La forma poco transparente en que se realiza la investigación administrativa sobre cementerios clandestinos pone en evidencia los «acotamientos» que se están negociando en torno al surgimiento de la verdad. En esa negociación, el secreto, la confidencialidad, la reserva son funcionales al objetivo de una verdad a medias. Uno de los problemas del gobierno es […]
La forma poco transparente en que se realiza la investigación administrativa sobre cementerios clandestinos pone en evidencia los «acotamientos» que se están negociando en torno al surgimiento de la verdad. En esa negociación, el secreto, la confidencialidad, la reserva son funcionales al objetivo de una verdad a medias.
Uno de los problemas del gobierno es que tiene que lidiar con la supervivencia de la cultura del secreto. Es una cultura según la cual unos pocos elegidos están capacitados para conocer las cosas en su totalidad; sólo ellos saben cómo interpretar la información, están entrenados para utilizarla con habilidad, ecuanimidad y sensibilidad; sólo ellos saben cómo administrarla por el bien de los demás. Ellos deciden cuándo el resto, la masa, todos nosotros, seremos enterados de lo que ocurre, y hasta dónde es bueno que sepamos, porque el resto no califica para manejar esa información.
Es sabido que el monopolio de la información es poder, muchas veces para el enriquecimiento, muchas veces para la venganza, muchas veces para consolidar ese poder. Pero en materia de derechos humanos el secreto en la mayoría de los casos es impunidad. No importa cuan loables sean los argumentos que se esgrimen para mantener en reserva las cosas, siempre los que se benefician son los criminales. No es necesario abundar: nuestra experiencia, pero también la del Cono Sur, la de la Alemania nazi, la de Argelia, la de Yugoslavia, explican claramente para quiénes son funcionales el silencio y el secreto referidos a los hechos del contexto.
Las investigaciones en el Batallón 13 en busca de los restos de desaparecidos son un ejemplo acabado de cómo algo que se hincha con la desinformación, la manipulación y la ambigüedad termina reventando de la peor manera. Hasta ahora, todo el trabajo realizado en los predios del cuartel está sometido a una rígida orden de secreto, impartida por el secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández. El abogado del PIT-ONT Pablo Chargoñia, que representa la parte acusadora en el caso de Elena Quinteros, causa que instaló la necesidad de investigar la existencia del cementerio clandestino, se pregunta qué clase de acciones está llevando a cabo la Presidencia, y por qué no existe hasta ahora ninguna disposición que regule tal investigación supuestamente administrativa.
En ese marco de discrecionalidad, la norma del secreto y la reserva operó para los periodistas y para la sociedad civil, pero no para los militares. Ahora sabemos que los científicos universitarios que trabajan en el Batallón habían encontrado restos óseos y también habían detectado una fosa excavada en fecha tan tardía como 1998, cuando los indicios señalaban que la llamada Operación Zanahoria, es decir la exhumación de los cuerpos de desaparecidos, se había completado en 1985. Lo insólito es que nos enteramos de ellos porque «fuentes militares» decidieron trascender esa información a El Observador. Recién entonces Fernández convocó a una conferencia de prensa para relativizar la información y hacer precisiones. Con lo que quedó en evidencia que el hallazgo de restos, o mejor aun, las actividades diarias de los científicos en el cuartel eran un secreto para todos, menos para el coronel que acompaña al equipo y sus oficiales ayudantes, y los soldados ayudantes de los ayudantes, que por supuesto observan y registran todo lo que pasa y lo comentan, de modo que el «secreto» se esparce por todo el cuartel, un mínimo de 300 soldados que a su vez tienen familia, que a su vez hablan con los vecinos en el barrio.
Está por saberse qué intención tuvieron las «fuentes militares» que brindaron la novedad. Desde hace un tiempo las distintas fracciones militares están haciendo «inteligencia mediática», ya sea para desinformar, para presionar a la sociedad civil o para ganar posiciones en las luchas intestinas. Pero lo cierto es que esa filtración no hubiera logrado segundas intenciones si la información fuera «abierta», si con naturalidad se brindara una información concisa y veraz. Se ha hablado muchísimo del tacto con el que hay que informar para no lastimar la sensibilidad de los familiares de los desaparecidos, razón al parecer incontrastable para defender el secreto, pero los hechos demuestran que la filtración de la «fuente militar» concretó lo que la reserva pretendía evitar; y las rectificaciones distaron mucho de aclarar las cosas.
El secretario de la Presidencia confirmó la existencia de una «estructura nueva» (eufemismo para hablar de una fosa reciente) y dijo que lo que se encontró son dos pequeños fragmentos de huesos, de esos que es posible encontrar esparcidos en un campo o en un jardín, y adelantó que serían enviados al exterior para su análisis. Enfatizó que «todavía no han comenzado las excavaciones». No queda claro por qué deben «ir al exterior» esos huesos, si a los efectos de determinar si corresponden a animales o a seres humanos con un simple microscopio de barrido electrónico se despeja la incógnita. El decano de Ciencias, Julio Fernández, dijo a BRECHA que la facultad cuenta con instrumentos y capacidad técnica como para realizar tal análisis e incluso para hacer uno de ADN. Tampoco está claro si ese análisis aún está pendiente o si y a fue realizado y su resultado, cuándo no, se mantiene en secreto.
