Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Actualmente 68.000 soldados de EE.UU. y 42.000 soldados aliados ocupan Afganistán, aliados con señores de la guerra de la Alianza del Norte y el corrupto y débil régimen de Karzai en Kabul. Es obvio que el presidente Obama desea aumentar ese número y anunciará ante una audiencia de cadetes de West Point el martes que agregará más de 30.000 y que presionará a los europeos para que agreguen otros 10.000. Esto llevará el número total de fuerzas de ocupación, aproximadamente, al nivel del despliegue soviético en su apogeo de los años ochenta.
Los soviéticos trataban de proteger al gobierno secular en Afganistán y de desalentar el fundamentalismo islámico, una amenaza potencial para repúblicas soviéticas centroasiáticas vecinas, como Uzbekistán. ¿Qué trata de hacer Obama?
Pero, que no quepa la menor duda, ahora es la guerra de Barack Obama. Con este anuncio habrá aumentado personalmente la fuerza en Afganistán en más de 50.000 soldados como respuesta a los pedidos de sus generales.
El mantra de Obama sobre el conflicto en Afganistán es que se trata de una «guerra por necesidad». Pero en realidad esto sólo es una versión del tropo neoconservador de la «Guerra contra el Terror», lo que quiere decir que implica que es la respuesta natural y razonable en represalia por los ataques del 11-S. (‘Ellos’ la comenzaron, después de todo, de modo que tenemos que llevar la guerra a ‘ellos’.)
Pero la estrategia neoconservadora siempre ha requerido la refundición simplista de fenómenos dispares y la explotación de la ignorancia y el temor públicos en la ejecución de la política. ¿Quiénes son ‘ellos’, después de todo? La invasión de Iraq necesitó la Gran Mentira de que Sadam Hussein tuvo algo que ver con el 11-S. La anterior invasión de Afganistán necesitó el astuto acto de prestidigitación según el cual al Qaeda, sobre todo árabe saudí pero internacional, fue identificada con los talibanes, puramente afganos. «No distinguimos entre terroristas y los gobiernos que los apoyan,» declaró Bush.
Fue casi un alarde de que EE.UU. sería atrevidamente ignorante como asunto de política pública, y una advertencia a los racionalistas empíricos del mundo de que la Casa Blanca estaba en manos de mentes verdaderamente simplistas y que por cierto explotaría a su gusto desvergonzadamente la islamofobia popular incluso mientras hacía estudiados gestos públicos en apoyo a la tolerancia religiosa. (El mensaje calculado era: ¡Ten miedo, mundo, porque el poder está en manos de vaqueros, y diablos, podemos volvernos medio locos cuando nos enfurecemos!)
El hecho es que hubo y hay una diferencia entre al Qaeda, una organización yihadista internacional que quiere restablecer un califato global y enfrentarse a EE.UU., y los talibanes, que querían estabilizar Afganistán bajo una interpretación dura de la sharía pero mantener una relación de trabajo con EE.UU. Y ahora, ocho años después de ser derrocados, los talibanes vuelven de verdad, demostrando que tienen una verdadera base social. Además, los talibanes paquistaníes han emergido al otro lado de la frontera como consecuencia directa de la invasión de EE.UU.
Una serie de informes de inteligencia han señalado lo obvio: que más tropas sólo generan más «insurgencia».
El consejero nacional de seguridad de Obama, general James Jones, lo dijo bien claro: «La presencia de al Qaeda [en Afganistán] ha disminuido considerablemente. El cálculo máximo es de menos de 100 que operan en el país, sin bases, sin la capacidad de lanzar ataques ni contra nosotros ni contra nuestros aliados». Si existió una «necesidad» de destruir a al Qaeda en Afganistán, ese asunto ha sido liquidado. ¿Qué piensa Obama que hay que lograr ahora?
Me imagino que argumentará que no se debe permitir que los talibanes vuelvan al poder. ¿Pero no significa eso implícitamente reconocer que tienen raíces genuinas en la sociedad afgana, particularmente en la sociedad pastún? Los mejores cálculos militares estiman la cantidad de militantes talibanes en no más de 25.000, y los combatientes bien armados en cerca de 3.000. Hay unos 100.000 soldados en el Ejército Nacional Afgano (ANA) aparte de todas las tropas extranjeras de ocupación. Los soldados del ANA son descritas a menudo como de «pobre calidad», queriendo decir que son analfabetos, y sobre todo atraídos por el dinero. Pero los talibanes también son generalmente analfabetos y muchos de ellos también combaten sobre todo por la paga. ¿Por qué hay provincias enteras como Nuristán que han caído bajo control talibán a pesar de todo el personal de contrainsurgencia?
