Un temporal impiadoso que se abatió sobre Montevideo voló las chapas del techo y dejó el lugar a la miseria este galpón de 2.800 metros cuadrados. Sin cesar, decenas de mujeres lo baldean y limpian para ponerlo en condiciones. Las obreras ya llevan un mes reparando las instalaciones de Dymac, la más moderna empresa textil […]
Un temporal impiadoso que se abatió sobre Montevideo voló las chapas del techo y dejó el lugar a la miseria este galpón de 2.800 metros cuadrados. Sin cesar, decenas de mujeres lo baldean y limpian para ponerlo en condiciones. Las obreras ya llevan un mes reparando las instalaciones de Dymac, la más moderna empresa textil del Uruguay, que desde agosto de 2002 gestionan sin patrones. Desde entonces, Alicia Paiva duerme en el lugar con su familia, en custodia de las máquinas y otros bienes. «Será así hasta encontrar una solución definitiva», explica esta mujer que lleva estampado en su pecho el retrato del Che Guevara y exhibe sobre su escritorio un manual de método de costura Singer del año 48.
Dymac nació en 1963, aunque en ese mismo solar ya funcionaba una textil desde mucho tiempo atrás. Especializada en prendas de vestir para el hombre y la mujer, el 90 por ciento de su producción estuvo históricamente destinado a la exportación. «Primero se vendía en Estados Unidos, México y Europa. Después, vino la época del MERCOSUR, pero con la crisis de Argentina y Brasil la empresa comenzó a endeudarse», describe Paiva, presidenta de la cooperativa creada por los trabajadores.
En setiembre de 2001, las obreras de Dymac fueron enviadas de manera masiva al Seguro de Desempleo. En Uruguay, se trata de un beneficio que se percibe durante seis meses sin perder la condición de empleado. Pasado ese lapso, la empresa debe decidir si retoma al personal o no. A las trabajadoras les debían aguinaldos y vacaciones desde 1999 y salarios desde mayo. «Encima nunca existió la organización sindical en la empresa, que era totalmente represora. Al mínimo reclamo que había, el compañero que oficiaba de vocero era despedido. Cada vez que el dueño venía a la planta, nosotras debíamos bajar la mirada. Si lo mirábamos a los ojos, nos echaba. Era como un doberman», cuenta Paiva, rodeada de percheros repletos de trajes masculinos recién confeccionados.
Ante la incertidumbre que generaba la nueva situación, un grupo de obreras comenzó a discutir qué hacer para conservar la fuente de trabajo. «Al principio éramos poquitas, un grupo de cuatro compañeras que íbamos y veníamos. Coincidíamos que no teníamos otra alternativa que la ocupación. ¿A dónde íbamos a ir a trabajar? Fuimos a pedir ayuda a la PIT-CNT (Central Nacional de Trabajadores de Uruguay) y nos dijeron que nos iban a respaldar. Desde ahí llamamos a todas las compañeras y citamos a una asamblea en la puerta de la fábrica. Vinieron 200 y les dijimos que había un grupo dispuesto a entrar. Finalmente, entramos todas», se enorgullece la presidenta.
Ingresar a la planta presentaba algunas dificultades: había guardias de seguridad y servicio de vigilancia. Pero Paiva, que estaba recién operada, percibía el seguro de salud en vez de desempleo, entonces tocó el timbre con la excusa de que necesitaba retirar unos papeles para realizar su trámite. Cuando le abrieron la puerta, sus compañeras -que estaban escondidas a los costados- se lanzaron detrás de ellas. A los golpes sacaron a la jefa de Personal y durante 17 días ocuparon la planta. Mientras las obreras estaban adentro, los vecinos acercaban comida y leche para que pudieran sostener la toma.
Mientras las obreras resistían dentro de la fábrica, en el Ministerio de Trabajo se formó una mesa de negociación tripartita. «Fue en vano -asegura Paiva-. Terminaron por desalojarnos por la fuerza. Nosotras estábamos dispuestas a resistir, incluso contábamos con el apoyo de algunos diputados y senadores y del movimiento sindical. Pero podíamos aguantar mientras no hubiera riesgo de lesiones, porque no se estaba políticamente preparado para soportarlas».
Cuando las obreras fueron echadas, el vecindario salió a cacerolear en su defensa, los vecinos abrazaron la fábrica y la iglesia abrió sus puertas para que el Sindicato de la Aguja, que no tenía sede, pudiera reunirse en algún lugar. Hasta que finalmente el gremio metalúrgico les brindó instalaciones más apropiadas para sus necesidades. «El desalojo apuntaba a disolver la organización, pero nosotras ya habíamos logrado unirnos. Antes trabajábamos juntas pero ni siquiera conocíamos nuestros nombres, mucho menos nuestras necesidades. El 90 por ciento de los trabajadores de esta fábrica es mujer y el 70 por ciento jefas de hogar. Mantuvimos varias mesas de negociación en le Ministerio de Trabajo. Pero nos tomaban el pelo. Los dueños decían que faltaba trabajo, pero nosotras sabíamos que en realidad estaban preparando un concurso de acreedores.»
