El 2 de mayo de 1945, tras semanas de arduo combate, la infantería soviética logró llegar al edificio del Reichstag, o parlamento alemán, en el centro de Berlín. Aún allí la lucha fue sangrienta, la resistencia tenaz provocó un combate piso por piso, habitación por habitación hasta una torreta que coronaba el edificio y allí […]
El 2 de mayo de 1945, tras semanas de arduo combate, la infantería soviética logró llegar al edificio del Reichstag, o parlamento alemán, en el centro de Berlín. Aún allí la lucha fue sangrienta, la resistencia tenaz provocó un combate piso por piso, habitación por habitación hasta una torreta que coronaba el edificio y allí se situó la bandera roja, pero era de noche y el gesto supremo de la victoria pasó inadvertido. Hubo que repetir la acción al siguiente día para los camarógrafos. Sólo la batalla de Berlín costó a los soviéticos 300 mil muertes. El 9 de mayo se firmó la rendición incondicional de Alemania, aunque aún quedaron bolsones de combatientes. Había terminado la Segunda Guerra Mundial, aunque quedaba el frente del Pacífico y la rendición de Japón, que ocurriría tras el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. En estos días se conmemora en Moscú, con grandes ceremonias, el 60º aniversario de aquél inmenso triunfo sobre el fascismo. El conteo de víctimas difiere en los diversos estimados pero es horripilante. La Batalla de Inglaterra, como se le llamó al período de bombardeos intensivos de los nazis contra Londres y Coventry causó la muerte a 56 mil militares del cuerpo de aviación y 93 mil civiles británicos. Los bombardeos nocturnos que los Aliados emprendieron contra Alemania, destacándose los brutales asaltos contra Hamburgo y Dresde, dejaron medio millón de víctimas civiles. La masacre que los japoneses cometieron en Nankín, al invadir China, en los prolegómenos de la guerra, dejó 100 mil víctimas. Los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki provocaron la desaparición de 200 mil personas. El sitio de Leningrado causó la aniquilación de 600 mil seres humanos. En Yugoslavia murieron 1.2 millones de civiles en represiones nazis y combates guerrilleros. La ocupación japonesa costó a China 4 millones 300 mil muertes. Japón perdió dos millones 300 mil seres humanos. Alemania, 4 millones 280 mil. Polonia sufrió la desaparición de casi 6 millones de sus hijos. En Rusia el estimado más prudente cifra en 20 millones los muertos pero hay analistas que llegan hasta 26 millones. De ellos 8 millones eran soldados y el resto, víctimas civiles. Fue el pueblo que más sufrió. Estados Unidos solamente perdió 400 mil soldados y fue el país que más se benefició del resultado de la guerra.
A esto hay que añadir las pérdidas que el Holocausto causó en el pueblo judío: seis millones de cremados en los hornos del exterminio, muertos de tifus en los campos de concentración, gaseados. A ellos hay que añadir los tres millones de judíos y homosexuales que, frecuentemente se omiten en el conteo, víctimas también de la vesania nazi. Son las cifras de la demencia política de un caudillo, de la aberración mortífera a donde condujo la ambición de poder territorial, de la lucha por los mercados. El estimado total de muertes en toda aquella Guerra oscila entre 48 y 60 millones.
La Segunda Guerra estalló por los apetitos imperiales de dos sistemas: el nacional socialismo alemán y el expansionismo asiático nipón. Uno en Europa, otro, en Asia. Ambos igualmente expeditivos en sus métodos. Los apetitos territoriales iban apoyados, esta vez, con fuertes sistemas ideológicos. Las teorías de Mussolini eran más coherentes que las de Hitler. El Duce esbozó su tesis del estado corporativo, de los sindicatos verticales que agrupaban desde los gerentes hasta los porteros de un sector productivo. Opuso esta teoría a la división marxista de la sociedad de clases. Recordó a los italianos que habían sido dos veces los amos del mundo: en la Roma antigua y en el Renacimiento: exaltó las glorias pasadas y ello generó energía para extraer a su país de su ineficiencia. Hitler prometió un nuevo orden social que duraría mil años, un Reich inextinguible que comprendería todos los territorios afines. Su modo de socialismo, inspirado en el fascismo italiano, pretendía que tanto el gran capital como la clase obrera debían trabajar unidos por el bienestar común. Él encabezaría esa unidad entre un pueblo, un estado y un líder. Pretendió la identificación entre el partido nazi y la nación. Hitler predicó el triunfo de la voluntad, de la disciplina, del acatamiento al dirigente, de la renuncia a la individualidad. Hitler ideó conceptos insensatos sobre la agricultura, la creación de nuevas cosechas, el cultivo de un tipo de centeno permanente, la modificación del paisaje en Ucrania conquistada, el cambio de nombre a las ciudades y pueblos. Estimuló la producción de un automóvil popular y barato, el Volkswagen, para que cada familia poseyera un medio de locomoción propio. Inculcó a los alemanes el espíritu de lucha y de sacrificio. Estimuló la vida sana, las dietas balanceadas y las vacaciones en contacto con la naturaleza para formar soldados aptos. Se apoderó de la mentalidad de los jóvenes y los educó rígidamente con sus conceptos mesiánicos.
