Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Las elecciones de noviembre de 2004 fueron objeto de mucha discusión, alborozada en algunos círculos, desesperada en otros, y en general con lamentos sobre una «nación dividida». Probablemente tendrán consecuencias políticas, particularmente dañinas para el público en el interior, y para el mundo por la «transformación de los militares», que ha llevado a algunos destacados analistas estratégicos a advertir de la «catástrofe final» y a esperar que el militarismo y la agresividad de EE.UU. serán contrarrestados por una coalición de estados amantes de la paz, encabezados por – ¡China! (John Steinbruner y Nancy Gallagher, Daedalus). Nos encontramos en un buen lío si palabras semejantes son expresadas en las publicaciones más respetables y sobrias. También vale la pena notar cuán profunda es la desesperación de los autores en cuanto al estado de la democracia estadounidense. Si esta evaluación es merecida o no, es algo que los activistas tendrán que determinar.
Aunque importantes en sus consecuencias, las elecciones nos dicen poco sobre el estado del país, o del sentimiento popular. Existen, sin embargo, otras fuentes de las que podemos aprender mucho, y extraer importantes lecciones. La opinión pública en EE.UU. es analizada intensivamente, y aunque siempre se requiere mostrar cuidado y cautela al interpretarlos, estos estudios constituyen recursos de valor. También podemos ver por qué los resultados, aunque son públicos, son mantenidos en secreto por instituciones doctrinales. Este hecho vale para los principales estudios, altamente informativos, sobre la opinión pública, publicados justo antes de la elección, especialmente por el Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago (CCFR) y el Programa sobre Actitudes de Política Internacional en la Universidad de Maryland (PIPA), del cual volveré a ocuparme.
Una conclusión es que las elecciones en realidad no confirieron mandato para nada, apenas tuvieron lugar, en cualquier sentido serio de la expresión «elección». No representa de modo alguno una conclusión novedosa. La victoria de Reagan en 1980 reflejó «la decadencia de las estructuras partidarias organizadas, y la vasta movilización de Dios y del dinero en la candidatura exitosa de una persona que solía ser marginal en cuanto al «centro vital» de la vida política estadounidense», que representó «la continua desintegración de esas coaliciones políticas y estructuras económicas que han dado a la política partidaria una cierta estabilidad y definición durante la generación pasada» (Thomas Ferguson y Joel Rogers, Hidden Election, 1981). En la misma valiosa colección de ensayos, Walter Dean Burnham describió la elección como una evidencia más de una «crucial peculiaridad comparativa del sistema político estadounidense: la ausencia total de un partido de masas socialista o laborista como competidor organizado en el mercado electoral», que provoca una gran parte de las «tasas de abstención con «sesgo clasista» y el significado mínimo de la temática. Por ello, del 28% del electorado que votó por Reagan, un 11% mencionó como su razón principal que «es un conservador de verdad». En la «victoria aplastante» de Reagan en 1984, con sólo menos de un 30% del electorado, el porcentaje cayó a un 4% y una mayoría de los votantes esperaba que su programa legislativo no fuera realizado.
Lo que estos prominentes politólogos describen forma parte del la poderosa reacción contra la aterradora «crisis de la democracia» de los años 60, que amenazó con democratizar la sociedad y, a pesar de enormes esfuerzos por aplastar esta amenaza contra el orden y la disciplina, ha tenido efectos trascendentales sobre la conciencia y las prácticas sociales. La era posterior a los años 60 fue marcada por un crecimiento sustancial de movimientos populares dedicados a mayor justicia y libertad, y la renuencia a tolerar la brutal agresión y violencia a las que previamente se les había dado rienda suelta. La guerra de Vietnam es una ilustración dramática, naturalmente ocultada por las lecciones que presenta sobre el impacto civilizador de la movilización popular. La guerra contra Vietnam del Sur lanzada por Kennedy en 1962, después de años de terror estatal respaldado por EE.UU. que mató a decenas de miles de personas, fue brutal y bárbara desde su inicio: bombardeos, guerra química para destruir cultivos alimenticios y así forzar mediante el hambre a la población civil a no apoyar a la resistencia autóctona, programas para desplazar a millones de personas a virtuales campos de concentración o chabolas urbanas para eliminar su base popular. Cuando las protestas alcanzaron una escala substancial, el altamente respetado y bastante belicista especialista en Vietnam e historiador militar Bernard Fall se preguntó si «Vietnam como entidad cultural e histórica» escaparía a la «extinción» ya que «el campo literalmente muere bajo los golpes de la mayor maquinaria militar que haya sido jamás desencadenada sobre un área de este tamaño» – particularmente Vietnam del Sur, el principal objetivo del ataque de EE.UU. Y cuando las protestas terminaron por desarrollarse, muchos años demasiado tarde, se orientaron sobre todo contra los crímenes periféricos: la extensión de la guerra contra el Sur al resto de Indochina – crímenes terribles, pero secundarios.
