Recuerdo que en mayo del 2009 volvía a casa en Bs. As. desde Montevideo luego de participar de la marcha del silencio. Cuando hojeaba los diarios uruguayos que pone a disposición Buquebús, un recuadrito en el El País titulado «mirada familiar» me inquietó seriamente. Allí María José Oribe, esposa de Pedro Bordaberry, entonces candidato a […]
Recuerdo que en mayo del 2009 volvía a casa en Bs. As. desde Montevideo luego de participar de la marcha del silencio. Cuando hojeaba los diarios uruguayos que pone a disposición Buquebús, un recuadrito en el El País titulado «mirada familiar» me inquietó seriamente. Allí María José Oribe, esposa de Pedro Bordaberry, entonces candidato a la presidencia por el partido colorado, sostenía: «Pedro es honrado, trabajador, buen hijo, amigo leal, muy buen padre y esposo». Confieso que corté el fragmento de papel y me lo llevé en el bolsillo. Desde entonces integra mi archivo. No es que mi interés se haya deslizado hacia el campo del periodismo del corazón. No tengo más que celebrar las conclusiones sobre su propia vida privada cuando sostiene que su cónyuge es un buen marido y padre o que sus amigos celebren su lealtad y que sea un hombre honrado y trabajador. Pero ser un «buen hijo» en este caso particular, excede lo privado para tener un carácter cívico insoslayable, en momentos en que su padre purgaba condena por los crímenes más aberrantes de la historia del Uruguay. ¿En qué sentido es un buen hijo? ¿En la ejecución del mandato paterno? ¿En el encubrimiento mafioso de los crímenes paternos? ¿En la búsqueda de enemigos y amenazas que tracen una supuesta frontera entre lo propio y la otredad, deshaciéndose de ella? No propongo discutir afectos o lazos filiales. Poco importa si los apologistas actuales del terrorismo de Estado tienen o no parentesco con los asesinos. Sólo sospecho que la expresión «buen hijo» que formula la esposa del candidato, pretende encubrir con un manto de íntima ternura un proyecto político, es decir, algo del campo de lo público «en el nombre del padre».
La edición del domingo pasado de este diario continuó haciéndose eco de diversas formas del drama del trabajador ultimado en la pizzería La Pasiva. En mi caso, dediqué la página a esta tragedia y también lo hizo mi vecino de sección dominical, justamente Pedro Bordaberry, iluminando algo más la naturaleza del proyecto que pretende liderar, al que hay que prestarle cierta atención si se quiere evitar justamente un retorno a la barbarie que su apellido evoca con su consecuente buen ejemplo filial que la Sra. Oribe subraya. Particularmente en lo que respecta a la reapropiación de ciertos dispositivos políticos tradicionales de las izquierdas: la movilización y la consulta popular.
El argumento central de Bordaberry es que, alegorizando a María Antonieta, el gobierno no escucha al pueblo y, de seguir así, terminará como ella: ejecutado, no por la guillotina (a la que con otros nombres y algunos retoques técnicos apeló su padre para deshacerse de opositores y sembrar el terror) sino por el voto popular. Algo de razón tendría si la escucha se retrasara o si los dipositivos de movilización popular fueran hegemonizados por su proyecto. La Sra. Romana Ferrer, convocante del acto frente a la presidencia y dirigente del partido colorado, sería sólo una campana receptora del clamor popular que espontáneamente se fue generando y que ya se había manifestado firmando por la realización de un plebiscito para bajar la edad de imputabilidad. No es casual que se aprovechara para ello la oportunidad de un crimen televisado en el que se dejan ver dos jóvenes presumiblemente menores (dato hoy ya confirmado por la justicia). El texto que leyó resumía las múltiples y plurales demandas recibidas, casualmente coincidentes con las de su propio partido.
El planteo de Bordaberry es simple y contundente, apoyado sobre tres pilares: que «la gente quiere vivir en paz»; que tiene derecho a movilizarse, protestar y reclamar; que es indiferente la filiación partidaria de los organizadores del acto si expresa legítimos anhelos de la ciudadanía. Irrefutable en su epidermis si no portara en su encarnadura otros propósitos. La prueba está en que varios militantes y dirigentes frenteamplistas acudieron a la cita. De haber estado en Montevideo el lunes pasado es probable que hubiera asistido, sobre todo si lo hacían algunos de mis amigos a los que suelo acompañar en actitudes cívicas, ya que por entonces se desconocían los propósitos represivos de los convocantes y estaba muy fresco el espanto ante la irracionalidad asesina.
