El proceso de «sinceramiento» de las Fuerzas Armadas sobre su protagonismo en el terrorismo de Estado durante la dictadura desfila con «paso de cangrejo»: se admitieron enterramientos, pero los cuerpos no aparecen; se confesaron operativos de traslados masivos de prisioneros, pero los pasajeros no llegan a identificarse; se admitieron exhumaciones, pero ahora se pone en […]
El proceso de «sinceramiento» de las Fuerzas Armadas sobre su protagonismo en el terrorismo de Estado durante la dictadura desfila con «paso de cangrejo»: se admitieron enterramientos, pero los cuerpos no aparecen; se confesaron operativos de traslados masivos de prisioneros, pero los pasajeros no llegan a identificarse; se admitieron exhumaciones, pero ahora se pone en duda la existencia de los cementerios clandestinos. A medida que se excava, las evidencias se desvanecen. Pasa el tiempo y todo se vuelve más evasivo. La Operación Zanahoria, quizás una de las pocas cosas tangibles años atrás por los testimonios acumulados, por las confesiones de generales y soldados, por los estudios fotográficos, hoy está en entredicho.
La «evanescencia» de los testimonios militares tiene su origen en ese estilo tan peculiar de confesar sin designar, esa cualidad elíptica y fantasmal que permite señalar el lugar «donde está tu mamá» sin hacer una sola referencia a las circunstancias que terminaron en ese enterramiento clandestino, y menos aun identificar a quienes cometieron el asesinato.
Los generales dicen investigar ahora todo lo que habían negado hasta ayer, pero las cosas siguen sin aclararse. Es muy difícil llegar a la verdad de los hechos si ni siquiera se mencionan los hechos con palabras adecuadas. «Apremios» por torturas, «excesos» por asesinatos. El estilo subyacente, sobrevolante, se extiende empecinado más allá del «estado del alma» que produjo revelaciones descartables y del nuevo «sinceramiento» que se deja tomar el pelo con mentiras descaradas.
En los hechos, nada es asumido con firmeza, con determinación. Hay, al parecer, un cambio, pero ese cambio se destila a través de los trascendidos de prensa, de las declaraciones ambiguas, en un juego de toma y daca donde operan, contrarrestándose, las fuentes reservadas y las filtraciones de documentos.
Aquella idílica imagen de una dictadura «suave», donde las desapariciones eran producto de las «imprevisiones», donde las muertes eran consecuencia indeseada de una «extralimitación», donde nunca se robó un niño ni se asesinó porque sí, donde todo lo «feo» ocurrió allá en Argentina, se viene desplomando. No está el telón pintado de la fábula infantil, pero en su lugar hay una escenografía vacía, Hay, por ejemplo, la confesión de «un segundo vuelo», mediante el cual casi una veintena de prisioneros detenidos en Argentina fueron trasladados a Uruguay, a fines de 1976. Pero, ¿qué pasó con ellos, dónde estuvieron detenidos, dónde fueron interrogados, quién decidió eliminarlos, quién los ejecutó, dónde los enterraron? Hay, por ejemplo, la confesión de los vínculos entre el FUSNA y la ESMA argentina, pero no hay ningún indicio de cómo se materializaron esos vínculos.
Quizás sea muy difícil obtener de los propios verdugos la confesión sobre el lugar exacto donde fueron enterradas las víctimas, pero el Ejército sí puede informar todos los detalles restantes. Y no lo hace. Como no lo hace la comandancia de la Armada, que en su primer informe no admitió nada y fue necesario un parto prolongado para que en un segundo informe admitiera casi nada. No hay archivos, dicen. Hubo compartimentación, dicen.
Cada vez que los mandos eluden referirse a los casos concretos se hunden más en el descrédito. Porque su ingenua ignorancia choca contra las evidencias. Las historias están, están desde hace tiempo, sólo que no se querían asumir. Y cuando esas historias se exhuman entonces los mandos quedan en evidencia.
EL ORLETTI URUGUAYO. La marina acaba de afirmar (habría que ponerlo en condicional porque la Presidencia aún no ha dado a conocer el segundo informe) que las relaciones con la Armada argentina comprendieron únicamente intercambio de información y que no hubo acciones conjuntas. Precisamente los antecedentes sobre operativos de nuestras Fuerzas Conjuntas lo desmienten, y de paso dejan en evidencia, también, el silencio cómplice del Ejército, la Aeronáutica y la Policía, que eran parte de esas Conjuntas.