* Los que dirigen el Estado saben bien que ya no tendrán esa libertad. Las guerras contra «enemigos mucho más débiles» – únicos objetivos aceptables – deben ser ganadas «definitiva y rápidamente», aconsejaron los servicios de inteligencia de Bush I. Toda demora podría «reducir el apoyo político», reconocidamente débil, un gran cambio desde el período Kennedy-Johnson cuando el ataque contra Indochina, aunque nunca fue popular, provocó poca reacción durante muchos años. Estas conclusiones valen a pesar de los abominables crímenes de guerra en Faluya, que reproducen la destrucción de Grozny por los rusos diez años antes, incluyendo crímenes exhibidos en las primeras planas por los cuales la dirección civil está sujeta a la pena de muerte bajo la Ley de Crímenes de Guerra aprobada por el Congreso republicano en 1996 – y también uno de los episodios más vergonzosos en los anales del periodismo estadounidense.
El mundo es bastante horrible hoy en día, pero es mucho mejor que ayer, no sólo en cuanto a la renuencia a tolerar la agresión, sino también en muchos otros aspectos, que ahora tendemos a dar por sentados. Esto nos imparte lecciones muy importantes, que siempre deberíamos tener presentes por encima de todo – por el mismo motivo por el que son ocultadas en la cultura de la elite.
Volviendo a las elecciones: en 2004 Bush recibió los votos de un poco más de un 30% del electorado, Kerry un poco menos. Las pautas de votación se parecieron a los de 2000, virtualmente con el mismo modelo de estados «rojos» y «azules» (sea cual sea la importancia que esto pueda tener). Un pequeño cambio en la preferencia del votante habría colocado a Kerry en la Casa Blanca, lo que también nos dice muy poco sobre el país y las preocupaciones del público.
Como de costumbre, las campañas electorales fueron dirigidas por la industria de las relaciones públicas, que por su vocación normal vende pastas dentífricas, medicinas para mejorar la calidad de vida, coches y otras mercancías. Su principio guía es el engaño. Su tarea es minar los «mercados libres» que se nos enseña que hay que respetar: entidades míticas en las que consumidores informados toman decisiones racionales. En tales sistemas apenas imaginables, los negocios suministrarían información sobre sus productos: barato, fácil, simple. Pero es apenas un secreto que no hacen nada semejante. Más bien, tratan de engañar a los consumidores para que elijan su producto por sobre otro que es virtualmente idéntico. General Motors no publica simplemente las características de sus modelos del próximo año. Más bien, dedica inmensas sumas a la creación de imágenes para engañar a los consumidores, mostrando a estrellas deportivas, modelos sexy, coches que suben por acantilados cortados a pico hacia un futuro celestial, etc. El mundo de los negocios no gasta cientos de miles de millones de dólares al año para informar. La famosa «iniciativa empresarial» y el «libre comercio» son tan realistas como la decisión del consumidor informado. Lo último que quieren los que dominan la sociedad es el fantástico mercado de la doctrina y la teoría económica. Todo esto debería ser demasiado familiar para merecer mucha discusión.
