La V Cumbre de las Américas puede marcar, si no hay «conceptos inadmisibles», el punto final de la hegemonía estadounidense en la región y abrir, al mismo tiempo, la posibilidad de construir «Nuestra América» en base a una relación de respeto recíproco.
La V Cumbre de las Américas será «una prueba de fuego» para los pueblos latinoamericanos. La afirmación del comandante Fidel Castro, en su reflexión del 4 de abril, adquiere pleno sentido cuando una ola, con tendencia a convertirse progresivamente en un gigantesco mar, de apoyo a Cuba y que exige redefinir las relaciones con Estados Unidos y avanzar hacia un proceso de integración verdadero se va apoderando de la mayor parte de los gobiernos que asistirán a la cita internacional.
En contraposición, los sectores duros de Estados Unidos esperan que el presidente Barak Obama tenga la capacidad e inteligencia suficientes para restablecer la confianza latinoamericana perdida en ochos años de la administración Bush, sin poner en juego los profundos y grandes intereses que las transnacionales tienen en el continente.
El escenario de esta batalla será Puerto España, Trinidad y Tobago, donde 34 presidentes y jefes de Estado, sin la presencia física de Cuba, pero metida en la cabeza de todos ellos, se reunirán entre el 17 y 19 de abril para aprobar una línea de acción que si no tiene «conceptos inadmisibles» deberá marcar el punto final de la hegemonía estadounidense en la región y abrir, al mismo tiempo, la posibilidad de construir «Nuestra América» en base a una relación de respeto recíproco.
Pero no es posible medir con más o menos precisión el valor específico de la V Cumbre de las Américas sin una revisión interpretativa, aún general, de la totalidad de esos encuentros, a los que hay que sumar los extraordinarios de Bolivia y México, de los últimos quince años. Pero tampoco se lo puede hacer sin citar a Cuba.
La idea de que la Organización de Estados Americanos (OEA), al que el ex canciller cubano Raúl Roa bautizó a principios de la década de los 60 como el ministerio de la colonia de Estados Unidos, organizara un encuentro de esta naturaleza surgió en la administración de George Bush (padre), pero no fue sino hasta Bill Clinton que la estrategia estadounidense se hizo realidad a un año de cumplirse la mitad de la década de los 90, cuando el mundo se transformó, por el derrumbe de la URSS y el bloque socialista del Este, en unipolar.
Miami fue la sede de la I Cumbre entre el 9 al 11 de diciembre. Los términos de la declaración final expresaban en general los intereses de los Estados Unidos, de los que resaltan el reconocimiento político solo a los gobiernos electos por la vía de la democracia representativa, lo cual obviamente implicaba una ofensiva continental contra Cuba, con endurecimiento del bloqueo; la necesidad de librar una batalla internacional contra las drogas, que daría paso a un progresivo aumento de la militarización de esa lucha en los países productores de coca y la preparación del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), cuya meta fijada para su puesta en marcha fue 2005.
El camino para la hegemonía estadounidense estaba expedito. Salvo Cuba, que resistía el endurecimiento del bloqueo en condiciones difíciles al perder un poco más del 80 por ciento de su comercio exterior por el derrumbe del campo socialista y que se negaba a renunciar a la revolución, la totalidad de los países latinoamericanos estaba gobernado por fuerzas de derecha y socialdemócratas (si es que en ese momento podían ser diferentes) que al unísono cantaban el discurso del «consenso de Washington» con el que el FMI y el BM impusieron sus reformas estructurales de alto costo económico y social para los pueblos de esta parte del continente.
Es tan cierta esa materialización de los intereses estadounidenses que, retomando con fuerza la doctrina Monrroe, incorporaron en la declaración final, a través de la OEA, en su condición de secretaria permanente de las cumbres, la idea de que «nunca antes nuestros pueblos se habían encontrado en mejores condiciones». La alegría no era para menos: los gobiernos progresistas y las luchas sociales habían sido derrotadas y a Cuba le daban algunos meses más de resistencia.
Y que todos se alineaban al proyecto estadounidense queda probado en la respuesta de Fidel Castro a un corresponsal extranjero en México, a la pregunta de qué pensaba por la ausencia de Cuba a la cumbre de Miami: «bueno, mire, es que nosotros somos rebeldes y esa no es una cumbre para los rebeldes».
Una historia repetida
Las dos cumbres siguientes fueron calco y copia. La de Santiago de Chile (del 18 al 19 de abril de 1998) y la de Quebec, Canada (del 20 al 22 de abril de 2001), pasando por la intermedia en Bolivia (llamada de Desarrollo Sostenible del 7 al 8 de diciembre de 1996 en Santa Cruz) y la Cumbre extraordinaria de Monterrey del 12 y 13 de enero de 2004, no se salieron del libreto inicial, ni siquiera en la redacción referida al libre comercio y el ALCA. Tan es así que en Canadá se dice «tal como se acordó en la cumbre de Miami, el libre comercio, sin subsidios ni prácticas desleales, acompañado de flujos crecientes de inversión productiva, es la clave para la prosperidad».
