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Un veterano en Pekín

Fuentes: Mundo obrero

Cuando Guan Maolin, un veterano del Ejército Popular de Liberación, se acercaba a la plaza de Tiananmen de Pekín a bordo de uno de los autobuses descubiertos que llevaban a otros ancianos a participar en la gran parada del septuagésimo aniversario de la República Popular China, escuchó la Oda a la Bandera Roja, un poema […]

Cuando Guan Maolin, un veterano del Ejército Popular de Liberación, se acercaba a la plaza de Tiananmen de Pekín a bordo de uno de los autobuses descubiertos que llevaban a otros ancianos a participar en la gran parada del septuagésimo aniversario de la República Popular China, escuchó la Oda a la Bandera Roja, un poema sinfónico que compuso Lü Qiming en 1965, no pudo ya contener las lágrimas. Unidades del Ejército Popular de Liberación estaban desfilando ante el presidente Xi Jinping y los dirigentes del Partido Comunista y el gobierno del país, ante toda China y el mundo, y los más emocionados y felices eran los jóvenes y veteranos como Guan Maolin. El país contempló después su emoción: más de cien millones de personas vieron sus fotografías en la red social Sina Weibo, que tiene quinientos millones de usuarios.

Guan Maolin nació el año en que Hitler llegó al poder en Alemania, cuando el Japón fascista ocupaba Manchuria y China se desangraba. El militarismo nipón actuó en China de manera semejante a los nazis en Europa, con siniestros campos de la muerte, criminales experimentos médicos con los prisioneros, usando armas químicas y causando escalofriantes matanzas como la de Nankín, en 1937, cuando fueron asesinados más de trescientos mil chinos en una orgía de sangre: los soldados japoneses violaron y mataron a miles de mujeres, saquearon e incendiaron sus casas, quemaron vivas a muchas personas rociándolas con gasolina, y ni siquiera dudaron en enterrar con vida a muchos, decapitar niños y ensartar con sus bayonetas a bebés que lanzaban al aire, en un juego siniestro y criminal. Los enterradores dieron sepultura a más de ciento cincuenta mil cadáveres que tenían las manos atadas a la espalda. Fue una dura prueba para China.

Una de las culturas más brillantes y sofisticadas de la humanidad había pasado por la humillación de ver a Gran Bretaña introducir el opio en China, comportándose como un cruel estado narcotraficante que creó más de cien millones de adictos a la droga, desatando después las guerras del opio; de presenciar el bombardeo de sus ciudades por las cañoneras occidentales, el robo de Hong Kong y de barrios de otras urbes; de soportar en las concesiones occidentales el cartel infame que prohibía la entrada a «perros y chinos». Después, sufrió el indisimulado paternalismo con que, en los años de posguerra, en Occidente se recogía «papel de plata para los chinitos», y la petulante soberbia con que Estados Unidos pretendía relacionarse con China, sin considerarla como una igual.

Cuando se proclamó la República Popular, la población china tenía una esperanza de vida de treinta y cinco años, más del ochenta por ciento de sus habitantes eran analfabetos, y el país era mucho más pobre que aquella menesterosa India: apenas alcanzaba la mitad de su PIB per cápita. Desde entonces, China ha erradicado la pobreza, ha convertido sus ciudades en las más modernas de la tierra, ha sido capaz de explorar el espacio, y dispone de la red de trenes de alta velocidad más extensa del planeta. Entre otras muchas cosas. Mao Zedong lo dijo, en 1949, en la tribuna ante la gran plaza de Tiananmen: «El pueblo chino se ha puesto en pie». Las siete décadas de la República Popular n0 han sido fáciles, han transitado por tiempos duros y aprendido de enormes errores y de disparates como la «revolución cultural», y por amenazas de guerra nuclear, hasta llegar a convertirse en una de las principales potencias del planeta, desarrollando la ciencia y la tecnología, conservando su propio camino al socialismo. Y han demostrado que los trabajadores pueden gobernar el mundo, como han hecho en el país más poblado de la tierra.

La Oda a la bandera roja fue compuesta para recordar el sacrificio del pueblo chino en la fundación de la República Popular: «Bandera roja de cinco estrellas, eres mi orgullo». Por eso no pudo contener las lágrimas Guan Maolin: con sencillez, reveló después su pesar porque sus amigos, veteranos revolucionarios (a algunos de ellos, analfabetos, les escribía las cartas en su juventud), ya no estaban vivos para ver la prosperidad y la fuerza de la nueva China: «Por eso no puedo dejar de llorar». Además del recuerdo de sus camaradas, seguro que por sus ojos cansados desfilaba también la melancolía del tiempo que se fue, la fortaleza de la China socialista y el orgullo por haber participado en una de las mayores epopeyas de la historia de la humanidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.