¿Por qué al intentar «asegurar» la provincia Helmand en una ofensiva contra los talibanes durante el verano descubrieron las fuerzas de EE.UU. que sus aliados del ANA casi no incluían pastunes sino que eran desproporcionadamente tayikos? ¿Por qué las fuerzas de EE.UU. no lograron desplazar a los talibanes de Marjeh, una ciudad de unos 50.000 habitantes y centro del tráfico de opio?
El problema no es la falta de soldados. Si ese fuera el caso, la creciente cantidad de soldados durante los últimos años habría producido una situación mejor, no peor, de la seguridad. El problema es la premisa de que los imperialistas puedan recolonizar un país so pretexto de contraterrorismo, contrainsurgencia o liberación contra una resistencia masiva.
¿Pero por qué está tan determinado Obama a perseverar en Afganistán? ¿Qué es tan importante en la política afgana que el Hombre del Cambio no puede cambiarla, incluso cuando un 57% de la gente en EE.UU. dice que hay que irse?
El martes por la noche dirá, de un modo tan elocuente como él y los que escriben sus discursos pueden hacerlo, que simplemente no nos podemos permitir que unos extremistas islamistas vuelvan al poder para que puedan albergar a terroristas que atacarán a EE.UU.
Pero hay que recordar que hubo una época en la cual el Departamento de Estado de EE.UU. estaba determinado a expulsar de Afganistán a un gobierno secular -un gobierno que quería educar a las muchachas y establecer clínicas locales y limitar el poder de los jefes tribales y mulás- y decidió ayudar a la fuerzas más profundamente reaccionarias en Afganistán, con Gulbuddin Hekmatyar a la cabeza, a establecer un régimen islamista alternativo. El consejero de seguridad nacional de Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, pensó que la Revolución prosoviética Saur en 1978, en la cual oficiales izquierdistas del ejército afgano dieron un golpe y el Partido Democrático Popular tomó el poder, produciendo una reacción de los mulás y de los jefes tribales, representaba una oportunidad dorada de la Guerra Fría.
Incluso antes de que fuerzas soviéticas cruzaran la frontera en diciembre de 1979, la CIA estaba organizando fuerzas afganas e internacionales para desafiar al gobierno izquierdista y Brzezinski instaba a los combatientes a ver su lucha como una yihad o Guerra Santa. Esto continuó, claro está, durante los ocho años sangrientos del gobierno de Reagan. Los yihadistas ganaron, los amigos de Washington establecieron un régimen en 1993, inmediatamente se enemistaron llevando al país a una guerra civil entre tayikos y pastunes que incluyó el bombardeo de Kabul (que hasta entonces se había librado de los combates). Washington se distanció cortésmente, ya que había perdido interés debido al colapso de la Unión Soviética, y dejó que su aliado Pakistán se ocupara del lío.
Pakistán optó por apoyar a los talibanes, una fuerza que parecía atractiva aunque fuera sólo por su reputación de probidad moral frente al trasfondo variopinto de tráfico de opio y de señores de la guerra violadores de niños. La antigua primera ministra paquistaní Benazir Bhutto explicó más tarde que Islamabad tenía que apoyar a los talibanes para mantener las líneas comerciales por Asia Central. EE.UU. mantuvo su distancia con el grupo fundamentalista de la línea dura, que llegó al poder en 1996, y no estableció relaciones diplomáticas. Pero fue históricamente responsable por sus inicios y por el descenso de Afganistán al desastre de reacción medieval que comenzó con la lapidación de mujeres adúlteras en estadios de fútbol y culminó con la destrucción de los Budas de Bamiyan en 2001.
Los pecados del imperialismo de EE.UU. en Afganistán son simplemente espeluznantes. Hay que imaginar lo que podría haber sucedido si EE.UU. no se hubiera inmiscuido en los asuntos afganos desde fines de los años setenta y hubiera permitido que siguiera adelante ese experimento de gobierno secular-reformista en una sociedad musulmana altamente conservadora sin entregar miles de millones de dólares en armas precisamente al tipo de combatientes que hoy son vilipendiados como «extremistas islámicos» y «terroristas». Podría no haber habido un movimiento muyahidín internacional coordinado por la CIA, ni se habría persuadido a un joven Osama bin Laden para que suspendiera sus estudios y dirigiera a guerreros santos árabes en coordinación con la CIA, ni hubiera habido un colapso total de la sociedad afgana, ni un «contragolpe».