Algunas veces el compromiso con el engaño es bastante abierto. Las recientes negociaciones entre EE.UU. y Australia sobre un «acuerdo de libre comercio» fueron demoradas por la preocupación de Washington ante el sistema de atención sanitaria de Australia, tal vez el más eficiente del mundo. En particular, los precios de las medicinas son una fracción de los de EE.UU.: los mismos medicamentos, producidos por las mismas compañías, producen beneficios considerables en Australia aunque no son nada en comparación con los que se obtienen en EE.UU. – a menudo con el pretexto de que tales utilidades son necesarias para la investigación y el desarrollo, otro ejercicio en el engaño. Parte de la razón de la eficiencia del sistema australiano es que, como otros países, Australia se basa en las prácticas que el Pentágono emplea cuando compra sujetapapeles: el poder adquisitivo del gobierno es utilizado para negociar precios, algo ilegal en EE.UU. Otro motivo es que Australia usa procedimientos «basados en la evidencia» para el mercadeo de productos farmacéuticos. Los negociadores los denunciaron como interferencia en el mercado: las corporaciones farmacéuticas son privadas de sus derechos legítimos si se les exige que presenten evidencia cuando afirman que su producto más reciente es mejor que alguna alternativa más barata, o cuando presentan anuncios televisivos en los que algún héroe deportivo o una modelo le dicen al público que pregunte a su doctor si este medicamento es «bueno para uno (es bueno para mí)», a veces sin siquiera revelar cuál se supone que sea su efecto. Hay que garantizar el derecho al engaño a las personas inmensamente poderosas, y de una inmortalidad patológica, creadas por el activismo judicial radical para que dirijan la sociedad. Cuando se le asigna la tarea de vender candidatos la industria de las relaciones públicas recurre naturalmente a las mismas técnicas fundamentales, a fin de asegurar que la política siga siendo «la sombra proyectada por el gran dinero sobre la sociedad», como describiera hace mucho tiempo el principal filósofo social de EE.UU., John Dewey, los resultados del «feudalismo industrial». Utilizan el engaño para socavar la democracia, del mismo modo como es el instrumento natural para deformar los mercados. Y los votantes parecen saberlo.
La víspera de las elecciones de 2000, cerca de un 75% del electorado las consideraba como un juego de contribuyentes ricos, dirigentes de los partidos y de la industria de relaciones públicas, que entrena a los candidatos para que proyecten imágenes y produzcan frases sin contenido que puedan ganar algunos votos. Es muy probable que por este motivo la población haya prestado poca atención a la «elección robada» que inquietó tanto a los sectores educados. Y es el motivo por el cual probablemente prestarán poca atención a campañas sobre presuntos fraudes en 2004. Si echan a cara o cruz la selección del Rey, no preocupa demasiado si la moneda está torcida.
En 2000 la «conciencia temática» – el conocimiento de las posiciones de las organizaciones que producen candidatos respecto a los problemas – llegó a su punto más bajo. Evidencia actualmente disponible sugiere que en 2004 podría haber sido aún más baja. Cerca de un 10% de los votantes dijeron que su elección se basaría en «planes/ideas/plataformas/objetivos» de los candidatos; un 6% de los votantes por Bush, un 13% de los por Kerry (Gallup). El resto votaría por lo que la industria llama «cualidades» o «valores», que son la contraparte política de los anuncios para pasta dentífrica. Los estudios más cuidadosos (PIPA) establecieron que los votantes tenían poca idea de la posición de los candidatos respecto a asuntos que los interesaban. Los votantes de Bush tendían a creer que él compartía sus creencias, aunque el Partido Republicano las rechazaba, a menudo explícitamente. Investigando las fuentes utilizadas en los estudios, establecimos que lo mismo valía en gran parte para los votantes por Kerry, a menos que otorgáramos interpretaciones altamente compasivas a declaraciones vagas que la mayoría de los votantes probablemente jamás había oído.
Los sondeos a boca de urna establecieron que Bush ganó grandes mayorías de los que estaban preocupados por la amenaza del terror y por los «valores morales», y Kerry ganó mayorías entre aquellos preocupados por la economía, la atención sanitaria y otros temas semejantes. Estos resultados nos dicen poca cosa.