Según el comando de la Armada hubo un solo caso de intercambio de prisioneros: Óscar Degregorio, montonero detenido en Colonia y trasladado a la ESMA, después de ser operado en el Hospital Militar debido a una herida de bala cuando intentaba fugarse. ¿Por qué el informe no dice nada de los otros sucesos vinculados a la detención de Degregorio?
Por una razón muy simple: la Armada aún no está en condiciones de confesar que desde mediados de 1977 y hasta fines de 1978 en Uruguay operó de forma continuada un comando de militares argentinos, una especie de «Conjunta» integrada por oficiales de la ESMA, oficiales del Segundo Cuerpo del Ejército con jurisdicción sobre Rosario, policías de la Federal y connotados agentes de la llamada «banda de Aníbal Gordon».
La Armada, el Ejército y todos los organismos que actuaban bajo el paraguas del Servicio de Inteligencia de Defensa deberían reconocer que en Uruguay hubo un «Automotores Orletti», una sede clandestina del Cóndor establecida en una casa «parecida a un castillo», presumiblemente ubicada en Carrasco, cerca de una avenida de mucho tránsito (¿avenida Italia?).
La razón de ese Orletti uruguayo tiene que ver con la represión que los argentinos impulsaban contra los montoneros, que intentaban rearticularse y que, regresando del exilio, habían montado una base de retaguardia en Montevideo. La ESMA del contralmirante Massera se había concentrado en la represión contra montoneros, pero el desarrollo de la estructura clandestina en Rosario obligó a una colaboración con el Ejército. Por eso es que en diciembre de 1977 oficiales de la Armada argentina y del Ejército pusieron a punto un operativo que tuvo como objetivo central dos casas ubicadas en Lagomar, donde residían varios matrimonios de exiliados con sus hijos.
El operativo comenzó el 15 de diciembre con la persecución por la Interbalnearia de una camioneta Mehari en la que viajaban el ex diputado peronista Jaime Dri y Alejandro Barri, a quien la inteligencia argentina identificaba como el secretario político de Montoneros. Los vehículos cortaron el paso y chocaron a la Mehari, que volcó sobre la cuneta. Ambos intentaron escapar: Barri murió acribillado a balazos y Dri fue herido en una pierna.
Otro grupo de argentinos apoyados por personal uruguayo allanó una casa en Lagomar y secuestró a Rosario Quiroga de Cubas y a Rolando Pisarello. La ratonera montada en esa casa permitió, el 16 de diciembre, secuestrar a María del Huerto Milesi de Pisarello, a María Laura Pisarello y a cuatro niños, tres hijos de Rosario Quiroga, y a Alejandrina Barri Matta, cuyo padre había sido asesinado el día anterior y cuya madre, Susana Matta de Barri, fue asesinada en la ratonera. Ese mismo 16 fue detenido Degregorio en Colonia, pero otro dirigente montonero, Carlos Valladares, se les escapó de las manos porque al descender de un avión en Carrasco pudo ingerir una pastilla de cianuro antes de que lo capturaran.
Todos esos detenidos fueron salvajemente torturados durante días en la residencia de Carrasco, de la cual todavía nada se ha dicho, y después fueron trasladados a Buenos Aires en aviones de la Armada argentina, de la misma forma clandestina en que, en 1976, fueron traídos los prisioneros del PVP capturados en Buenos Aires. Entre los torturadores se contaban los capitanes Alfredo Astiz, el «ángel de la muerte», y Antonio Pernía. Y en el grupo de 15 represores que interrogaban en el «castillo» de Carrasco también se encontraba José Gavazzo, quien, días después de los operativos, personalmente leyó el comunicado difundido por la cadena de las Fuerzas Conjuntas, comunicado en el que no se mencionaba, claro, la participación de los argentinos.
Un «sinceramiento» sobre este «Orletti uruguayo», sobre los vuelos de los aviones argentinos, sobre el estatus de los oficiales argentinos que actuaron en Uruguay sería bienvenido.
El cuentagotas de las confesiones militares, además de ganar tiempo, pretende escurrir el bulto sobre los episodios más reveladores. Como la existencia de un «Orletti uruguayo».