Afirmaba que la patria es inmortal porque vivía compartida en todos los ciudadanos, pero cultivó esmeradamente la identificación de imágenes entre su persona y la patria. Perfeccionó una estética de la política: la seducción de los emblemas, la fascinación con las antorchas y las banderas. Asumió la militarización de su pueblo porque era una forma de sumirlo en la obediencia total.
Hitler incurrió en la falacia de la superioridad racial de la raza aria y fomentó la creencia en una supuesta conspiración internacional entre judíos y bolcheviques que no tenía sustentación posible. Rudolf Hess concluyó el congreso de Nuremberg proclamando: «El partido es Hitler y Hitler es Alemania». Quizás recordaba a Luis XIV : «Un rey, una fe, una ley».
El pacto germano soviético de 1939 provocó una crisis en la izquierda de todo el mundo y grandes problemas de conciencia para muchos militantes revolucionarios. El más grande error de Hitler fue el lanzamiento de la Operación Barbarosa, la descomunal acometida contra la Unión Soviética que a la larga demostró ser el mayor factor de erosión de la Wermacht. La explosión de las bombas atómicas sobre Japón pretendió apartar a la Unión Soviética de cualquier ambición sobre China y convertir el océano Pacífico en un lago americano.
La Primera Guerra Mundial, en la cual se enfrentó el naciente poderío industrial alemán al dominio de los mares del imperio británico, terminó con el inestable orden mundial de la Liga de las Naciones. Alemania quedó insatisfecha con las condiciones onerosas y humillantes que le fueron impuestas. La triunfante Revolución de Octubre y la frustrada rebelión alemana en Kiel, más la República de los Consejos de Bela Kun, en Hungría, alentaron el temor de las burguesías a réplicas incontroladas en el continente europeo. Buscaron regímenes de mano fuerte que impusieran un rígido control al posible desbordamiento de las masas. La proclamación de la República Española incrementó el miedo de los conservadores a la «amenaza roja». El golpe de los generales encabezado por Sanjurjo, y más tarde asumido por Franco, fue el preámbulo del enfrentamiento mayor que ocurriría después. La formación de dos bloques ideológica y económicamente opuestos, al terminar la II Guerra estimuló una pugna de hegemonismos que degeneró en la Guerra Fría, que a veces no fue tan fría, como se demostró en Corea y Vietnam. Churchill proclamó en su famoso dicurso de Fulton, Missouri, el descenso de una Cortina de Hierro que separaría a Europa en dos mitades. Pero esto no impidió la emancipación de los pueblos coloniales, el desmembramiento del poderío victoriano. Churchill dijo a Roosevelt que no pensaba presidir la disolución del imperio británico, pero no le quedó más remedio que asistir a tal suceso. Terminaban también los imperios francés y holandés. Eran otros tiempos: ya los cipayos no servirían el té en las verandas de las mansiones de los plantadores.
La Conferencia de Bandung, en 1955, confirmó el derecho a la independencia de los países subdesarrollados. La división de Alemania y el proconsulado del general McArthur en Japón determinaron el nacimiento de un tipo de economía que estaba liberada de la costosa responsabilidad de mantener fuerzas armadas. El Plan Marshall proporcionó los créditos suficientes para rehabilitar la industria europea con una fuerte inserción de capitales estadunidenses. Estados Unidos emergió de la guerra como la única gran potencia de Occidente, condenadas Gran Bretaña y Francia a desempeñar un papel menor. La carrera armamentista condujo, a la larga, al desgaste económico de la Unión Soviética y a la implosión que siguió después, con la estéril reforma gorbachoviana y el ciego autoritarismo yeltsiniano. Vistos hoy, en perspectiva, los dos sistemas, germano y nipón, terminaron imponiéndose al mundo no por sus generales y ejércitos sino por su producción industrial de calidad y por su eficaz comercio exterior. Los nuevos mariscales no se llaman Kesselring ni Rommel, se conocen como Siemens, Opel, Braun, Grundig, Bosch, Telefunken, Agfa, Daimler-Benz. Japón ya no necesita de Yamamoto ni de Tojo, los estrategas que le han conquistado el mundo se llaman Nikon, Toyota, Mitsubishi, Sony, Nissan y Toshiba. La dominación económica de las trasnacionales ha ido mucho más lejos de lo que jamás llegaron a pretender los autores de la blitzkrieg o de los suicidas ataques kamikaze. Rusia se hunde hoy en una crisis de anarquía, guerra de mafias, deterioro económico y capitalismo salvaje. La Segunda Guerra Mundial ha terminado cincuenta años más tarde, sobre una montaña de 60 millones de cadáveres, con el nuevo orden neoliberal, la etiqueta con la que se encubre la moderna economía de mercado. Incluye la austeridad para las clases trabajadoras, la devaluación de la moneda nacional, el ataque a la inflación, las privatizaciones, la desregulación, la reducción del aparato administrativo del Estado y el estímulo al desarrollo de la iniciativa privada.
El neoliberalismo trajo como consecuencia una reducción del nivel de vida. El neoliberalismo ha pasado a ser el responsable del traspaso masivo de la propiedad de la nación a manos privadas, el descenso de la capacidad adquisitiva del salario, la congelación del pacto entre patronos y obreros, la polarización de la riqueza, la distribución desigual del producto social, el debilitamiento de los frentes sindicales. El trampolín principal de esta refundación del capitalismo es el fracaso del modelo soviético de socialismo. Sesenta años después podemos advertir el pobre saldo que dejó el sacrificio de tantos millones de seres humanos.