Es fácil demostrar que para los planificadores de Bush, la amenaza del terror constituye una baja prioridad. La invasión de Irak es sólo uno de numerosos ejemplos. Incluso sus propias agencias de inteligencia estuvieron de acuerdo con el consenso de otras agencias, y especialistas independientes, de que la invasión iba a aumentar la amenaza del terror, como lo hizo; probablemente también la proliferación nuclear, cumpliendo con los pronósticos. Semejantes amenazas no son simples prioridades importantes si se las compara con la oportunidad de establecer las primeras bases militares seguras en un estado cliente dependiente en el corazón de las principales reservas de energía del planeta, una región considerada desde la II Guerra Mundial como «el área más importante desde el punto de vista estratégico del mundo», «una fuente estupenda de poder estratégico, y una de las mayores presas materiales de la historia del mundo». Además de lo que un historiador de la industria llama «beneficios más allá de los sueños de la avaricia», que deben fluir en la dirección correcta, el control sobre dos tercios de las reservas estimadas del mundo – singularmente baratas y fáciles de explotar – asegura lo que Zbigniew Brzezinski calificó recientemente de «palanca crítica» sobre los rivales europeos y asiáticos, lo que George Kennan llamó muchos años antes «poder de veto» sobre ellos. Han constituido inquietudes políticas cruciales durante todo el período posterior a la II Guerra Mundial, aún más en el mundo tripolar que se desarrolla actualmente, con su amenaza de que Europa y Asia puedan orientarse hacia mayor independencia, y peor aún, que tal vez se unan: que China y la UE se conviertan en los principales socios comerciales de cada cual, junto con la segunda economía más grande del mundo (Japón); y esas tendencias probablemente aumentarán. Una mano firme sobre el grifo reduce esos peligros.
Nótese que el tema crítico es el control, no el acceso. La política de EE.UU. hacia Medio Oriente fue la misma cuando era un exportador neto de petróleo, y sigue siendo la misma en la actualidad, cuando los servicios de inteligencia de EE.UU. pronostican que el propio EE.UU. dependerá de recursos más estables de la cuenca atlántica. La política sería probablemente la misma si EE.UU. pudiera cambiar a energías renovables. Las necesidades de controlar la «estupenda fuente de poder estratégico» y de ganar «beneficios más allá de los sueños de la avaricia» seguirían existiendo. Las disputas por Asia Central y las rutas de los oleoductos reflejan consideraciones similares.
Hay muchas otras ilustraciones de la misma falta de inquietud de los planificadores ante el terror. Los votantes de Bush, háyanlo sabido o no, votaron por un probable aumento de la amenaza del terror, que debería ser terrible: se daba por entendido bien antes del 11-S que tarde o temprano los yihadíes organizados por la CIA y sus asociados en los años 80 probablemente llegarían a tener acceso a ADM, con horrendas consecuencias. E incluso esas perspectivas aterradoras están siendo concientemente ampliadas por la transformación de los militares, que, aparte de aumentar la amenaza de «catástrofe final» a través de una guerra nuclear accidental, está obligando a Rusia a mover misiles nucleares por su inmenso y generalmente indefenso territorio para confrontar amenazas militares de EE.UU. – incluyendo la amenaza de aniquilación instantánea que es una parte fundamental de la «propiedad del espacio» para propósitos militares ofensivos anunciado por la administración Bush junto con su Estrategia Nacional de Seguridad de fines de 2002, ampliando significativamente los programas de Clinton que ya eran más que suficientemente peligrosos, y que ya habían inmovilizado el Comité de Desarme de la ONU.
En cuanto a los «valores morales», conocemos lo que necesitamos saber por la prensa empresarial del día después de la elección, informando de la «euforia» en los consejos de administración – no porque los directores ejecutivos se opongan a los matrimonios gay. Y de los esfuerzos indisimulados por transferir a futuras generaciones los costes de la dedicación de los planificadores de Bush a favor del privilegio y de la riqueza: costes fiscales y ecológicos, entre otros, para no hablar de la amenaza de «catástrofe final». Además, no significa gran cosa cuando se dice que la gente vota sobre la base de «valores morales». El problema es lo que quieren decir con la frase. Las limitadas indicaciones son de cierto interés. En algunos sondeos, «cuando se pidió a los votantes que eligieran la crisis moral más urgente que confronta el país, un 33% citó ‘la codicia y el materialismo’, un 31% seleccionó ‘la pobreza y la justicia económica’, un 16% nombró el aborto y un 12% seleccionó los matrimonios gay» (Pax Christi). En otros, «cuando se preguntó a los votantes encuestados que mencionaran el tema moral que más afectó su voto, colocó primero la guerra de Irak un 42%, mientras que un 13 por ciento mencionó el aborto y un 9 por ciento nombró los matrimonios gay» (Zogby). Sea lo que sea lo que querían decir los votantes, difícilmente podrían haber sido los valores morales operativos de la administración, celebrados por la prensa empresarial.
