Con un saldo de al menos 60 muertos culminó la resistencia de los islamistas radicales en Lal Masjid, la Mezquita Roja de Islamabad, capital de Pakistán. La dictadura filoestadounidense de Pervez Musharraf tambalea y elige, aconsejada por Washington, el baño de sangre. Entre los muertos está el jefe de los rebeldes, Abdul Rashid Ghazi. Historias […]
Entre los muertos está el jefe de los rebeldes, Abdul Rashid Ghazi. Historias contradictorias describen su fin. Para los filotalibán se habría inmolado en el martirio. Para el gobierno se habría escudado en mujeres y niños intentando huir. Las dos historias ya corresponden a un uso público de su muerte, con que se busca transformarlo en héroe o en cobarde.
Lal Masjid, la Mezquita Roja, era el centro principal de la parte más radical del islamismo paquistaní, la minoría que propugnaba la instauración de un régimen de tipo talib en el segundo país musulmán más poblado del mundo, después de Indonesia, y el único que tiene armas atómicas.
Los estudiantes coránicos -que pretenden imponer la ley islámica en todo Pakistán- ya habían protagonizado una larga secuencia de hechos violentos, ya que se autoadjudican el derecho de atacar aquellos comportamientos que consideran impuros. El pasado 6 de abril, por ejemplo, Ghazi anunció la creación de un tribunal islámico para garantizar la represión del vicio. Desde entonces los asaltos a tiendas de libros, discos, barberías o prostíbulos se cuentan por decenas. En varios lugares de la ciudad realizaron quemas públicas de libros y discos compactos. Ghazi, que contaba con cientos de jóvenes fanáticos -hombres pero también mujeres, ya que en la mezquita funcionaba también una madraza (escuela coránica) femenina-, había amenazado con el inicio de una serie de acciones suicidas si el gobierno obstaculizaba la imposición de la ley islámica. Por Lal Masjid también había pasado uno de los suicidas que protagonizaron los atentados en Londres el 7 de julio 2005. En aquel entonces, cuando la policía quiso entrar para indagar, cientos de mujeres armadas con bastones, vestidas de negro y con velo, les impidieron el ingreso.
PRUDENCIA. El pasado mes de mayo los talibán aumentaron el desafío con el secuestro de algunos policías, pidiendo a cambio la liberación de sus correligionarios presos. El ejército rodeó la mezquita pero no se llegó al asalto, porque el gobierno consideró que se trataba de un precio y un riesgo demasiado altos. ¿Por qué tanta prudencia? Miembros del ejército de alto rango y oficiales del servicio secreto paquistaní, el isi, solían frecuentar en el pasado la Mezquita Roja. Es el mismo isi que prácticamente creó a los talibán para pacificar Afganistán, al final de los ochenta.
Varios observadores concuerdan en que el islamismo radical no está en condiciones de tomar el poder en Pakistán y el ejército permanece como el actor más fuerte en la escena política del país. Sin embargo el islamismo radical, que en este caso tomó forma de neotalibanismo, es el factor más importante de inestabilidad en este país, con grandes posibilidades de crecer en el futuro, tanto en las ciudades como en lugares remotos. Desde 2004, cuando el ejército penetró por primera vez en las llamadas zonas tribales del norte, cerca de Afganistán, la situación no ha dejado de empeorar, especialmente en regiones como el Waziristán y el Bajaur. Aunque no lo admita, el ejército ha perdido cientos de hombres (¿700?) y padecido un número de deserciones difícil de precisar.
MASAJES CHINOS. El pasado 27 de junio las estudiantes de la madraza irrumpieron en un centro de masajes chino -probablemente un prostíbulo-. Decenas de chicas en burka negra hasta los tobillos forzaron la entrada de la casa, encontrándose con decenas de muchachas de nacionalidad china con muy poca ropa: lo que se dice un «choque de civilizaciones». Al menos seis mujeres chinas fueron secuestradas durante días; finalmente el embajador chino en la capital, Luo Zhaohui, exigió que el incidente fuera el último de una larga serie de atentados a intereses económicos de su país en Pakistán. A las exigencias chinas, aliada tradicional de Pakistán en su eterno conflicto con India, se sumó el malestar estadounidense. Las decenas de miles de millones de dólares invertidos en apoyo al dictador no han impedido que el noroeste del país se transforme en santuario inexpugnable del llamado «terrorismo islámico». Santuario donde estarían refugiados el mismísimo Osama bin Laden y el mulá Omar.
En lo que va del año 2007 el gobierno de Washington ha exigido repetidamente a Musharraf una mano más firme. Si Estados Unidos tiene razón en evidenciar que Musharraf siempre mantuvo un doble juego con los talibán y Al Qaeda, éste debe mantener una postura algo independiente para no enemistarse aun más con sectores de su régimen. También Musharraf utiliza a los islamistas para controlar y delimitar el espacio de la oposición laica y demócrata, cada vez más fuerte en el país. Entre marzo y mayo las manifestaciones de apoyo al juez de la Corte Suprema Mohammad Chaudhry, que había sido suspendido por Musharraf, dejaron un saldo de 34 muertos, hasta que el mismo juez detuvo la crisis dando un paso atrás, sustancialmente renunciando a tener un rol político.
CUESTIÓN DE LÍMITES. Mientras los talibán operaban en el extremo oeste, el dictador podía hacer la vista gorda frente a la creciente violencia islamista radical. Sin embargo, Lal Masjid está en la capital, e incidentes como el del centro de masajes chino traspasaron el límite. El ejército volvió a rodear la mezquita denunciando que cientos de personas, entre las cuales se contaban muchos niños, habían sido tomadas de rehenes por los fundamentalistas. En el interior, los hombres estaban armados -o tenían algunas armas, no está del todo claro- y las mujeres, siempre con su burka negra, llevaban sus bastones. Cuando los soldados empezaron a colocar alambre de púas alrededor de la mezquita, fueron las mujeres quienes salieron y los enfrentaron con los bastones. Horas después se registraban los primeros nueve muertos de la crisis. Al tercer día el hermano de Gazhi, otro jefe político-espiritual del complejo, fue arrestado mientras huía vestido de mujer. Con él se rindieron cientos de personas y parecía la víspera de una rápida victoria para Musharraf, presionado desde dentro y desde fuera del país. No fue así, porque una parte decidió resistir. El dictador resolvió que no podía dar una imagen de debilidad ante sus aliados y ordenó el asalto, con el resultado conocido de al menos 60 muertos.
Aunque Musharraf demostró decisión y voluntad de cortar sus relaciones con el islamismo extremo, todavía es temprano para saber quién sale ganador. Más allá de esto, la inestabilidad de un país que cuenta con la bomba atómica como Pakistán, después de ocho años de dictadura filooccidental, es cada vez más grave y la crisis llega a las capitales. Sin embargo, por ahora, «el orden reina en Islamabad».