invasiones de las fuerzas de EEUU y de la OTAN, que continúan desestabilizando toda una región, uno podría pensar que las naciones militarmente poderosas aceptarían finalmente la necesidad de un marco de política exterior muy diferente. Los gobiernos no pueden ignorar ya la necesidad imperativa de generar confianza entre las naciones y sustituir la cultura predominante de la guerra por otra de paz y medios no violentos para la resolución de los conflictos. En el futuro inmediato, la prioridad de los Estados debería ser la reducción de la intensidad de las tensiones emergentes de la Guerra Fría y la resolución de la guerra que devasta Siria. Sin embargo este sigue constituyendo un desafío inmenso en un momento en que se favorece la intervención militar por encima del compromiso y la diplomacia, aunque el sentido común y la experiencia nos digan que ese obsoleto enfoque sólo sirve para exacerbar el conflicto violento y no hace sino causar más inestabilidad geopolítica.

Compartiendo la carga, la responsabilidad y los recursos

Teniendo en cuenta la deplorable e inadecuada respuesta de la mayoría de los gobiernos de la UE ante el éxodo global de refugiados hasta el momento, el escenario está preparado para una rápida escalada de la crisis durante este año y más allá. Se espera que alrededor de diez millones de refugiados se pongan en marcha hacia Europa sólo en 2016, y esta cifra es probable que aumente con el crecimiento de la población en los países en desarrollo en las próximas décadas. Pero es el cambio climático el que causará la verdadera emergencia, con niveles de emigración mucho más altos acompañados de inundaciones, sequías y subidas bruscas de los precios globales de los alimentos.

Aunque ignorados en gran medida por políticos y medios dominantes, los seres humanos que escapan de los conflictos están siendo ya eclipsados por los «refugiados medioambientales» desplazados por las graves condiciones ecológicas, cuyas cifras podrían aumentar a 200 millones en el 2050. Está claro que a menos que las naciones persigan de forma colectiva un enfoque radicalmente diferente de gestionar los desplazamientos forzosos, las discordias internacionales y las tensiones sociales continuarán incrementándose y millones de nuevos refugiados serán condenados a vivir en condiciones inhumanas en descomunales campos ubicados en los bordes exteriores de la civilización.

Los fundamentos de una respuesta eficaz y moralmente aceptable a la crisis están ya articulados en la Convención para los Refugiados, que estipula las responsabilidades fundamentales que tienen los Estados con quienes buscan asilo, aunque los gobiernos hayan interpretado erróneamente ese tratado y no lo estén cumpliendo. A corto plazo, es evidente que los gobiernos deben movilizar los recursos necesarios para proporcionar ayuda humanitaria urgente a quienes escapan de la guerra, sin que importe el lugar de donde hayan tenido que huir. Al igual que el Plan Marshall puesto en marcha tras la II Guerra Mundial, una respuesta de emergencia globalmente coordinada ante la crisis de refugiados necesitará de una redistribución significativa de las finanzas de los países más ricos del mundo hacia los más necesitados, redistribución que debería gestionarse sobre la base del «interés propio bien entendido» cuando no de un sentimiento auténtico de compasión y altruismo.

Las intervenciones humanitarias inmediatas tendrían que ir acompañadas de un nuevo sistema más eficaz para administrar la protección a los refugiados de forma acorde con el derecho internacional para los refugiados. En términos simples, tal mecanismo debería coordinarlo una Agencia para los Refugiados de la ONU revitalizada (la ACNUR), que debería asegurarse de que tanto la responsabilidad como los recursos necesarios para proteger a los refugiados se compartan de forma justa entre las naciones. Un mecanismo para compartir tal responsabilidad global debería también significar que los Estados sólo proporcionarán su ayuda en función de su capacidad y circunstancias individuales, lo que impediría que las naciones menos desarrolladas tengan que soportar sobre sus hombros la carga mayor de los refugiados, como sucede en estos momentos.

Aunque la Convención del Estatuto de los Refugiados ha sido firmada por 145 naciones, los responsables políticos de la UE parecen incapaces y están poco dispuestos a mostrar un liderazgo real a la hora de abordar esta o cualquier otra cuestión trasnacional apremiante. No sólo el fracaso ante el tema de los refugiados demuestra el alcance en el que el egoísmo domina el statu quo político en toda la UE, también confirma la sospecha de que la Unión en su conjunto carece cada vez más de conciencia social y que reformarla es una necesidad urgente.

Por suerte, los ciudadanos de a pie les llevan la delantera en esta cuestión fundamental y están poniendo en vergüenza a esos representantes elegidos proporcionando todo el apoyo que pueden a las familias con urgente necesidad de ayuda. Los miles de voluntarios que han acudido a las fronteras europeas están dando la bienvenida a los solicitantes de asilo proporcionándoles los tan necesitados alimentos, refugio y ropas, e incluso organizando servicios de búsqueda y rescate para quienes arriesgan sus vidas en lanchas de goma tras tener que aceptar que trafiquen con ellas. En ningún lugar es más patente este espíritu de compasión y generosidad que en Lesbos y otras islas griegas, donde sus habitantes han sido nominados colectivamente para el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos humanitarios.

Las acciones desinteresadas de estos esforzados voluntarios deberían recordar al mundo que las personas tenemos una responsabilidad y una inclinación natural a servir a los otros en tiempos de necesidad, con independencia de las diferencias de raza, religión y nacionalidad. En lugar de levantar fronteras militarizadas y hacer caso omiso de los llamamientos populares para una respuesta justa y humanitaria a la crisis de refugiados, los gobiernos deberían tomar la iniciativa de estas personas de buena voluntad y dar prioridad a las necesidades de los más vulnerables del mundo por encima de cualquier otra consideración. Para los dirigentes europeos y responsables políticos de todos los países, esta es la respuesta instintivamente humana ante la crisis de refugiados -basada firmemente en el principio de compartir-, y esa es la clave para hacer frente a todo el espectro de interconectados desafíos sociales, económicos y medioambientales del crítico período que tenemos por delante.

Rajesh Makwana es escritor y activista de Share The World’s Resources. Puede contactarse con él en: [email protected]

Fuente: http://www.sharing.org/information-centre/articles/global-refugee-crisis-humanitys-last-call-culture-sharing-and

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión como fuente de la traducción.