Por desgracia la gente de este país no tiene en general la menor idea sobre la reciente historia de Asia del Sudoeste y el papel de los gobiernos de EE.UU. en la producción precisamente de los problemas de los que se queja. (No incluyo a Obama entre ellos; sabe lo que está haciendo. De ahí su culpabilidad moral total.)
Los talibanes nunca invitaron a Osama bin Laden a Afganistán; estaba en el país cuando llegaron al poder, como invitado de un señor de la guerra que se había mostrado hostil a ellos. Había llegado de Sudán, expulsado por el gobierno de ese país después de una demanda de EE.UU. Los talibanes le otorgaron la hospitalidad requerida por el código pashtunwali, como señal de aprecio por sus servicios en la lucha antisoviética en los años ochenta. Pero, como Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair documentaron en CounterPunch, desde el año 2000 los talibanes iniciaron conversaciones en Frankfurt con la UE, facilitadas por el empresario afgano-estadounidense Kabir Mohabbat, para transferir a bin Laden fuera del país. Mohabbat estuvo empleado desde noviembre por el Consejo Nacional de Seguridad para negociar con los talibanes sobre la suerte de bin Laden.
Los talibanes, que habían confinado a bin Laden y a sus principales asesores a su complejo en Daronte, a 48 kilómetros de Kabul, invitaron a EE.UU. a que enviara uno o dos misiles crucero como el modo más fácil de solucionar el problema, pero el gobierno de Clinton demoró la acción. El gobierno de Bush también envió repetidamente a Mohabbat a Kabul -tres veces en 2001- para discutir el tema de bin Laden. En otras palabras, lo menos que se puede decir es que el Departamento de Estado sabía, y nosotros deberíamos saber, y Obama debiera saber, que los talibanes y al Qaeda son dos cosas muy diferentes.
De modo que si el presidente argumenta que tenemos que continuar la lucha con más tropas para reprimir a los talibanes, para impedir que Afganistán vuelva a convertirse en un centro del terrorismo internacional, va a expresar un contrasentido tanto más elocuente.
Probablemente no hablará del reciente comentario del primer ministro de Pakistán, el país que después del propio Afganistán es el país más victimizado por la agresión estadounidense en la región. Hablando en inglés, Yousef Raza Gilani dijo a los periodistas:
«Nuestra única preocupación es que si EE.UU. envía más soldados al área de Helmand de Afganistán, habrá un flujo de militantes que se irán a Baluchistán. Es la preocupación que ya hemos discutido con el gobierno de EE.UU., que hay que preocuparse de ese flujo de ‘militantes’ hacia Baluchistán porque de otra manera puede desestabilizar Baluchistán.
«Pakistán está interesado en un Afganistán estable -pero tampoco queremos que nuestro país se desestabilice-. Hemos pedido al gobierno de EE.UU. que nos consulte en caso de algún cambio de paradigma en la política… para que podamos formular nuestra estrategia correspondientemente.»
Baluchistán representa más de un 40% del área de su país. Está acosado por la intranquilidad étnica; algunos miembros de la mayoría baluchi resienten el hecho de que reciben pocos beneficios de la explotación del uranio y del cobre de su región y que son desatendidos por Islamabad. Existe una insurgencia armada dirigida por miembros de la tribu bugti. Tiene un cierto apoyo de paquistaníes educados críticos del «chauvinismo pastún» que acusan al Estado de tratar de mantener el atraso de los baluchis. (Aunque es considerado «terrorista» por el Departamento de Estado, este movimiento es un fenómeno separado de los talibanes.)
Funcionarios del Departamento de Estado han desechado las preocupaciones paquistaníes. ¿No es típico que lo hagan? Han estado desechándolas desde la invasión inicial en 2001, y a medida que Pakistán se desestabiliza cada vez más, EE.UU. simplemente repite sus demandas de más cooperación militar, continúa sus ataques con drones a través de la frontera, y persigue sus objetivos en la región en lo que Islamabad percibe como falta de atención hacia sus intereses. Pakistán tiene sus propios problemas que al parecer no son comprendidos por los responsables políticos en el Departamento de Estado de EE.UU. o ignorados intencionalmente mientras los agravan.