Las cumbres II y III constituyeron, de esa manera, en un monólogo estadounidense ante un público de presidentes y jefes de Estado que, aún algunos de ellos contrarios a la idea de un área de libre comercio en las condiciones planteadas y además amigos de Cuba, no se atrevía a contradecir la voluntad, primero del demócrata Clinton, y luego del republicano George Bush (hijo). Solo Hugo Chávez, electo en 1998, y luego ratificado dos años después al concluir la Asamblea Constituyente, marcaba la diferencia
La exaltación de la globalización y de la democracia representativa constituían las formas en las que ambas administraciones estadounidenses coincidían en una política exterior que reforzaba el bloqueo a Cuba en una suerte de «guerra de desgaste», según sostuvo Fidel Castro el 21 de diciembre de 1996 al expresar «no nos indigna cuando se cree que nos pueden derrotar, nos ofenden cuando se cree que son capaces de derrotarnos; de ahí es que nace nuestra seguridad y nuestra convicción».
PLa derrota del Mar del Plata
La historia de monólogo neoliberal y, por contrapartida, la resistencia cubana para defender «la patria, la revolución y el socialismo», que representan dos elementos contradictorios sin los cuales no es posible comprender la dimensión de la estrategia estadounidense para América Latina, a la que se uniría luego el Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina, pero al mismo tiempo la actual ola emancipatoria en ascenso, tienen su máxima expresión en la IV Cumbre de las Américas que se realizó en Mar del Plata, Argentina, del 4 al 5 de noviembre de 2005.
Los planes diseñados en las cumbres precedentes para poner en marcha el ALCA, en enero de 2005 o «a mas tardar en diciembre» de ese mismo año quedaron archivados en los documentos oficiales de la Casa Blanca y de gobiernos de mayor inclinación neoliberal. Los presidentes de Argentina (Néstor Kirshner), Brasil (Lula), Uruguay (Tabaré Vásquez), Venezuela (Hugo Chávez) y Paraguay expresaron su desacuerdo con la implementación del ALCA. Era la primera vez que Estados Unidos, con el guerrerista Bush hijo a la cabeza, se tenía que resignar a que la declaración final recogiera los criterios de los que estaban a favor o en contra del ALCA.
A partir de esa cita internacional la historia es bastante conocida. Clausurado el camino al ALCA, los Estados Unidos se dieron a la tarea de negociar Tratados de Libre Comercio (TLCs), a manera de subir progresivamente de lo particular a lo general. A días de la IV cumbre los resultados no han sido los esperados, según reconocen estudiosos en temas internacionales.
Un dato final sobre este punto. Otros dos grandes personajes seguían con satisfacción desde la distancia la emergencia de otro proceso político en América Latina. Fidel, desde Cuba, y Evo Morales, desde el «expreso del Alba» que se había organizado en la anti-cumbre en esa misma ciudad argentina. El primero veía materializado el sueño martiano de ir construyendo «nuestra América» y el segundo llegaría a ser, en enero de 2006, el primer presidente indígena de Bolivia y del continente.
¿Retroceso o avance?
La interrogante ha sido planteada por Fidel Castro en su reflexión «Por qué excluyen a Cuba», luego de que conociera, a través del presidente nicaraguense Daniel Ortega, el proyecto de declaración que los presidentes y jefes de Estado deberán considerar en Puerto España.
De acuerdo al octogenario líder revolucionario, la propuesta de declaración contiene un sin número de «conceptos inadmisibles» y por eso será una «prueba de fuego» para los pueblos y gobiernos de América Latina y El Caribe. No solo es por Cuba el llamado de alerta del ex presidente, sino por el contenido global, según se aprecia, por lo que adquiere sentido la advertencia del presidente Hugo Chávez de que Venezuela no aceptará imposiciones. Lula va por la misma dirección al decirle a Obama que Estados Unidos debe cambiar sus políticas hacia una región «que ya tiene voz propia».
Si la posición predominante de América Latina es la escuchada en Brasil, en diciembre de 2008, y Santiago de Cuba, a principios de este año, sobre el carácter de la integración en el continente y su mirada hacia otros continentes como Asia y Africa, seguramente Estados Unidos será el más interesado en evitar un mayor aislamiento. Si va en dirección contraria, es una señal adicional de que el país más poderoso o no entiende lo que sucede en el continente o que dará ardua batalla por restablecer su hegemonía. Muchos piensan que son ambas.