Las cosas ocurrieron de manera diferente a como la fuente militar se las contó a El Observador y a como las delimitó Fernández. Cualquiera de los oficiales y del personal subalterno que manipulan las máquinas de video que graban todos y cada uno de los movimientos de los técnicos en los predios del Batallón 13 saben (y así lo han comentado) que no fueron sólo dos trozos los hallados, y que no fueron todos minúsculos. Fueron varios fragmentos óseos, al parecer fragmentados por la acción de una herramienta manual o mecánica, y algunos de ellos con aspecto de ser huesos humanos. Como registró la filmación del día correspondiente al hallazgo, los fragmentos óseos aparecieron después de realizarse un cateo, es decir una pequeña excavación; los comentarios militares hablaban de «un pocito de 30 centímetros » en una zona alejada del lugar donde se esparcen las fosas detectadas, que son bastantes más de las que se identificaron en las fotos aéreas.
DISCREPANCIAS CON DERIVACIONES
El recurso del secreto fomenta la manipulación, una manipulación a varias puntas. En toda esta entreverada historia de la búsqueda de cementerios clandestinos hay un episodio casi kafkiano: el de las «discrepancias entre los científicos», que ha llevado al abogado Javier Miranda, de la Asociación de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, a pedir «que se dejen de embromar» y a declarar que él no tiene confianza en los científicos uruguayos; ha llevado también a la Universidad a desplazar la coordinación de las investigaciones, de la Facultad de Ciencias a la secretaría técnica del rectorado, a cargo de un abogado; y a la vez ha llevado a la firma de un convenio entre la Universidad de la República y la Presidencia, convenio que cuenta con una cláusula expresa donde la Universidad se compromete a mantener la reserva sobre los métodos y la confidencialidad sobre los resultados.
La cláusula dice: «Tanto las partes signatarias como quienes actúen por su cuenta v nombre, va sea en funciones principales como en tareas auxiliares, sin ninguna especie de excepción, se obligan a mantener la más estricta reserva sobre el desarrollo de la investigación y los resultados que se fueren alcanzando. Todos quienes participen en la ejecución del convenio deberán suscribir previamente un compromiso de confidencialidad, cuya transgresión será causal suficiente para la eliminación del infractor del equipo convocado, ajuicio de la comisión coordinadora bipartita «. El texto no fija plazos de finalización de ese compromiso estricto de confidencialidad.
La historieta de las «peleas» es muy interesante. Todo comenzó aun antes de que se entrara a trabajar en el Batallón, cuando la arqueóloga Elizabeth Onega, de Humanidades, comentó públicamente su opinión sobre la incompetencia de sus colegas de Ciencias. Esa única referencia pública permitió inducir a la creencia de un escenario de cachacascán; todo el mundo, desde entonces, habla de las «peleas» para, entre otras cosas, profundizar el secreto. Tanto es así que después de la propuesta de «dejarse de embromar» de Miranda, Luis Fondebrider, presidente del Equipo Argentino de Antropología Forense, a quien se le reconocen todos sus méritos y capacidades técnicas, se permitió dar opinión en base a lo que ha publicado la prensa, aunque aclarando que «no queremos involucrarnos en este tipo de controversias». Pero se involucró: «Ojalá que no hubiera disputas, que lo único que logran es perjudicar la expectativa que tienen los familiares», comentó a La República «No hacemos declaraciones durante la realización de los trabajos, ni hacemos anuncios sobre si hay restos o no. No sé cómo se conoció la información en este caso, pero lo único que puedo decir es que se requiere mesura y seriedad en todo lo que se dice».
Si hubiera sabido que el origen del trascendido era militar, quizás no hubiera calificado las «disputas» alimentadas y amplificadas en la prensa y hubiera aplicado para sí la mesura y seriedad que cuestiona en supuestas declaraciones que no han existido. El antropólogo argentino cayó en una bolsa de gatos, aunque todavía no queda claro el objeto de tanta «operación». Todo el Ejército, «buenos y malos», sabía que los científicos confirmarían la existencia de fosas al ingresar al cuartel; ese aspecto no quitaba el sueño, pero las cosas comenzaron a entreverarse cuando se encontraron huesos. La clave no está siquiera en los huesos que puedan encontrarse sino en la identificación de los restos. La Comisión para la Paz frenó su trabajo en 26 desaparecidos; ahora el Ejército parece dispuesto a decir qué pasó con esas 26 víctimas. El problema surge si se llega a identificar a alguien fuera de esa lista. Se necesita, claro, que la verdad sea rigurosamente vigilada, para que no se desmadre.