Y el presidente Obama no mencionará que según el sondeo 2009 de Asia Foundation, en Afganistán un 56% de los encuestados dicen que sienten cierta simpatía por las motivaciones de los grupos armados, incluidos los talibanes y el grupo de Hekmatyar, que se oponen a la ocupación. No señalará que la estrategia de relaciones públicas de presentar este esfuerzo como una «liberación» simbolizada por la eliminación de la burqa ha sido abandonada silenciosamente hace tiempo, ya que la burqa ha vuelto en fuerza y que los señores de la guerra en quienes EE.UU. debe confiar para mantener el orden siempre se han reído de las propuestas de reforma social de EE.UU. Sabe que no es el motivo por el que los soldados están en el país.
EE.UU. intervino indirectamente en Afganistán en los años 80, sin pensar en el bienestar del pueblo afgano y con trágicas consecuencias para éste, a fin de combatir a los soviéticos y a la amenaza imaginaria del «comunismo». Para hacerlo dio alas a una feroz tendencia extremista islamista. Nunca ha habido algún reconocimiento de error o disculpa y no se puede esperar que lo haya. Todo tenía sentido en un momento desde el punto de vista imperialista de EE.UU.
¿Qué tiene sentido ahora, desde el punto de vista imperialista de EE.UU.? Basta con mirar el mapa. Darse cuenta de que Afganistán no tiene productos que el mundo corporativo de EE.UU. desee o necesite. Durante la Guerra Fría, Irán, Iraq, Turquía a veces tuvieron papeles cruciales en el pensamiento geoestratégico de EE.UU. pero Afganistán fue prácticamente concedido al campo soviético incluso antes de 1978. Sólo adquirió importancia como un campo de batalla de la Guerra Fría cuando estrategas estadounidenses se dieron cuenta (en palabras de Brzezinski) de que podían «desangrar a los soviéticos… como ellos lo hicieron con nosotros en Vietnam.» Más recientemente ha adquirido importancia cuando las corporaciones energéticas de EE.UU. se disputan globalmente con los rusos el acceso al gas natural del Mar Caspio.
Actualmente Europa depende del suministro de gas a través de Rusia desde el Mar Caspio, sobre todo de Turkmenistán. Eso da a Moscú una enorme influencia política cuando se trata de temas como la decisión de la OTAN de admitir a Georgia o Ucrania. La política de EE.UU. ha sido construir ductos desde el Caspio evitando a Rusia o Irán. La construcción del gasoducto TAPI (Turkmenistán-Afganistán-
El gasoducto pasará por la provincia Helmand, y luego por Baluchistán paquistaní. Si todo resulta, representará una mejora muy importante en la posición geoestratégica de EE.UU. en la región, incluso en caso de otra guerra mundial (como la que podría ser provocada por un ataque de EE.UU. contra las instalaciones nucleares de Irán y las repercusiones impredecibles de una tal acción).
Pero Obama no hablará de la historia de la intervención de EE.UU. en Afganistán, o de los sentimientos del pueblo afgano respecto a la ocupación, o de las reacciones de los paquistaníes ante el tremendo desastre en su cercanía, o de las verdaderas razones geopolíticas para el interés estadounidense por esa atrasada y empobrecida nación centroasiática que ha sido «el cementerio de imperios» desde la época de Alejandro Magno.
Dirá que sigue siendo una guerra necesaria para defender a los estadounidenses contra un ataque terrorista. Debemos recordar, una vez más, la observación del criminal de guerra nazi Hermann Goering durante el juicio de Núremberg de que «naturalmente la gente común no quiere guerra… pero en definitiva son los líderes de un país los que determinan la política, y arrastrar a las personas es una de las cosas más sencillas. Todo lo que hay que hacer es decir que están siendo atacados, y denunciar a los conciliadores por falta de patriotismo y por exponer al país al peligro. Funciona de la misma manera en cualquier país.»
Deberíamos responder: ¡No, no es necesario! en las calles ese día y en los días siguientes, hasta que obliguemos a Obama a terminar lo que son ahora inconfundiblemente sus criminales guerras imperialistas.
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Gary Leupp es profesor de historia en la Universidad Tufts, y profesor adjunto de Religión Comparativa. Es autor de Servants, Shophands and Laborers in the Cities of Tokugawa Japan; Male Colors: The Construction of Homosexuality in Tokugawa Japan; e Interracial Intimacy in Japan: Western Men and Japanese Women, 1543-1900. También colaboró con la despiadada crónica de CounterPunch sobre las guerras en Iraq, Afganistán y Yugoslavia: «Imperial Crusades.» Para contactos escriba a: [email protected]