¿Cómo puede el titular del Partido Colorado ocupar un lugar en la escena política, arrastrando incluso a algunos progresistas desprevenidos? Por dos grandes razones. La primera es la audacia oportunista que permite enlazar temores ciudadanos con propuestas criminalizantes de la pobreza y la juventud, llegando para ello a apelar a medios inusuales del linaje político derechista como la democracia directa y la movilización. No es tan novedoso. La «inseguridad» viene articulándose como caballito de batalla de las derechas sudamericanas desde la asunción de los gobiernos progresistas. A la vez, tanto la movilización como la democracia directa fueron utilizadas en experiencias como la Argentina de 2008 por la Sociedad Rural y sus socios terratenientes, o en Venezuela apelando a la revocación del mandato del Presidente Chávez. La segunda, errores tanto del FA, como del gobierno en al menos tres aspectos. En lo que al Frente respecta, por su retracción movilizadora y participativa que deja a sus bases descolocadas ante éstas y otras iniciativas y, a la vez, sin mayores canales expresivos de las principales víctimas de la inseguridad que no son precisamente los más favorecidos sino, inversamente, los más postergados, las propias bases sociales y electorales. A ello debe sumarse la confusión entre el dispositivo político propuesto y la posición específica sobre la cuestión de fondo. El Frente no puede oponerse ni quedar descolocado frente al procedimiento político de consulta popular directa porque no comparta la posición de los autores de la iniciativa. Menos aún si va concitando interés en la ciudadanía y en sus propias bases. Al contrario, es una oportunidad (aunque la simultaneidad del plebiscito con las elecciones nacionales tienda a infundir legitimidad plebiscitaria al candidato impulsor) para debatir sobre el problema. Comparto la negativa a votar por la baja de la edad de imputabilidad, ya absolutamente probada como inútil e incluso iatrogénica, con sólo repasar estadísticas. Pero no puede oponerse o quedar rezagado frente a la puesta en práctica del instituto plebiscitario. Por último, el gobierno no puede continuar con la indiferencia e inacción que muestra ante la concentración monopólica del discurso mediático, particularmente audiovisual. Es indispensable pergeñar un plan de redistribución del mensaje, cosa imposible con la actual estructura de propiedad (o concesión) y sin transformaciones legislativas. Sin ellos, la construcción mediática de la inseguridad, la manipulación de la llamada «sensación térmica» se irá incrementando para beneficio político de la derecha. No he encontrado estudios similares para Uruguay, pero la investigación de 2009/10 sobre delitos y medios en la ciudad de Bs. As., editada por el gobierno macrista -aunque con la dirección estadística de Gustavo Cucurella- arroja cifras de multiplicación escalofriante del impacto mediático por cada delito.
No estamos ante una derecha dura, intransigente, principista. Su concepto de crimen es selectivo y el buen hijo Bordaberry no se ha privado de exponerlo con sinceridad y llanura. En su libro «Que me desmientan» transcribe un diálogo con su hermano donde afirma, «(…) si no puedo acompañar a mi padre en un momento difícil porque esto afecta mi futuro político, prefiero no tener ese futuro. Aunque en ese caso creo que el que no tiene futuro es el país». Sintiéndose aislado y aludiendo al comentario de un funcionario de la dictadura de su padre, que sostenía que ni políticos ni militares lo iban a defender, asumió el consejo de que sólo la familia podía acometer la tarea en soledad. Refiriéndose al gobierno recientemente electo no dudó en afirmar que «treinta años después venían por venganza. Cobarde venganza, porque sólo iban por una persona casi octogenaria, que no tenía otro apoyo que el de su familia».
Seguramente su hermano Santiago resulte más fiel al mandato paterno y mejor hijo aún que Pedro, ya que profesa dentro del movimiento político tradicionalista y monárquico carlista, de raíz antiliberal. En una carta de gratitud a sus amigos, que se encuentra en la página de Radio Cristiandad, asegura que el proceso seguido a su padre es sólo un linchamiento jurídico-mediático y que, acompañándolo hacia su reclusión le recordó alucinadamente: «no te olvides que el martirio es camino de santidad» continuando Santiago en que «debemos agradecer la oportunidad que el Señor le ha dado para acercarse a la salvación. Agradezco mucho a todo ustedes, en especial por sus oraciones. Que además les pido que las hagan por nosotros, para que podamos vivir una vida, al menos parecida a la de él, para que con la misericordia de N.S. y con la intervención de María Santísima, podamos merecer sus promesas de salvación, no por lo poco bueno que hayamos hecho sino olvidándose de todo lo malo, promesas del que mi padre indudablemente está en mejor posición de merecer.»
Los menores asesinos del trabajador de La Pasiva confesaron su crimen, perpetrado con sus propias manos. El dictador, cobarde asesino de escritorio que ordenaba a sus sicarios, lamentablemente fallecido, se llevó sus confesiones a la tumba, como encuestado indiferente que no sabe y no contesta. Si los «indignados» están preocupados por la punición de asesinos, no será en la franja etaria de los menores donde encontrará la mayor proporción sino en la inversa, en la de los amigos del padre de Bordaberry.
El Uruguay ha venido dando pasos avanzados en derecho de familia, aunque se le añadió, como un cáncer, la derecha de familia.
Emilio Cafassi, profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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