No entraré en los detalles, pero una mirada atenta indica que gran parte de lo mismo vale para los votantes de Kerry que pensaron que estaban pidiendo una atención seria a la economía, la salud, y a sus otras preocupaciones. Como en los mercados ficticios construidos por la industria de las relaciones públicas, también en la democracia ficticia – en la que el público es poco más de un espectador irrelevante – se basan en el atractivo de imágenes cuidadosamente construidas que sólo tienen un parecido extremadamente vago con la realidad.
Volquémonos a evidencia más seria sobre la opinión pública: los estudios que mencioné anteriormente fueron hechos públicos poco antes de las elecciones por algunas de las instituciones más respetadas y fiables que auscultan regularmente la opinión pública. Estos son algunos de los resultados (CCFR):
Una amplia mayoría del público cree que EE.UU. debería aceptar la jurisdicción de la Corte Penal Internacional y del Tribunal Internacional, firmar los protocolos de Kyoto, permitir que Naciones Unidas tome la delantera en las crisis internacionales y se base en medidas diplomáticas y económicas en vez de militares en la «guerra contra el terror». Mayorías similares creen que EE.UU. debería recurrir a la fuerza sólo cuando exista «fuerte evidencia de que el país se encuentra en inminente peligro de ser atacado», rechazando así el consenso bipartidario sobre la «guerra preventiva» y adoptando una interpretación bastante convencional de la Carta de la ONU. Una mayoría está incluso a favor de renunciar al veto en el Consejo de Seguridad, siguiendo así la orientación de la ONU incluso si no es la preferida de los directores del estado de EE.UU. Cuando el moderado oficial de la administración Colin Powell es citado en la prensa diciendo que Bush «ha obtenido el mandato del pueblo estadounidense para que continúe con su política exterior ‘agresiva'», se basa en la suposición convencional de que la opinión popular es irrelevante para las decisiones políticas de los que están a cargo.
Es instructivo considerar más de cerca las actitudes populares hacia la guerra en Irak a la luz de la oposición general a las doctrinas de «guerra preventiva» del consenso bipartidario. A la víspera de las elecciones de 2004, «tres cuartos de los estadounidenses dicen que EE.UU. no debería haber ido a la guerra si Irak no tenía ADM o no estaba suministrando apoyo a al Qaeda, aunque casi la mitad sigue diciendo que la guerra fue la decisión correcta» (Stephen Kull, informando sobre el estudio PIPA que dirige). Pero esto no es una contradicción, señala Kull. A pesar de los informes cuasi-oficiales Kay y Duelfer que debilitan las afirmaciones, la decisión de ir a la guerra «es apoyada por creencias persistentes de la mitad de los estadounidenses de que Irak suministró considerable apoyo a al Qaeda, y que poseía ADM, o por lo menos un importante programa de ADM», y por lo tanto ven la invasión como una defensa contra una severa amenaza inminente. Estudios mucho anteriores de PIPA habían mostrado que una gran mayoría cree que la ONU, no EE.UU., debería tomar el primer lugar en asuntos de seguridad, reconstrucción y transición política en Irak. En marzo pasado, los votantes españoles fueron amargamente condenados por apaciguar al terror cuando votaron por sacar al gobierno que había participado en la guerra contra las objeciones de cerca de un 90% de la población, recibiendo sus órdenes de Crawford Texas, y logrando aplausos por su liderazgo en la «Nueva Europa» que es la esperanza de la democracia. Pocos, si hubo uno, comentaristas señalaron que los votantes españoles tomaron en marzo pasado aproximadamente la misma posición que la que declaraba la gran mayoría de los estadounidenses: votando por retirar las tropas españolas a menos que estuvieran bajo la dirección de la ONU. Las mayores diferencias entre los dos países son que en España la opinión pública era conocida, mientras que aquí se requiere un proyecto individual de investigación para descubrirla; y que en España el tema condujo a una votación, casi inimaginable en la democracia formal en deterioro que hay aquí.