Fue en ese momento en que las trabajadoras decidieron volver a entrar. Esta vez, parecía aún más difícl. La empresa había colocado portones y rejas. Por eso, las obreras diseñaron una estrategia propia de un guión cinematográfico. Las mujeres se subieron a la caja de un camión, que se detuvo en la puerta de la fábrica. El chofer -miembro de otro sindicato- se bajo y abrió el capó, simulando un problema mecánico. El hombre tocó timbre en Dymac, pidió permiso para llamar a un auxilio y, cuando le abrieron, las obreras bajaron en malón y se metieron otra vez en la planta. «Los poquitos que no habían sido despedidos y estaban adentro, gritaban. Salieron todos, menos la jefa de Personal. Se agarraba de las máquinas, se tiraba al piso. Hasta que, después de una hora y media, me cansé. Me la puse debajo del brazo y la tiré en la vereda. Me denunció, vino la policía, pero la verdad es que no hubo agresión».
Mientras las trabajadoras permanecían adentro surgió la primera experiencia de autogestión. Un cliente que tenía un encargo pendiente, les rogó a las obreras que lo terminen. «Nos propuso pagarnos a nosotras y le dijimos que sí, siempre y cuando Dymac diera su aprobación en el Ministerio de Trabajo. La empresa firmó y nosotras nos repartimos el dinero en partes iguales», enfatiza Paiva.
Esta vez, la ocupación duró 54 días. Hasta que hubo una negociación y los patrones se comprometieron a saldar las deudas salariales y otorgar el reconocimiento sindical. «Para nosotros -admite la presidenta- era un muy buen acuerdo, nosotras no queríamos quedarnos con la planta. Nuestro gran temor era a represalias posteriores».
Pero los antiguos dueños de Dymac incumplieron lo pactado. Abonaron la primera cuota, también la segunda, pero ya no la tercera. Ofrecieron unas prendas en parte de pago, pero las trabajadoras las rechazaron: «Eran trapos viejos, no se los íbamos a vender a nadie», se queja Paiva y agrega: «Cuando vimos la fórmula presentada en el concurso de acreedores, nos dimos cuenta de que era para cerrar la fábrica. Querían pagar a cinco años, con tres de gracia y una quita del 70 por ciento. Un día, pedimos entrar a la planta con la excusa de contar prendas y descubrimos que faltaban máquinas. Hicimos la denuncia. Estaba claro que era la liquidación, con una quiebra fraudulenta».
Las trabajadoras consideraron, entonces, que era el momento de ingresar por tercera vez. Ya no para exigir lo que les debían sino para garantizarse la fuente laboral. Pero ocupar la fábrica parecía cada vez más complicado. Ahora los guardias ya estaban armados y el personal jerárquico que aún trabajaba en la fábrica iba y venía custodiado por guardaespaldas. «Esta vez, el sindicato había decidido mantener en reserva la operación para no poner en riesgo la integridad física de las obreras. Habíamos decidido que íbamos a entrar las siete del comité de base y otros tantos de la Central de Trabajadores. Estuvimos dos días haciendo trabajo de inteligencia, viendo cómo eran los movimientos y a qué hora relevaban las guardias, que era el único momento en que podíamos volver a entrar», relata Paiva.
El día elegido, una decena de personas disfrazadas caminaba por la cuadra. Otro grupo se hizo pasar por encuestadores, que justo cuando se iba a producir el cambio de guardia tocaron timbre en la casa de al lado de la fábrica. «Cuando salían para el relevo, entré en la fábrica. Uno de los guardias sacó un arma y uno de los que estaba haciendo la encuesta se le tiró encima. Una vez adentro, llamamos a todas las demás»
Así comenzó la tercera ocupación en marzo de 2002. Seis meses después, cuando ya se había decretado la quiebra, las obreras conformaron una cooperativa y consiguieron que la sindicatura les diera el usufructuo de las máquinas hasta que llegue el momento del remate para la liquidación de bienes, que aún no tiene fecha. «Antes de que llegue el remate queremos ver si logramos una inyección de capital privado para convertirnos en dueños. Acá no tenemos leyes de expropiación, como en la Argentina, queremos que cambie la ley pero todo es muy lento», bufa la presidenta, la única trabajadora de Dymac que tenía una militancia política previa.
Mientras tanto, las obreras pusieron Dymac a funcionar. Producen 2500 prendas al mes, un séptimo de lo que puede fabricar la planta funcionando a pleno. No obstante, ya reingresaron en el listado de grandes contribuyentes de la DGI. «Tenemos muchos clientes que se acercan, pero cuando averiguan que estamos de manera temporaria no quieren arriesgarse a trabajar con nosotros. Por eso pensamos en alguien que se asocie al proyecto, aunque nunca entregaríamos la gestión. A lo sumo sería compartida. Necesitamos inversión para comprar materia prima. Además, este lugar es muy grande y tiene costos fijos muy altos. A veces dejamos de cobrar para poder pagar la luz», sostiene Paiva.
No es ese el único problema. De las 127 obreras que iniciaron el proceso de autogestión, hoy quedan 52. Cuando la industria textil uruguaya comenzó cierta reactivación, muchas trabajadoras abandonaron la cooperativa cuando fueron tentadas con mejores ingresos. «No pudimos sostener la productividad sin contratar personal -agrega- y ahí nos saltó otro problema: un contratado ganaba más que un socio, porque lo que para nosotros eran horas de trabajo solidario, para ellos eran extras».
Las trabajadoras rompieron con todas las normas de la empresa. Ya no tienen jornaleros sino todos trabajadores mensualizados. Todos los socios ganan igual y las grandes decisiones son tomadas en asamblea. Además, convirtieron la oficina de personal en una guardería. «Transformamos el lugar más malo de la empresa en el más dulce. Todo un símbolo», dice Paiva, que se calza los guantes para seguir capeando el temporal.