Estos resultados indican que los activistas no han hecho su trabajo eficientemente.
Consideremos otros aspectos: mayorías abrumadoras del público están a favor de la expansión de programas internos: en primer lugar la atención sanitaria (un 80%), pero también la ayuda a la educación y a la Seguridad Social. Resultados similares han sido encontrados hace tiempo en estos estudios (CCFR). Otros sondeos importantes señalan que un 80% está a favor de la atención sanitaria garantizada incluso si significara aumentar los impuestos – en realidad, un sistema nacional de salud probablemente reduciría considerablemente los gastos, evitando los elevados costos de burocracia, la supervisión, el papeleo, etc. algunos de los factores que hacen que el sistema privatizado de EE.UU. sea el más ineficiente del mundo industrial. La opinión pública ha sido similar durante mucho tiempo, con cifras que varían según cómo se formulen las preguntas. Los hechos son a veces discutidos en la prensa, y se señalan las preferencias públicas pero son descartadas como «políticamente imposibles». Lo mismo ocurrió nuevamente a la víspera de las elecciones de 2004. Unos días antes (el 31 de octubre), el New York Times informó que «hay tan poco apoyo político para la intervención gubernamental en el mercado de la atención sanitaria en Estados Unidos que el senador John Kerry se esforzó en un reciente debate presidencial por decir que su plan de expandir el acceso al seguro de salud no crearía un nuevo programa gubernamental» – que es lo que al parecer desea la mayoría. Pero es «políticamente imposible» y tiene «[demasiado] poco apoyo político», queriendo decir que las compañías de seguros, organizaciones de mantenimiento de la salud, industrias farmacéuticas, Wall Street, etc. se oponen.
Es notable que opiniones semejantes sean expresadas por gente en virtual aislamiento. Raramente las escuchan, y no deja de ser probable que los encuestados consideren sus propias opiniones como idiosincrásicas. Sus preferencias no entran en las campañas políticas, y sólo reciben marginalmente algún refuerzo en la opinión articulada en los medios y la prensa. Lo mismo se extiende a otros sectores.
¿Cuáles hubieran sido los resultados de la elección si los partidos, cualquiera de los dos, hubiese estado dispuesto a articular las inquietudes de la gente sobre los temas que consideran vitalmente importantes? ¿O si estos temas hubieran entrado a la discusión pública en los medios dominantes? Sólo podemos especular al respecto, pero sabemos que no sucede, y que apenas se llega a informar sobre los hechos. No parece difícil de imaginar cuáles pueden ser los motivos.
En breve, las elecciones nos dicen muy poco de algún significado, pero podemos aprender mucho de los estudios de las actitudes públicas que son mantenidos ocultos. Aunque es natural que sistemas doctrinales traten de inducir el pesimismo, la desesperanza y la desesperación, las verdaderas lecciones son bastante distintas. Son alentadoras y esperanzadoras. Muestran que existen sustanciales oportunidades de educación y organización, incluyendo el desarrollo de potentes alternativas electorales. Como en el pasado, los derechos no serán concedidos por autoridades benévolas, o conquistados por acciones intermitentes – unas pocas manifestaciones grandes después de las que uno se va a casa, o accionar una palanca en los grandes espectáculos personalizados que son presentados cada cuatro años como «política democrática» Como siempre en el pasado, las tareas requieren un compromiso diario para crear – en parte re-crear – la base para una cultura democrática operativa en la que el público juegue algún papel en la determinación de la política, no sólo en la arena política de la que es en gran parte excluido, sino también en la crucial arena económica, de la que en principio está excluido.
* Noam Chomsky es autor de «Hegemony or Survival: America’s Quest for Global Dominance» (publicado ahora en edición rústica por Owl/Metropolitan Books)
http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=90&ItemID=6751